Gracias al interés y a la
dedicación de un profesor de historia del arte medieval de la universidad de
Girona, Gerardo Boto, especializado en el análisis de la plástica románica, se
ha podido establecer, que el hermoso claustro románico hallado en la finca Mas
del Vent de esa ciudad catalana, no se trata de una falsificación, de una
imitación, de un falso histórico, como aseguraban tajantemente los técnicos de
la Generalitat Catalana cuando afirmaban que las galerías de estilo románico eran
una simple recreación actual con algunos elementos del siglo XII.
Este profesor, ha podido
determinar que cada uno de sus sillares, en perfecto estado de conservación,
proceden del claustro de la catedral vieja de Salamanca, derruida a causa del
terremoto de Lisboa de 1755. Afortunadamente el Cabildo Catedralicio decidió
desmontar los pilares y cada uno de los sillares, dado su excelente estado de
conservación, con el objeto de montarlos posteriormente, lo cual resulta
absolutamente loable y sumamente de agradecer a aquellas gentes que tomaron
semejante decisión, si tenemos en cuenta que nos encontrábamos en el siglo
XVIII.
En 1785 se decidió reconstruir
el claustro de la catedral, pero dadas las preferencias de entonces, se llevó a
cabo en el estilo Neoclásico que imperaba en el momento, por lo que se tomó la
decisión de numerar y almacenar los elementos del antiguo claustro románico con
la intención de venderlos. Posteriormente acabaron en Madrid en 1931, en Ciudad
Lineal, para finalmente ser adquiridas por un alemán que las instaló definitivamente
en su finca de Mas del Vent de Girona, acabando un periplo que comenzó ocho
siglos atrás.
Me congratulo sinceramente por
el hecho de tener la certeza de que estos valiosísimos restos que conforman un
claustro casi completo, son auténticos y no una vulgar imitación como
aseguraban los técnicos de la Generalitat Catalana. Acuden a mi mente los
recuerdos de la ingente cantidad de edificios históricos, de pequeño tamaño
como tantas preciosas ermitas, iglesias y otras reliquias del pasado, que han
sido abandonadas a su suerte, vendidas por inaprensivos sin escrúpulos,
olvidadas o desvalijadas, tanto en Castilla, donde resulta descorazonador la
pérdida de un numeroso patrimonio, como en otros lugares de España, reflejando
de esta manera un penoso interés por la cultura por parte de quienes tenían la
obligación de defender a toda costa el legado de nuestros antepasados.
En lugar de mostrar una honda
preocupación por la recuperación y mantenimiento del rico patrimonio histórico
de este País y de dedicar ímprobos esfuerzos y medios económicos para este fin,
en los últimos años se han llevado a cabo faraónicas obras pretendidamente
culturales, como tantas ciudades de la cultura, ciudades de las ciencias y las
letras y centros de arte que han
supuesto unas colosales inversiones que no han repercutido en los ciudadanos a
quienes deberían ir dirigidos, bien porque han quedado inacabadas, o porque han
supuesto un sonoro fracaso, como es el caso de la ciudad donde vivo, cuyo
gigantesco centro de arte, de majestuoso diseño y que ha supuesto unos gastos
monumentales e inasumibles para una ciudad de dimensiones contenidas, siempre
está vacío, cuando el anterior sobre el que se edificó el actual, mucho más
pequeño, pero más que suficiente siempre tenía visitantes. Baste decir que la
anterior casa de la cultura, cabía en el vestíbulo del impresionante Centro de Arte actual.
Durante muchos años, sobre todo
en mi tiempo de estudiante, he tenido la fortuna de visitar Segovia con suma
asiduidad. Durante un curso entero me alojé en una deliciosa pensión de la
plaza Diaz Sanz y recuerdo que desde el balcón de mi habitación casi podía
tocar con mis manos el imponente y majestuoso Acueducto, obra milenaria y única
en el mundo que nos legaron los Romanos hace casi dos mil años. He paseado a su
lado en paralelo centenares de veces, lo he cruzado una y otra vez, lo he
contemplado y continúo disfrutándolo extasiado, maravillado y agradecido al
mismo tiempo a aquellas gentes que fueron capaces de levantar tan excelsa,
sublime y singular obra, que solemne, elegante y señorial, cruza nuestra afortunada
ciudad.
Pero no puedo evitar un
sentimiento de zozobra, de intranquilidad, temor e incertidumbre, ante la
mínima sospecha de que un día pueda sufrir algún daño en su estructura, de que
sólo una de sus arcadas pueda llegar a ceder, de que algún desplome pueda
afectar a esta obra tan universal y excepcional, tan impar y notable, a causa
de los estragos del tiempo que no perdona ni siquiera a estos mensajeros del
pasado, que ha contemplado durante dos milenios, incontables personajes, sucesos
y acontecimientos históricos.
Lo veo tan sólo, tan indefenso,
tan frágil en su prodigiosa verticalidad, que lo imagino a veces ceñido a unos delicados
y esbeltos arbotantes, remedo de los bellos contrafuertes que abrazan las
paredes exteriores de las naves de la bellísima catedral, y protegido por una
cubierta transparente, cristalina, que lo mantuviera intacto durante otros dos mil
años, a salvo de las inclemencias meteorológicas y de otros perversos agentes
que día a día se empeñan en dañar tan magistral obra.
Pensarán que es una ilusión, una
absurda e ingenua fruslería, una frivolidad. Pero para mí es una necesidad, un
sueño recurrente, es amor dedicado e inquieto hacia una obra única, hermosa e
irrepetible.