Persiste este País en su empeño
por mantener unas incongruencias históricas, que como tales, nos desacreditan,
a la par que en ocasiones nos desautorizan, ante el resto del mundo en general
y ante una importante mayoría del país en particular, sin que ello suponga el
menor obstáculo para que nada cambie, instalados como estamos, en la torpeza
que las cegueras históricas suelen arrostrar.
Desatinos que a lo largo de
nuestra historia más reciente, nos han llevado a mantener unos hechos y unos
comportamientos impropios de un país occidental, moderno y con una tradición
cultural e histórica Europea, que debería echar por tierra tantos y tan pertinaces errores, que entran en el terreno
de la paradoja y de la irracionalidad más inexplicable.
En unos casos, nos empeñamos en
que nada cambie, por el hecho de que ello supondría romper definitivamente con
un pasado, con el que no estamos de acuerdo, pero que es mejor olvidar, con el
objeto de no traer a colación aquellas vergüenzas que nos aquejan aún, pero que
preferimos dar de lado, hasta que el paso del tiempo traiga el olvido y todas
sus indeseables y forzadas consecuencias.
En otros, consideramos que la
identidad nacional quedaría seriamente dañada si decidimos dar un paso que nos
acercaría a una modernidad de la que parece queremos alejarnos, en una
inexplicable demostración de un despropósito que más se acerca a la necedad que
a la lógica y sabia decisión de abandonar la barbarie.
En los más, sólo caber pensar
en una ridícula demostración de un orgullo nacional patrio, de cuya dejación no
cabría esperar otra cosa que entrar en el terreno de la racionalidad y el
conocimiento, propios de una país moderno y avanzado, pero que chocaría con las
más rancias y cutres esencias nacionales, que no hacen, sino ofrecer una penosa
imagen de un país sumido en el costumbrismo más anacrónico.
Penosa es la imagen del
folclorismo vulgar y decadente que nos sigue azotando, proveniente de las capas
más tradicionales y menos interesadas en una formación cultural, de la que
hacen continua dejación, que denotan una ausencia absoluta de una preparación
ética y estética, que raya en la vulgaridad, la ordinariez, y el sentido más
chabacano y trivial, que de ninguna manera puede ni debe representar a nuestro
País.
Lo más triste y deprimente de
este deplorable folclorismo, es el hecho de que entre la juventud tiene aún
demasiados adeptos. Se halla arraigado en exceso, hasta el punto de que, aunque
en términos absolutos no son multitud, en términos relativos son siempre
excesivos, pues representan la negación cultural más acendrada y anacrónica,
así como una lamentable tendencia hacia una manifestación que se opone
frontalmente al desarrollo y cultivo del amor por el arte y la belleza.
Pero con todo, lo más preocupante
es el mantenimiento por un importante sector de la población, aunque
afortunadamente cada día más en baja, de costumbres y tradiciones basadas en la
falsa y cruel cultura de la barbarie que lleva consigo el derramamiento de
sangre de animales, a los que se les sacrifica en aras de una diversión
inexplicable, que llaman fiesta nacional, a la que incluso le conceden el
ridículo calificativo de arte.
Nadie puede explicarse cómo
pueden existir aún monumentos en sus diversas manifestaciones que homenajean y recuerdan
a siniestros, tétricos e impresentables personajes, que proceden de los tiempos
de la dictadura, en un acto incalificable que nadie debería rememorar si no es
para ponerles como ejemplo de todo aquello que jamás debió suceder y como medio
de evitar que tamaños actos de vil y despiadada crueldad contra los hombres,
las ideas y la libertad, de la que fueron autores, nunca más vuelvan a tener
lugar.
Resulta penoso y triste, tener
que aceptar que las heridas de la espantosa contienda que ensangrentó nuestro
País, aún no se han cerrado. No tiene justificación alguna, que a estas
alturas, miles de tumbas anónimas continúen repartidas por todo el territorio
nacional, sin que nadie se ocupe ni se preocupe de conocer quienes allí están enterrados,
en un infame acto, que pese a que los estamentos oficiales se empeñan en que el
olvido lo cubra todo con su oscuro manto, los descendientes, hijos aún y sobre
todo nietos, siguen reclamando haciendo uso de su derecho a conocer una verdad
que se les niega.
El último disparate, tan
flagrante como los ya expuestos, es el que pone de manifiesto la falta de
respeto por parte de los medios oficiales de un principio que consagra nuestra
Constitución, que es el de la no confesionalidad del Estado Español. De él
hacen dejación, tanto tirios como troyanos, a la hora de llevar a cabo actos
oficiales que incluyen su presencia en templos católicos, así como la de
mantener un Concordato que sitúa a esta confesión religiosa en una posición de
privilegio a la que de ninguna forma tiene derecho.