Una de las consecuencias de la
supuestamente pasada crisis, que este País ha sufrido, y pese a las dudas que
muchos plantean, aún sufre, vistos los destrozos por ella causados, que son
plenamente visibles y lo que es peor, desdichada y duramente sentida en propia
piel, por quienes más la han soportado, es el hecho manifiesto de que ha dejado
tras de sí, no sólo el sufrimiento en la gente, en sus muchas vertientes, sino
en la ética y en la estética de todo cuanto nos rodea.
Como subproducto de la misma,
ha quedado una innumerable y trivial estela de espacios comerciales de diversa
índole, que se han acogido a la más vulgar y chabacana cultura del mal gusto y
de la trivialidad más tosca que podíamos imaginar, fruto de una cesión de
locales, venta o alquiler, por parte de quienes no pudiendo mantener su pequeño
negocio, por la bajada en picado de las ventas y otros problemas derivados de
estos malos tiempos, han tenido que desentenderse de él y dejarlo en manos de
quienes mantienen una política comercial muy diferente a la de sus antiguos propietarios.
Y así, nos encontramos con
calles enteras de grandes y pequeños ciudades, donde los locales comerciales de
toda la vida, con un sello de autenticidad y permanencia demostrada a lo largo
de muchos años, han sido reemplazados por otros – generalmente adquiridos por
propietarios foráneos - manteniendo la misma o diferente actividad, pero con
una impronta de calidad y garantía que han dejado el listón excesivamente bajo,
hasta el punto de resultar irreconocibles.
El mal gusto, la ausencia de
condiciones mínimas, incluso higiénicas en algunos casos, de una estética
ordinaria y vulgar, con unos productos, que casi siempre, y a simple vista,
salvo raras excepciones, desmerecen una calidad mínima, tanto ética como
estética, a la que nos tenían acostumbrados los anteriores dueños, que ven
ahora, cómo su local y sus productos, no
están a la altura que solían.
No se trata de exigir una
altura de miras tal que sólo acepte establecimientos y locales de primer orden,
de un gusto exquisito, con unos precios alejados de la realidad que vivimos. En
absoluto. Se trata simple y llanamente de lamentar una pérdida de tantos y
tantas pequeñas actividades con auténtica solera alguna de ellas, que
ofrecieron durante muchos años una imagen y un saber estar y vender que
agradaba y atraía a los clientes, y que ahora presentan, muchos de ellos, una
pobre y desangelada imagen, que a nadie favorece.
Hacía años que no paseaba por
algunas calles de Madrid, como la Gran Vía, así como la Plaza de España, y me
resultó casi irreconocible. Durante algunos años viví no lejos de allí, y me
resultó descorazonador, contemplar cómo muchos locales con muchos lustros de
bien ganada tradición habían desaparecido.
En su lugar, se hallaban otros,
cuyo simple aspecto exterior, repelía el sentido por la más elemental estética,
con actividades que jamás antes habían tenido cabida en una avenida como la
citada, donde el paseante disfrutaba simplemente con el típico paseo para ver
las tiendas y sus escaparates, antes de
entrar a unos cines que ya no existen.
Es el reino de la mediocridad,
del igualar a todos por abajo, de la falta de una exigencia mínima de un
exigible sentido de la estética, y por supuesto de la ética, en una afán de
bajar costos, del todo vale a costa de bajar una calidad y un buen gusto, que
repercute en el consumidor de una negativa y desagradable forma.
Son los desastres de la crisis.
Uno más a sumar a una historia decadente. En este caso comercial, que no
humana, que siempre es mucho más cruel, triste y lamentable, y que ha dejado
unos irreparables destrozos en las vidas y haciendas de las gentes.
Un retroceso en todos los
órdenes, que no se remediará quizás nunca, y que dejan un rastro de vulgaridad
y miseria que nos acompañarán durante demasiado tiempo, fruto de la insensatez,
siempre atribuible a la condición humana.