martes, 27 de agosto de 2013

LA FIESTA DEBE CONTINUAR

Leo en la prensa que en un pueblo de Castellón, que prefiero no citar, porque simple y llanamente me indigna lo que allí ha sucedido y que paso a comentar, ha muerto un hombre de una cornada en los encierros que se celebran con motivo de las fiestas patronales. Nada nuevo, ya que por duro que suene, desgraciada e injustificadamente es un hecho que casi todos los años sucede en algún lugar de esta inexplicable España, donde estos desdichados hechos continúan sucediéndose en las miles de fiestas que en los meses de verano cubren gran parte del territorio nacional, curiosamente en honor de santos, santas y cristos varios que no tienen el menor interés en evitar esta sangría fruto de una brutalidad ancestral basada en los toros, que nadie tiene el menor interés en eliminar, ya que por el contrario, si algún ayuntamiento se atreviera a semejante desatino, seguramente se viera cercado por las iras populares prestas a derruir el edificio con el alcalde y los concejales dentro.
En el pueblo citado, pero no nombrado, pues lo considero improcedente por una simple cuestión de repulsa, pese a la muerte de la persona corneada en el encierro, las fiestas no se han suspendido, todo ha continuado igual, como si nada hubiera ocurrido, la bandera arriada durante veinticuatro horas, y aquí no ha pasado nada, que siga la juerga y la algarabía ciudadana, que sigan los encierros y a correr delante del toro, a ver si tenemos suerte y no hay más desgracias, porque en caso contrario, quizás habría que suspender algún acto, o incluso las fiestas, lo cual supondría una carga insoportable, un penosos contratiempo y, sobre todo, unas pérdidas irreparables para los que se lucran de las mismas, que son muchos, no sólo los que se dedican a vender litronas a diestro y siniestro, sino aquellos que no se enfrentan a unos actos anacrónicos por incompatibles con el siglo XXI, seguramente por motivos pura y egoístamente personales y electoralistas, como son los que atañen a la conservación del poder municipal.
Aunque el rechazo cada vez es mayor hacia tantos festejos que incomprensiblemente continúan celebrándose en relación con los toros, donde este animal es acorralado, perseguido por las calles, por el monte, atado con cuerdas, con los cuernos en llamas, y de tantas otras viles maneras, todos estos actos vandálicos continúan sin excepción, llevándose a cabo con el pretexto de distraer a los ciudadanos y de hacerse eco de una costumbre de siglos de destrozos contra la ética y la estética más elementales, que parece seguir desconociendo y despreciando esta España absurda y cruel, que no favorece en nada la integración en una modernidad en la que no acabamos de encontrar nuestro sitio.
En uno de los pueblos en los que residí, hace no muchos años, la Corporación Municipal intentó anular un acto de las fiestas relacionado con los toros, ya que no había dinero suficiente en el presupuesto para que los mozos del pueblo se distrajesen con ellos en una plaza artesanal construida a base de carros, tablas y tablones. Se produjo un alzamiento vecinal tal, que llenaron de pintadas todo el pueblo, incluida la casa del alcalde, y amenazaron a la Corporación en pleno, que en vista del cariz que tomaban los acontecimientos, se vieron obligados a ceder.
Donde ahora vivo, todo gira en torno a los toros y al santísimo cristo, en honor del cual se celebran unas fiestas que duran toda una semana, con sus encierros, sus corridas y toda la parafernalia acostumbrada. Pese a la crisis que nos azota, no he visto en estos años reducción significativa en los gastos que ocasiona. Nadie se va a atrever a poner el cascabel al gato, a reducir los días que dura el jolgorio, ya que las posibilidades de un levantamiento popular serían muy elevadas y el bullicio y la parranda, todo lo justifica, porque ante todo, en esta España primitivamente absurda y contradictoria, la fiesta, pese a todo y sobre todo, debe continuar.

jueves, 15 de agosto de 2013

LA UNIDAD NECESARIA

Parece ser que fue Napoleón el autor de la frase que afirmaba que no hay nada como una guerra para hacer que los corazones latan al unísono. De dura, como mínimo, debería calificarse esta expresión que sin embargo adquiere tintes de realidad a lo largo de la historia de la humanidad y se sustancia también en otros hechos como catástrofes de diferentes orígenes causados tanto por los hombres como por la naturaleza y que efectivamente logran con ella la unión de las masas en torno a las víctimas de dichos desastres, que aunque con motivaciones muy diferentes, consiguen los mismos efectos en la población.
No había huelgas ni barricadas en las calles de las principales ciudades de la Rusia de comienzos de la primera guerra mundial, cuando los altercados de todo tipo asolaban las calles de Moscú y San Petersburgo – según texto de una novela de Carmen Posadas - en protesta por las miserables condiciones de vida en las que se desenvolvían los ciudadanos rusos, hasta el extremo de que políticos y agitadores varios, se sumaron a la algarabía popular y todo porque la Patria estaba en peligro y había que acudir en su ayuda, porque el Zar de todas las Rusias, Nicolás II, había decidido entrar en una espantosa contienda que causaría millones de muertos.
Hoy las guerras se nos antojan harto improbables, al menos en nuestro occidental y tecnológico mundo, pese al peligro latente y siniestramente escondido de un armamento nuclear existente, capaz de conseguir borrarnos del mapa, no una, sino miles de veces, lo cual constituye una pavorosa muestra de la imparable y decadente estupidez humana, que no obstante no ceja en su empeño de armar continua y miserablemente a los países del tercer mundo, merced a una fabulosa industria de armamento que incluso nuestro País posee y que resulta imposible de detener, ya que su gigantesco potencial es tan desmedido, tan espantosamente desmesurado, que paralizarlo supondría un desastre económico y laboral de gigantescas y demoledoras proporciones a nivel mundial.
Afortunadamente no es preciso llegar a estos violentos extremos para lograr la unidad de la población en una idea de País común y solidario. La situación extremadamente difícil por la que atravesamos desde hace ya demasiados años, unido a sucesos puntuales vividos a título personal por familias desahuciadas, la existencia de comedores sociales para la gente sin recursos, la desnutrición infantil que ya acosa a una parte de la población, el desorbitado e imparable desempleo y otros acontecimientos que recientemente han tenido lugar en forma de graves accidentes con numerosas víctimas, han conseguido suscitar un sentimiento y una conciencia de solidaridad, que hace tiempo no se lograba conseguir.
Continúa pendiente de resolver un tema de interés nacional que puede provocar serios trastornos que podrían trastocar la unidad de la que hablamos e incidir negativamente en el panorama social y político de esta España acuciada severamente por unos desequilibrios económicos y laborales que acentúan aún mas el problema latente expuesto, que no es otro que el de los territorios que reclaman la independencia del País.
Asombra comprobar cómo ante el desafío planteado por Cataluña, el gobierno de la nación se muestra con una pasmosa tranquilidad ante un problema que debería enfrentarse directa, seria y frontalmente, como han hecho hace tiempo Inglaterra y Escocia, ante la independencia planteada por ésta última, con un acuerdo firme y sereno en el sentido de celebrar una consulta vinculante a celebrar dentro de un año, que decidirá si Escocia se separa del Reino Unido.
El tema es de tanta relevancia, de tanta importancia y trascendencia – después vendrá, sin lugar a dudas el País Vasco – que no pude esperar más. Abórdese ya sin demora alguna, con la seriedad y responsabilidad que el tema exige y hágase de tal forma que no lesione ese sentimiento de unidad tan necesario siempre, y más ahora con los tiempos que corren, que exigen soluciones que no supongan cambios traumáticos que puedan alterar aún más la ya difícil vida de las gentes.

lunes, 12 de agosto de 2013

ESTÁ SUCEDIENDO AQUÍ

Cuando los problemas o sucesos traumáticos nos son ajenos, tendemos a relativizarlos, a marginarlos de nuestras vidas, salvo que tengamos constancia plena de los mismos, bien por cercanos, bien porque exista documentación  exhaustiva que no deje lugar a la duda acerca de sus verosimilitud y certeza plenas, de tal forma que les damos carta de naturaleza real hasta el punto de llegar a afectarnos, de solidarizarnos y de pasar a entrar a formar parte de nuestra vida diaria, concediéndoles incluso un tiempo de la misma, en aras de la confraternización y comprensión humanas.
Sin embargo, cuando tenemos constancia de los sucesos desagradables y desgracias o contratiempos a nuestro alrededor, de una manera sutil o incluso conocemos detalles con toda su crudeza, pero no tenemos constancia material y visible de los mismos, tendemos a mantener una actitud de incredulidad, de cierta sospecha sobre su veracidad, casi de rechazo, renegando incluso de las fuentes que lo divulgan, pretendiendo ver en ello una maniobra oscura y confusa por parte de quienes difunden unos hechos que no se muestran ante nuestros ojos con toda su cruda realidad y que nuestra mente se resiste a admitir.
Si además de todo lo expuesto, los sucesos acontecidos se desarrollan en un tiempo y lugar que no debieran corresponder, por insólitos, inusuales e incluso anacrónicos, la perplejidad más absoluta está servida, acentuando la sensación de una persistente incredulidad que podría resumirse en aquello de que aquí eso no puede suceder, no es posible que esté ocurriendo, mienten los que lo afirman y exageran los que así lo divulgan.
Pero más pronto que tarde, los duros y tozudos hechos se confirman, se materializan en toda su cruda extensión y nos encontramos frente a ellos, con una dura realidad que mantiene una situación que parecía imposible pudiera darse lugar en un país como el nuestro, avanzado, dentro de una Europa próspera en general, con un  nivel de vida más que aceptable, pese a una crisis que azota a gran parte del continente, pero que pese a todo, puede sentirse satisfecho si se compara con el resto de un Planeta, en el que la miseria, el atraso y el abandono a su suerte, campean por sus respetos.
La cruda realidad, nos dice que en España, un sector cada vez más  numeroso de la población, se ve obligado a recurrir a los comedores sociales porque carecen de medios de subsistencia para alimentarse. Muchas familias se ven en la urgente necesidad de enviar a sus hijos a los comedores que han tenido que habilitar los colegios para que puedan al menos tener garantizada una de las comidas diarias, para evitar la desnutrición en un sector de la población infantil.
Casi dos millones de familias se encuentran en una situación desesperada con todos sus miembros en paro. Los desahucios continúan a un ritmo absolutamente inaceptable y en unas condiciones penosas que el Gobierno no debería permitir, mientras los despidos, el paro, y las rebajas salariales continúan amenazando a los que tienen la fortuna de mantener un trabajo cada vez mas en precario.
Todos estos hechos son reales y están sucediendo aquí, a nuestro lado, posiblemente en nuestra comunidad de vecinos, hechos que pese a la evidencia, nos cuesta admitir y de los que tenemos noticia sólo a través de los medios de comunicación. Quizás un día nos encontremos con una fila, una cola de espera y nos preguntemos por qué esa gente espera pacientemente con la mirada resignada, ante un local desconocido para nosotros. Sólo entonces creeremos  que está pasando, que está sucediendo aquí.

sábado, 10 de agosto de 2013

EL VIENTO EN LA PALABRA

        Que las palabras se las lleva el viento, es una de las muchas afirmaciones, que como tantas, me atrevo a calificarlas de dislates, de expresiones sin fundamentar, sin comprobar amplia y exhaustivamente, sin apoyo que corrobore una aseveración, que como tantas, se utiliza con ánimo de generalizar, de extenderlas universalmente con el propósito inapelable y rotundo de zanjar toda disputa y controversia a que pudieran dar lugar, dando por hecho que el asunto queda zanjado, sentando de esta forma las supuestas sólidas bases del que siempre se ha considerado un principio inmutable en cuanto a los dichos, refranes y sabidurías populares varias, en el sentido de que afirma que son poco menos que inapelables.
El refranero está lleno de inexactitudes, errores, falsedades, ambigüedades e incorrecciones, que no lo invalida por completo, faltaría más, pero que consiguen que el receptor de los mismos se lleve las manos a la cabeza en un gesto de incredulidad y perpleja extrañeza, que manifiesta su sorpresa ante tamaños exabruptos, que aunque no superan a los veraces, creíbles y aplicables a la humana actividad, no por ello dejan de ser un buen puñado, que no vamos a citar aquí, no tanto por prolijos y numerosos, como por el hecho de que pudiéramos herir sensibilidades o caer en el error de una subjetividad de la que no nos podemos desprender, por mucho que lo intentemos, y que como humanos que somos, puede inducirnos a error, hecho que confesamos, humildemente, al que no somos ajenos, pues sólo el que expresa lo que piensa y siente, está expuesto a semejante avatar, propio de una especie que ha tenido la fortuna de disponer de la palabra para su uso y disfrute.
Si el viento se lleva las palabras, literalmente podríamos interpretar que nada de lo que se diga, independientemente del emisor, salvo que pase a papel o a cualquier tipo de soporte de almacenamiento digital, quedará invalidado y anulado de inmediato, como si nunca hubiera tenido lugar, como si jamás se hubiera explicitado, pronunciado, emitido, como si todo rastro del mensaje hubiese sido fusionado con el viento y esparcido por él a lo ancho y alto de la atmósfera de un Planeta que sabrá mantener el secreto para siempre.
Pero hay un error persistente en este razonamiento. Existen frases y sentencias que podrían no ser escritas y que perdurarán para siempre. Todo depende de quien las enuncie para que permanezcan en el tiempo y en la memoria de las gentes, o definitivamente se fundan con el viento de donde no retornarán jamás.
Imaginemos a los políticos prometiendo a diestro y siniestro, sin sentido de la medida, de la ética y la estética, ni de la trascendencia de unas promesas que saben y sabemos que no van a cumplir. Cuanto digan se lo llevará el viento, por mucho que sus palabras queden impresas en cuantos medios tecnológicos existentes queden registradas.
Se da una paradoja en este último caso, cuando queda constancia escrita, y sin embargo la memoria colectiva se encarga de olvidar casi con efectos inmediatos, de tal forma que será el viento, una vez más, quien se apropie del texto, pues el rechazo popular obrará el milagro de desterrar de sus mentes unos textos que nunca existieron, salvo que con el tiempo pudieran ser utilizados contra sus autores, con la sabia intención de recordarles sus mentiras y falsedades que no obstante, como damos por hecho en la mayoría de los casos, no habrá lugar para ello, no habrá sitio ni siquiera para el recuerdo pues caerán en el olvido.
Quedaron atrás aquellos tiempos en los que la palabra dada bastaba para llegar a un acuerdo, asegurar un contrato o sellar un compromiso. El honor y la dignidad personal estaban a una gran altura, a un nivel tal como en el que en sentido contrario les falta a nuestros representantes políticos, sociales y económicos, desprovistos de una honradez y una seriedad de la que carecen en su mayoría.
La palabra de aquellos, permanecía, era sagrada, no se la llevaba el viento. La de estos, apenas emitida, desaparece, es transportada por el Dios Eolo y depositada allí donde habitan el engaño y la mentira, de donde jamás saldrán, en aras de la dignidad y la honradez humanas.

martes, 6 de agosto de 2013

UNA MENTE BRILLANTE

Al margen de esta endiablada crisis que todo lo contamina con sus nefastos y persistentes efectos que nos limitan y ponen freno a la hora de emitir juicios, críticas y valoraciones sobre temas diversos, como los que versan sobre las esencias más humanas que nos obligan a adoptar una determinada postura, a elegir una posición con la que más nos identificamos, ignoro, decía, si en estos tiempos que nos ha tocado vivir, la farsa constituye una forma de vida cada vez más notoria y notable, hasta el punto de haberse convertido en una filosofía de vida que asumimos sin haberlo racionalizado de una forma plenamente consciente.
Una farsa, una dramatización continua y constante, interpretando cada uno el papel que le ha correspondido dentro de una obra que no ha escrito, donde asume el rol asignado, con escasas oportunidades de alterar las situaciones donde se desenvuelve y con una nula capacidad de improvisación, salvo que nos erijamos en autor e intérprete, en creador y protagonista, en escritor y actor, logrando con ello un auténtico y decidido control sobre nuestra existencia, algo que nos permitiría un margen de maniobra tal que nos abriría los espacios de la farsa de tal forma que podríamos movernos en ella con suma facilidad.
Pero la realidad es, generalmente, otra muy distinta y distante, donde muy pocos tienen plena posibilidad de decisión sobre sus vidas, dejándose llevar por una corriente que les arrastra sin remisión, y más en los tiempos actuales, donde las gentes se encuentran inermes, a la defensiva, sin posibilidad alguna, salvo contadas excepciones, de poder elegir y poner en valor sus potencialidades, que en la mayoría de los casos quedan ocultas, veladas por unas perspectivas de futuro tan oscuras que impiden el desarrollo de unas mentes que podrían brillar si tuvieran la oportunidad de demostrar unas capacidades que se les niega ya de partida al no poder ponerlas en cuestión ante un mercado laboral que parece haber desaparecido, dejando en un absoluto vacío las esperanzas de unos ciudadanos que buscan un trabajo para sobrevivir.
Los pocos que lo logran, han de pasar unos filtros tan agudos y sutiles, que rozan la perfección en todos los sentidos, tanto técnicos y de capacidad, como éticos  y estéticos, habiendo adquirido estos últimos una importancia de tal calibre, que sin una buena presencia, sin un porte más que correcto, sin un estilismo muy determinado por las exigencias sociales imperantes por la empresa moderna, no tendrá la mínima oportunidad de lograr su objetivo.
Admiro profundamente a esas gentes que todo lo han tenido en contra, que se les ha negado hasta la apariencia externa, hasta el aspecto físico, que pertenecen al grupo de los más desvalidos, de los minusválidos en suma, en mayor o menor grado, con los que la naturaleza se ha ensañado, hasta el punto de la crueldad más reprobable, más injusta y condenable, alterando su cuerpo de tal forma, que los ha condenado a la marginación social, donde encuentran barreras de todo tipo que les hacen la vida difícil, incómoda e insoportable
Conozco a una persona, a una admirable mujer, cuyo cuerpo es una tortura, una víctima de esas páginas torcidas de la naturaleza que en ocasiones parece esmerarse en retorcer con saña en un violento ejercicio de destrucción corporal que los convierte en un edificio en ruinas, en un suplicio constante y perverso que los impide caminar con normalidad, que los priva de los movimientos más habituales más necesarios, donde el simple hecho de sentarse, de ponerse de pie, de subir o bajar a un automóvil, se convierte en una acción complicada y desesperante, que no obstante llevan con infinita resignación.
¡Pero qué mente tan brillante y lúcida habita en tan atormentado cuerpo! Inteligente y sumamente capaz, es exigente consigo misma hasta la perfección, la mismo que espera de sus subordinados, que la admiran y respetan precisamente por ello, por su tesón y  fuerza de voluntad y por el hecho de que haya sido capaz de llegar a un puesto directivo a base de esfuerzo, inteligencia y capacidad.
Me veo en la necesidad de puntualizar que esta admirable mujer trabaja en la Administración, donde ha ido escalando puestos a base de superar duras y complicadas oposiciones, una tras otra hasta lograr sus objetivos. Muy distinto sería en la empresa privada, donde la farsa a la que aludíamos en principio adquiriría pleno sentido, y donde personas como la que cito, casi con absoluta seguridad, no pasarían el primer filtro, el del aspecto físico, donde serían rechazadas sin permitirles demostrar sus brillantes capacidades.
La estética en este caso, está por encima de todo. La inteligencia, puede esperar.

domingo, 4 de agosto de 2013

UN CURA ARGENTINO

No lo he podido evitar. Existen temas que por su propia naturaleza me merecen un cierto rechazo que me llevan a dejarlos de lado, a obviarlos en cierta manera, a no considerarlos, hasta el punto de no pronunciarme sobre los mismos, debido fundamentalmente a una ideología agnóstica que me conduce en ocasiones a no tomar en consideración asuntos, que aunque no quiera, soy plenamente consciente de que son de tal relevancia, que aunque intente marginarlos, no debiera hacerlo, pues los acontecimientos que afectan en general a grandes sectores de opinión, están ahí y son tan tozudos, que por mucho que intente darles plantón, continuarán latentes ahí, en este mundo globalizado y afectado por unos medios tecnológicos a los que no se les escapa acontecimiento relevante alguno, y éste, al que me voy a referir, lo es, por mucho que intente quitarle importancia o restarle una publicidad, que de todas formas posee a raudales.
Con ese aspecto desgarbado, de cura antiguo de pueblo – de alguno que yo recuerdo, que no de todos -  de aquellos curas que había en cada aldea, por pequeña que fuera, de aquellos que no se distinguían precisamente por hacer y deshacer a su antojo en todos los sentidos, de los que no necesitaban que les besasen la mano, que bailaba en las fiestas recogiéndose la sotana o jugaba al fútbol con los niños o se tomaba unos vinos en el bar mientras jugaba al mus con las gentes del pueblo y dedicaba su tiempo a los que le necesitaban, que no obligaba a ir a misa, ni a confesarse y que siempre estaba visible para todo y para todos, con ese parecido, digo, y salvando las necesarias distancias, se nos ha presentado de improviso un Cura Argentino que viste de blanco y reside en Roma, en el Vaticano.
El Papa Francisco, Francisco más bien, a secas, como le llaman y parece ser que desea ser llamado, ha irrumpido en sus dominios como un elefante en una cacharrería, con unos andares de parroquiano más que de Papa, con una insultante soltura impropia de quien ocupa el sillón de Pedro, con una sonrisa perenne y contagiosa, que deja a años luz a su predecesor Ratzinger – que por cierto sigue sin abandonar su sotana blanca de Papa – que no se distinguía precisamente por su alegría, sino por ser un estudioso teólogo, al contrario que Francisco, que parece, o al menos intenta, estar más cerca de la realidad de la calle, de los necesitados, de la misión que le corresponde a una Iglesia que nunca ha ejercido de defensor de los pobres.
Contemplo cómo se desenvuelve, andando a zancadas, sin muestra alguna de boato o de ceremonial, que era muy propio y acentuado en sus antecesores, sonriendo, con una sencilla sotana y un humilde crucifijo, y no puedo evitar un mínimo sentimiento de simpatía hacia alguien, que además, habla nuestro idioma, que siento más próximo por el hecho de que no parece un Papa al uso, con ese aire de cura bonachón y simpático, sencillo y campechano, que no obstante tiene una enorme y complicada tarea por delante, que si quiere llevarla a cabo, tendrá que luchar contra una Curia Romana que no va a permitir de ninguna manera – que se lo digan al pobre Juan Pablo I – que alguien venga a trastocarles sus planes.
Le deseo suerte a Francisco, un hombre que ha sido elevado a la dignidad de Papa, pero que no parece querer aparentarlo en exceso, que desea ser y estar más cerca de los humildes, de los pobres, de los menesterosos. Difícil misión la suya si de verdad pretende cambiar una Iglesia que lleva dos milenios anclada en unas posiciones que le alejan de su auténtica misión, que no es otra que la de estar del lado de los desheredados de la Tierra 

sábado, 3 de agosto de 2013

UN TIEMPO EFÍMERO Y FUGAZ

Nos maravillamos con frecuencia del legado que nuestros ancestros nos dejaron en el terreno de las artes, sobre todo de aquellas manifestaciones que son más visuales, más al alcance de todos, que podemos observar directamente, sobre la marcha, sobre el terreno, a pie de calle, como la arquitectura, por ejemplo, donde podemos contemplar con un infinito y agradecido asombro las majestuosas catedrales, las espléndidas colegiatas, abadías y preciosas, pequeñas y delicadas ermitas, iglesias, cenobios prioratos, así como los soberbios acueductos, los encantadores monasterios y conventos, los exquisitos palacios y palacetes, obras hermosas y bellísimas que llevaron cientos de años construirlas, con infinita paciencia, con admirable maestría, con dedicado amor, pero sobre todo, con paciente y relajado espacio de tiempo por delante para llevar a cabo una ingente y preciosa labor artesanal, que fuera admirada por las generaciones venideras que les sucederían para el disfrute, asombro y deleite, de quienes tienen la suficiente capacidad para valorar estos tesoros artísticos y  extasiarse ante su contemplación.
Emociona, fascina y hasta conmueve, pensar que los maestros albañiles, carpinteros, plomeros, vidrieros, joyeros, plateros, orfebres, fundidores, campaneros y otros admirables artesanos, empleaban su tiempo, su total dedicación y entrega, a la creación de tan magníficas obras, durante largos períodos, sin prisas, sin las tensiones que hoy sufrimos y que nos llevan a producir objetos sin valor alguno en cantidades enormes, con una ausencia completa del sentido artístico que ellos poseían, y que nos conduce a generar enormes cantidades de todo tipo de objetos destinados a un consumo voraz, despreciando incluso su regeneración y recuperación mediante la oportuna reparación, sino que los cambiamos por otros nuevos, despreciando esa posibilidad de continuación que nos parece incluso retrógrada.
Dedicar años a la talla de una escultura, de una arquivolta, de un capitel, de una bóveda, de una sillería, de un cuadro, de una composición musical, de un simple sillar de los miles que componen el edificio, es una tarea que hoy se nos antoja imposible, inútil, fugaz, dada la prisa que demostramos en el quehacer diario, que nos está conduciendo a una superproducción absurda y a una falta de calidad y creatividad que nos enfrenta y avergüenza ante aquellos maravillosos artesanos que con inestimable y deslumbrante dedicación, crearon tan hermosas obras que permanecerán para siempre.
Deprisa, deprisa, siempre corriendo, a toda velocidad, sin perder un segundo, en todo lo que hacemos, en todo lo que pensamos, primando al que más corre, al que lo termina antes, al que produce más en menos tiempo, como cuando en el supermercado, las cajeros/os, apenas nos dan tiempo de envasar los productos que a toda velocidad pasan por el escáner, hasta el punto de que en ocasiones en los que estamos solos en la caja, el cajero/a, continúa con la misma vertiginosa rapidez a la hora de despachar los productos, cuando debería hacerlo más despacio, puesto que estamos solos, nadie más espera y podría darse un respiro que ni aún así llega a tomar.
Me encanta el tren, me trae recuerdos nostálgicos de los tiempos en los que en tercera, en asientos de madera, lenta y tranquilamente, con su delicioso traquetear, cruzaba la bella y apacible meseta castellana. Hoy, viajamos a velocidades de vértigo, para ganar apenas unas horas, que nada son en el total de nuestra vida, perdiendo a cambio el impagable disfrute del paisaje que pasa tan rápido, tan veloz, que no nos da tiempo a contemplar un paisaje que ante nuestros ojos pasa breve, efímero y fugaz.

viernes, 2 de agosto de 2013

UN MUNDO OCULTO

         Si levantásemos la sufrida alfombra que se extiende a lo largo y ancho de la gran ciudad, descubriríamos con asombro una  intrincada y tupida red de túneles, que a diferente nivel se cruzan unos con los otros, conformando un mundo oculto y sorprendente, difícil de imaginar desde el horizonte en el que nos hallamos, a muchos metros sobre una superficie que vive al margen de un submundo que se desenvuelve y vive al margen de él, como si no existiese, ignorándolo, pese a encontrarse tan cerca, a sus pies, bajo la jungla de asfalto donde la civilización humana sobrevive en su continua y febril batalla diaria contra las rugientes máquinas que se han apoderado de su espacio vital.
Las bocas de acceso devoran a los viandantes que se sumergen en estos vomitorios donde desaparecen en un mar de escaleras mecánicas que suben y bajan con una lentitud extrema, con una rutina desesperante, paciente, imperturbable, transportando a los inmutables pasajeros que se dejan llevar por ellas en su imparable y repetitivo transitar, sin descanso, sin tregua alguna posible, ajenas a la carga que transportan, como escalonados caballos de metal.
Simultáneamente, sin descanso, desde el alba hasta el ocaso, emergen desde esas profundidades hasta la superficie, en busca de la luz y del constante, frenético y agitado mundo donde las gentes se incorporan a la exaltada y vibrante actividad que reina en las convulsas calles, donde apenas unos espacios mínimos se han cedido a los viandantes a costa de entregar el resto a los automóviles que se han erigido en dueños y señores de la colmena, donde se hacinan millones de seres humanos, en una irreconocible mezcla de seres vivos y máquinas metálicas, que con una frecuencia fija y constante, conceden un pequeño respiro a los peatones con el objeto de que a través de un espacio mínimo crucen sus dominios de un lado al otro de una calle que sufre el maltrato de unos y otros las veinticuatro horas del día.
Mientras tanto, en el interior de las catacumbas mecanizadas del siglo XXI, los trenes de viajeros se mueven por las oscuras galerías en busca de las estaciones donde los habitantes de las cavernas de hoy en día, esperan su llegada, para ávidamente penetrar en sus entrañas, al tiempo que descienden los viajeros procedentes de cualquier rincón de una ciudad subterránea que apenas descansa.
Contemplar a los ocupantes de estos vehículos de los sótanos profundos de las modernas ciudades, es llevar a cabo un viaje alrededor del mundo. Ciudadanos de todas las nacionalidades, razas y procedencias, ocupan sus lugares, aferrados a las barras para mantener la difícil verticalidad en un medio donde los movimientos del tren y los empellones a veces continuos debidos a la masificación, tienden a desplazar a sus ocupantes, mientras los afortunados viajeros que ocupan los contados asientos, disfrutan del cómodo viaje que ellos los deparan.
Observar a los pasajeros, es una distracción más para quién no tiene prisa alguna y siente curiosidad por contemplar sus gestos, sus movimientos y sus actitudes durante el viaje. Absortos en sus pensamientos, mirando a un punto fijo o curioseando a su vez a otros compañeros de viaje o ensimismados en el artefacto tecnológico que mantienen en su mano, leyendo en un libro electrónico o en el clásico de papel, escuchando música, charlando con su acompañante, hablando por el móvil, o el grupo de jóvenes que sujetos a los amarres del techo, se disponen en círculo charlando y sonriendo abiertamente, proporcionando con ello un toque de  algazara y júbilo dichoso que llena de una alegre y gozosa luz las oscuras entrañas de la ciudad.

jueves, 1 de agosto de 2013

EL PATRIOTA

        Nada es para siempre. Llegamos este Mundo sin ser consultados acerca de nuestras intenciones al respecto y lo hacemos de una forma circunstancial y azarosa en un lugar determinado del planeta, en un país que nos va a marcar para siempre, donde aprenderemos el idioma y las costumbres propias del mismo y lo haremos dentro de una familia donde seremos más o menos afortunados, más o menos felices, con un pan bajo el brazo o desnudos desde el primer al último de nuestros días, agraciados o desgraciados físicamente, con impecable moral o con una ausencia total de ella, amantes de la estética o sin haber podido acceder a semejante percepción humana, afortunados en el color de la piel, porque tienda a la inmaculada blancura que nos redimirá ya desde el principio, o del oscuro color que denota la ausencia de luz, o de otros tonos y texturas que no nos favorecerán y que tendrá consecuencias nefastas en nuestras vidas.
Residiremos en una mansión, en un palacio o en un piso dentro de la colmena que rebosan las ciudades y estaremos destinado quizás a ser notables personajes afortunados en la vida social, laboral y familiar, o simplemente pasaremos desapercibidos por la vida, siendo uno más en la cadena,  o quizás nazcamos en una chabola de un mísero poblado en sus afueras, o en una choza, en una cabaña de madera y barro en una región apartada de la civilización, donde ni siquiera pasarás desapercibido, porque no podrás salir del fango en el que has tenido la desgracia de nacer, y en cualquier caso, por el hecho de nacer precisamente allí, te adjudicarán un País, pertenecerás a una Nación y te marcarán desde ese momento como un ciudadano con una Patria, con la que contraerás entre otras una obligación: la de ser un Patriota.
La imagen del orgulloso ciudadano americano con la mano en el pecho mientras entona el himno nacional, o situado en el porche de  su casa, donde ondea altiva la bandera del país, es de sobra conocida y divulgada por todo el mundo. El mismo ciudadano que conoce la trayectoria imperial de un País que interviene en todo el mundo, haciendo y deshaciendo gobiernos a su antojo, que masacró y desterró a sus primitivos habitantes, que mantuvo una política social racista vergonzosa que aún persiste en algunas de sus formas, es el que con la emoción a flor de piel, apasionado y enfervorizado, defiende pese a todo a capa y espada sus amadas enseñas nacionales.
Qué se le puede pedir en este aspecto a los parias de la Tierra, que son una grandísima parte de la población, cuando su propia Patria los relega a ciudadanos sin derecho alguno, abandonados, olvidados por ella, si no perseguidos, resignados a sobrevivir en chabolas insalubres, bien en las periferias de las ciudades, bien en las selvas, desiertos, sabanas o inmundas regiones, desde donde intentan huir hacia una civilización occidental donde los rechazamos y donde de todas las formas sus posibilidades de futuro son tan escasas como la ilusión y la esperanza que el resto del mundo les ha negado.
No te preguntes qué puede hacer tu País por ti, sino que puedes hacer tú por tu País, afirmaba el presidente Kennedy, en un arranque, no sé si de sinceridad presidencial o de burda proclama política. Que se lo pregunten a los desheredados del Planeta, a los que hemos citado anteriormente, a los ciudadanos de nuestro País, que contemplan con un inacabable asombro, cómo la clase política, la clase dirigente, los que deberían estar al servicio de la sociedad, se llenan los bolsillos a base de corrupción y despilfarro, cuando con una mano saludan a la bandera y con la otra recogen el sobresueldo, las comisiones y las corruptelas varias, al tiempo que cantan el himno y nos piden que en acto de patriotismo, aguantemos la tormenta que ya llevamos soportando demasiado tiempo.
La barbarie, la crueldad y la atrocidad más inhumanas, se han dado en ocasiones a la hora de defender a la Patria. Espantosos hechos de una brutalidad y salvajismo sin cuento se han dado por parte de los denominados patriotas – que aquí, en este País también hemos sufrido -  que en aras de la defensa de una bandera, un himno y una lengua, han llegado a extremos de una ferocidad tal, que con una impiedad absoluta y brutal hacia los demás, han segado la vida de cientos de personas, niños incluidos, sin que mediase afrenta alguna hacia ellos, sin que hubiesen sufrido mermas en sus derechos, sin que sus personas y posesiones hubieran llegado a ser ultrajadas, única forma de entender una defensa propia, siempre sin recurrir a una violencia que siempre ha de constituir el último recurso.
Frases sobre la patria, ensalzándola y glorificándola, hay a miles y desde los tiempos de la antigüedad. Acertadas pocas. Se dicen amantes de la misma, los que continuamente ondean la bandera, cantan el himno y se llenan la boca de enfervorizas consignas y altisonantes expresiones pretendidamente patriotas. La Patria es el mundo en el que estamos y al que vivimos atados a nuestro pesar. No todos los ciudadanos del mundo pueden sentirse orgullosos de su patria, Más bien, parece claro que una gran mayoría no lo está, lo estaríamos, y más de nosotros mismos que de la denominada Patria, cuando consiguiésemos la igualdad y el bienestar universal para todos, sin distinción alguna.
Sin banderas, sin himnos. Eso sí sería un verdadero acto de patriotismo.