jueves, 28 de abril de 2016

LA HORA DEL ÁNGELUS

Afloran con inusitada frecuencia, a la vez dulces y sutiles, los evocadores recuerdos que se apoderan de mi, cada vez que regreso a la casa del pequeño y encantador pueblo segoviano donde di en nacer hace ya demasiados años, situado en la falda de la cara norte de Somosierra.
Un encantador lugar, dominado por un arco de sierra de casi ciento ochenta grados, cubierta de un manto blanco durante el duro y largo invierno, y de una capa de un ligero y gris azulado, el resto del año, salvo en la explosiva y radiante primavera, que todo lo inunda de un luminoso color verde.
Abandonar la carretera que conduce a Sepúlveda, Segovia capital, Cantalejo, y otros pueblos de la provincia, supone adentrarse en  un pequeño trecho de apenas quinientos metros, flanqueados por pequeños y delicados huertos, plantíos de chopos y álamos, que nos dan la bienvenida a uno de los encantadores pueblecitos de la comarca y tierra de Sepúlveda, que en su tiempo dieron en denominar Duruelo.
La entrada nos regala la visión de las primeras casas, todas ellas dispuestas a la izquierda de una carretera que camina en dirección a Duraron y sus Hoces, serpenteando desde el comienzo al final, dejando a su derecha las verdes praderas y tierras de labor, que llegan hasta el río Duratón, el monte, y al fondo, omnipresente y vigilante, la sierra que todo lo preside y domina, con sus brazos abiertos, en un gesto de protección hacia los campos, los pueblos y las gentes que se hallan en sus estribaciones.
Apenas entramos en el pueblo, giramos a izquierda por una de las primeras calles, bordeadas por casas de una planta, de un blanco impoluto, de recia figura, de aspecto sólido y firme, bien cuidadas, de recios y pétreos muros, siempre dispuestas para acoger a sus fieles moradores.
Llegar a la casa que construyeron mis padres hace sesenta años, es entroncar con mi más tierna infancia. Recuerdo vagamente, como se empezó su construcción, cómo los albañiles de Santa Marta del Cerro, un pueblecito próximo, se afanaban en los cimientos de la fachada, y cómo los gruesos muros iban ascendiendo en su viaje vertical, abriendo a su paso las ventanas y el balcón, orientado hacia la imponente Somosierra, cuyas espléndidas vistas constituyen todo un privilegio para quién quien tiene la suerte y la fortuna de disfrutarlas.
Entrar en ella, después de pasar através de la verja que da paso al espacio verde y deliciosamente ajardinado que preside toda la fachada, supone contemplar la escalera, al pie de la cual tengo la inefable foto de la comunión, que conservo como un pequeño tesoro, vestido de etiqueta, con el riguroso y elegante traje que entonces se llevaba para tan solemne ocasión.
Es la imagen más nítida que mantengo de aquel tiempo tan pleno de magia e ilusión como de permanente felicidad que nos regala la infancia durante esos entrañables e irrepetibles años, que son un regalo que la vida nos hace, y que jamás nos volverá a dedicar, ya que es un terreno que pisamos una sola vez en nuestra existencia, que deja unas huellas indelebles para el resto de nuestros días.
Recorro cada una de las estancias, comenzando por la planta de arriba, que conserva intacto, pese al paso de los años, un suelo de madera, sin brillo, pero con toda su natural y robusta nobleza, de la que no parece haber perdido ni un ápice pese al largo e inexorable transcurrir de los años.
Abro las puertas que dan acceso al pequeño y en apariencia frágil balcón, suspendido sobre el jardín, y contemplo las maravillosas vistas que la visión de la sierra y de los bosques de encinas y robles depara, a la par que respiro honda y profundamente, en un gesto que tiene más de pulso instintivo que de acción voluntaria, pues el aire fresco y puro tiende a desatar los más naturales y espontáneos gestos humanos, ante la contemplación y deleite de la naturaleza en estado puro.
Un paseo por la amplia cámbara, término con el que se designa por estos lares al desván o sobrao, como por otros lugares se conoce, es llevar a cabo un viaje por el tiempo transcurrido en estos sesenta años. Algo que hago con frecuencia, y que me sigue sorprendiendo, como si el tiempo se hubiera detenido, como si tantos objetos y muebles que anduvieron por la casa, se hubieran retirado allí a descansar.
Allí se pueden encontrar numerosos libros relacionados con la profesión que ejerció mi padre, que fue secretario de ayuntamiento de Duruelo y de varios pueblecitos más de los alrededores. Libros de administración local, de lecturas diversas, y algunos ejemplares muy antiguos, que he decidido restaurar. Merecían la pena. Todos ellos en estanterías cubiertas de polvo, en cajones y en muebles que aún se mantienen en pie.
Ollas enormes de cobre, dónde se cocían las morcillas de la matanza, aperos de labranza y objetos de todo tipo, que se han conservado, más por inercia que por la utilidad que dudosamente puedan a estas alturas deparar, a quien no obstante se deleita con su visión.
Baúles de varios tamaños, con objetos de todo tipo y condición, ya sea ropa, más libros, revistas, cajas de metal y de madera. Arcas y arcones, que debidamente restaurados, harían las delicias de los amantes a los muebles antiguos, para espacios, ambientes y casas rurales, fundamentalmente, dónde sin duda, cobrarían nueva, radiante y desbordante vida.
Bajo de nuevo y entro en la acogedora cocina, el aposento de la casa del que más  recuerdos atesoro, porque allí pasábamos casi todo el día, en compañía de mis recordados padres, a los que sigo viendo allí, sentados al amor del brasero, sobre todo en las largas noches del interminable y helador invierno, con la cocina económica proporcionando un agradable y tibio calor gracias a los leños de roble y encina que la alimentan.
Instintivamente dirijo la mirada hacia arriba, hacia una de las esquinas, hoy vacía y entonces el lugar dónde encontraba acomodo el aparato de radio, todavía hoy en perfecto estado de uso. Sustentado en un poyete de madera, y cubierto por el pañito de encaje que mi madre amorosamente tejió a mano.
Presidía desde su privilegiado lugar la acogedora estancia, siempre dispuesta para hacerse oír, a casi todas las horas, ya fuera el diario hablado de las catorce treinta, las radio novelas de parte tarde, y tantos otros programas habituales que lograban entretener y deleitar a la pequeña y agradecida audiencia que los seguía cada día de forma incondicional.
Recuerdo de una forma un tanto especial uno de ellos, que apenas duraba un par de minutos, pero que se me ha quedado grabado, quizás por lo que de recogimiento tenía, que lograba sobrecogernos, al tiempo que alteraba la tranquilidad diaria con su mensaje inalterable a lo largo de tantos años. Era de contenido religioso e interrumpía la programación siempre a la misma hora: La hora del Ángelus.

jueves, 21 de abril de 2016

LA COBARDÍA EN POLÍTICA

Se agotan ya los adjetivos con los que se ha calificado hasta ahora el presente proceso político que, si alguien no lo remedia, culminará con la convocatoria de nuevas elecciones, lo cual no es sino la expresión de la incapacidad humana para el entendimiento en nuestro País, tan acostumbrado a intentar auto destruirse, tal como dijo en su momento el llamado Canciller de Hierro, Otto Bismark, y que nos convertía, según él, en el país más fuerte del mundo, pues llevamos siglos intentándolo, sin haberlo conseguido.
No es mérito alguno, sino más bien todo lo contrario, un peligroso juego, inaceptable y sumamente delicado, que deberíamos rechazar con todas las energías posibles. Pero no anda muy lejos el susodicho personaje cuando nos considera capaces de terminar con esta España tan acostumbrada a verse maltratada de obra y palabra, no solamente por nosotros, sino por el resto del mundo civilizado.
No suena en mis oídos a alabanza alguna el susodicho comentario, ni deseo alguno albergo de que un aciago día pueda convertirse en realidad, pese a que nuestros denostados políticos parecen empeñados en ello, en llevar a término tan perniciosa y negativa hazaña, en el día a día insoportable que nos suelen regalar desde el comienzo de los tiempos.
Algo que en el presente han logrado superar con creces, alcanzando la cima más alta posible, dando lugar a una situación que promete arrancar nuevos epítetos cada día menos poéticos y más agresivos y lacerantes por parte de unos medios de comunicación a los que les faltan ya páginas y horas para dar cuenta de un escenario que no da respiro alguno.
Cada día un nuevo acontecimiento nos despierta, que los profesionales de los medios tratan de interpretar de inmediato como un giro de noventa grados unas veces, de ciento ochenta en otras, que suelen quedarse en maniobras de trescientos sesenta grados las más, es decir, de volver al mismo punto de partida, de donde no debieron salir nunca, visto ahora desde una perspectiva que nos permite visualizar la historia de un despropósito monumental de proporcionas cuasi bíblicas.
Tertulias, coloquios, debates, discusiones, mesas redondas, alocuciones, charlas y entrevistas están proliferando por doquier, siempre con el mismo tema, con los mismos argumentos y cómo no, con las mismas conclusiones, cada uno enrocado en su rico mundo interior. Día tras día, así llevamos todo un precioso tiempo perdido, que pese a todo y a todos, no tiene explicación razonable alguna.
Un mundo de opiniones que visualizamos, leemos, oímos, y que se convierten a su vez, en auténticas peleas dialécticas entre amigos, vecinos, compañeros de trabajo, que están convirtiendo a este País en un descomunal plató, dónde se escenifica un gigantesco y plural debate que no lleva a ninguna parte, con tantas y tan diversas opiniones como grupos y subgrupos surgieron de unas elecciones que seguramente habrá que repetir, para  regresar a la misma desdichada representación teatral que hoy contemplamos.
Pero hay un adjetivo que aún no he escuchado acerca de esta absurda y aburrida comedia, dónde los diálogos de sordos y los egoísmos personales y de partido, han prevalecido muy por encima de la lógica, la sensatez y la razón que se les exige a los que han recibido el mandato ciudadano.
Dicho adjetivo se infiere y declina en todas sus formas, aplicándolo a una manifiesta, pertinaz y perversa cobardía mostrada por nuestros representantes políticos, incapaces de mostrar la valentía necesaria para llegar a los necesarios y urgentes acuerdos, olvidando sus rencillas, sus inconfesables y a veces oscuros intereses, que están llegando al terreno de la ofensa personal, y a la actitud manifiesta de una enemistad que los desacredita definitivamente a los ojos de la ciudadanía.
Para ello se exige un punto de coraje, arrojo y audacia, que son capacidades manifiestamente ausentes en los actuales responsables, y que deberían determinar quienes pueden y deben representarnos y quienes habrían de dejar paso libre a aquellos que valiente y responsablemente tengan el valor de llegar a acuerdos que hagan gobernable este País.

jueves, 14 de abril de 2016

LA SOCIEDAD DEL MIEDO

Condenados a una inseguridad permanente, los ciudadanos del mundo se preguntan por qué han de sentirse inmersos y  continuamente en un estado de alerta, si ellos no han procurado ni mucho menos provocado una situación que se está convirtiendo en una insoportable obsesión, ante la cual se sienten profundamente indefensos, hasta el extremo de tener siempre presente la posibilidad de poner en riesgo sus vidas, en determinadas circunstancias, cuando hace no muchos años, esto era completamente impensable.
La histeria colectiva que se desata con frecuencia ante determinadas situaciones de aparente peligro, que en realidad es inexistente - baste citar casos en los que un simple objeto abandonado, o un estentóreo ruido en un lugar público, han sembrado el pánico - muestran con toda su crudeza e intensidad, el miedo y la constante tensión en la que vivimos desde hace ya demasiado tiempo.
Buscar las motivaciones y orígenes que han dado lugar a estos comportamientos, es desenredar la madeja que quedó descompuesta hace lustros, cuando occidente se empeñó en intervenir en una civilización muy diferente a la nuestra.
Lo hicieron con la excusa de liberar a los ciudadanos de los tiranos que supuestamente los oprimían, cuando las verdaderas y oscuras razones, no solían ser esas, sino otras sumamente inconfesables, que necesariamente no coincidían con los intereses de los habitantes, que en cualquier caso no habían solicitado ayuda alguna y menos aún en forma de intervención armada con la que actuaron los supuestos libertadores.
Y de aquellos polvos, estos lodos, ya que si a esas desafortunadas e innecesarias acciones que tanto dolor y sufrimiento causaron en la inocente población civil, sumamos el fundamentalismo y la radicalización de quienes siempre han odiado, despreciado y vilipendiado el estilo de vida occidental, sembrando el odio y la intolerancia más fanática, el cóctel de odio, violencia y muerte, está desgraciadamente servido.
Lo hacen en forma de atentados indiscriminados que causan el terror y el pavor en una sociedad occidental, que no sabe cómo combatir a un ejército invisible cuyos componentes no dudan en inmolarse en aras de unas creencias religiosas que les prometen el paraíso tras su mortífero y cruel martirio.
Pretender justificar estas acciones como una justa venganza, es una posición irracional y profundamente injusta, que no cabe en una mente lógica y sensata, que nadie debería concebir, y mucho menos tratar de divulgar, como explicación a estas acciones, que por indiscriminadas y crueles, no tienen cabida en la ética de los seres humanos.
Menos aún cuando las víctimas suelen ser siempre ciudadanos de a pie que ven truncadas sus vidas, como hemos comprobado recientemente en diferentes capitales de Europa y del resto del todo el mundo, aunque en éste último caso, la resonancia que solemos dar en occidente, sea menor, como si esas víctimas, no tuvieran la misma consideración que el resto de los seres humanos.
Una funesta y trágica consecuencia de esta endiablada situación, es la del poder de atracción que sobre los jóvenes de las democracias occidentales están teniendo los autores de estas terribles acciones. Son atraídos por ellos a través de las redes sociales y de otros medios con el objeto de captarlos y ganarlos para sus acciones fanáticas y violentas.
Todo ello en un proceso que nos puede parecer increíble dadas las circunstancias que concurren en todos los aspectos y que llevan a estos jóvenes a abandonar sus hogares e incorporarse a un oscuro y siniestro mundo, donde son utilizados para sus conocidos fines.
No vamos a tener más remedio y opción, que sacrificar parte de nuestras libertades en aras de conseguir una mayor seguridad para nuestra existencia. Al mismo tiempo, las potencias occidentales, deberían cejar en sus continuos intentos de intervenir en una civilización tan diferente a la nuestra, salvo que sea estrictamente necesario como medio de salvaguardar nuestra integridad y seguridad en todos los aspectos.

sábado, 9 de abril de 2016

LA OBSOLESCENCIA POLÍTICA PROGRAMADA

Esta estrategia comercial, también denominada obsolescencia planificada, tiene sus orígenes en el año 1932, cuando un empresario, quiso acabar con la llamada gran depresión, lucrándose con la utilización de esta técnica malvada, que consiste en una sistemática programación llevada a cabo en la etapa de producción.
Durante esta fase, los productos objeto de obsolescencia, se diseñan de tal modo, que se calcula su vida útil, en función de los intereses de la empresa, para que en lafase de producción, se lleven a cabo los procesos necesarios en el empleo de los materiales, tanto en su calidad, como en su cantidad y montaje, para que el resultado final sea el esperado.
Que no es otro que el de la reducción de la vida útil del producto obtenido,siempre con vistas a su reposición temprana, generalmente muy acortada con respecto a una duración, que por las características del bien de consumo adquirido, podían y debían ser más alargadas y duraderas en el tiempo.
Sin duda el gran beneficiado de esta táctica, es el productor, la empresa fabricante, que ve complacido como sus productos son repuestos con mayor frecuencia por un consumidor que no sale de su asombro ante la corta existencia de su bien de consumo, que ha de reponer necesariamente por completo, entero, nuevo, sin posibilidad alguna, o muy escasa y rara, de arreglarlo, reponiendo el componente, a veces insignificante, mínimo y hasta poco costoso a la horas de su reparación.
Nadie se molestaba en reparar nada. Unos porque pensaban que no merecía la pena - preferían otro nuevo, y además pensaban que arreglarlo saldría más caro - y otros porque ni el mercado lo demandaba, ni en todo caso su rentabilidad merecía la pena tal empresa.
Hasta que llegó la crisis, y las penurias económicas, obligaron por pura y urgente necesidad, a no tirar lo estropeado a la primera de cambio, sino a tratar de solucionar el problema, bien mediante la clásica chapuza casera, o bien buscando a quien pudiera, supiera y quisiera desarrollar una labor cuasi artesanal, que conservase la habilidad y el temple necesarios para solventar el caso, desarmando, reparando y/o cambiando los elementos y componentes deteriorados, para volverlo a montar, prolongando así su vida útil, que la dichosa obsolescencia programada, había obligado a reducir sin más lógica y razón que la desaforada ambición del fabricante.
Aplicada a la política y a los políticos, la obsolescencia está servida desde el principio de los tiempos, por muy inmemoriales que estos puedan llegar a ser, así alcancen a la época de los neandertales, con los que los políticos actuales guardan considerables semejanzas que se empeñan en ocultar ante una ciudadanía a la que no consideran más que para lograr alcanzar sus inconfesables metas.
Obsoletos, Anacrónicos, inamovibles dinosaurios, profundamente instalados en las cavernícolas posiciones de donde salieron hace milenios, permanecen inalterados e inalterables, como si nada hubiera cambiado a su alrededor, amarrados como están a su desgastada y sufrida poltrona.
A estos auténticos usurpadores de la obsolescencia, había que aplicarles esta medida desde el mismo momento en que tomasen posesión de su cargo, programando y planificando cuidadosamente su final de ciclo, sin posibilidad alguna de arreglo o reposición de sus componentes defectuosos, con objeto de apartarlos  de la vida pública, salvo unidades muy especiales, que hayan sido reclamados por aclamación, sobre la base de un eficaz y demostrado servicio en pro de la Comunidad a la que sirven. No serían muchos que acogerse pudieran a este bien tan escaso, pero hemos de reconocer, que haberlos haylos. Bienvenidos serían a ese privilegiado y reducido club de la no obsolescencia, política en este caso.

miércoles, 6 de abril de 2016

DOS JOYAS EN INVIERNO

Contemplo fascinado dos bellísimas estampas de mi admirada y hermosa Segovia, pertenecientes a este invierno tan atípico, tan remiso a mostrar su frío y blanco rostro, tan tardío en el tiempo y tan corto en el espacio, algo a lo que no nos tiene acostumbrados.
Se trata de dos fotografías magníficas, tomadas desde el aire, maravillosamente concebidas y perfectamente enfocadas, y resueltas en unas instantáneas dignas de contemplar por su indudable belleza. Una de ellas, muestra toda la inmensa y majestuosa belleza del incomparable y sin par Acueducto, nevado, soberbio, grandioso en su prodigiosa y mágica verticalidad.
Esta admirable construcción, que sigue maravillando a quien lo contempla desde hace dos milenios, constituye un homenaje al ingenio y la capacidad creativa de un ser humano, que ve redimida así, con esta y tantas exquisitas e impresionantes obras de arte, sus errores y numerosos desmanes cometidos a través de su corta historia, jalonada de altibajos a lo largo de toda su existencia.
La segunda fotografía, corresponde a la hermosa y escultural catedral, la dama de las catedrales españolas, en una instantánea que sobrecoge por su espectacular visión cenital, en la que destacan sus estilizados y delicados arbotantes, nevados, de un primoroso color blanco, abrazando las paredes de la nave del imponente y hermoso templo, con el objeto de descargar la presión que ejerce sobre los contrafuertes, culminados por unos afilados y esbeltos pináculos.
Son dos formidables imágenes, que impactan poderosamente en la mente y en la retina del observador, que agradecido, experimenta un inmenso y sutil placer ante la contemplación de tanta belleza, hasta el punto de que la naturaleza, movida por tanta belleza, y en espontánea y fresca actitud, decide colaborar cubriendo estas dos magníficas expresiones del arte creado por el ser humano, con un tibio e inmaculado color blanco.
Solamente el amor por la belleza, la dedicación completa por el arte, y la infinita y agradecida paciencia de los maestros constructores, y de todos los obreros de los múltiples oficios artesanos, integrantes del conjunto humano a lo largo de los siglos, explica el hecho de que generación tras generación, hayan ido pasando de padres a hijos, traspasando sus valiosos conocimientos, en una ceremonia de un profundo contenido ético y estético, que los ciudadanos de los siglos y milenios posteriores, agradeceremos eternamente.
Resulta por ello descorazonador, contemplar cómo una enorme cantidad de preciosas y valiosísimas pequeñas y grandes obras de arte de aquellos sabios y pacientes artesanos, colapsen cada día en una ruina permanente, bajo una intemperie que no tiene piedad alguna con ellas, bajo nuestra mirada desatenta.
 Culpables somos de permitir semejantes desmanes por parte de quienes deberían velar por un legado artístico y patrimonial que nos pertenece a todos y que no merece tamaño desafecto, que raya en el desprecio, al contemplar cómo se construyen auténticos despropósitos, vulgares y espantosamente monótonos.
Emplean para ello, ingentes cantidades de dinero, utilizando el cristal y el acero como únicos materiales, que no parecen tener ni el alma ni la nobleza de la dura y agradecida piedra, todo ello a cargo de supuestos genios constructores, que sin embargo parecen no tener más meta y destino final que lograr el edificio más alto, en una lucha competitiva, absurda y trivial, que salvo honrosas excepciones, no destacan ni por su belleza, ni por su estética, más que dudable, cuya contemplación no consigue, sino una primera y única mirada, que jamás llegará a impactar al observador frustrado ante tanta monotonía.
Recientemente asistí a una conferencia dictada por un arquitecto, profesor a la vez de un instituto de enseñanza secundaria, que logró atraer a un interesado auditorio que llenó con creces la sala donde la intervención tuvo lugar. El título de la charla era muy clarificadora: “la construcción de las catedrales”
Durante una hora, expuso con clara, amena y rotunda sencillez, los aspectos técnicos más interesantes acerca de la construcción de estos soberbios templos, que en algunos casos llegaban a durar varios siglos. Al final, destacó primorosamente el trabajo de los maestros artesanos que trabajaban, modelaban y daban vida a la piedra, mostrando con todo detalle algunas esculturas, nervaduras de las bóvedas, imágenes de las arquivoltas, y tantos otros detalles de diferentes catedrales.
Su lamento final, que fue algo más que el comentario de un profesor arquitecto, fue que le parecía increíble, que hoy en día, con los avanzados medios técnicos existentes, se cometan las barbaridades que a veces contemplamos a la hora de observar una pieza restaurada, fruto de una completa y total ausencia de la exquisita sensibilidad de la que estaban dotados aquellos sabios maestros constructores.

lunes, 4 de abril de 2016

AQUEL AÑORADO COCHE DE LÍNEA

Procedente de Sepúlveda, donde tenía su base y origen, de dónde partía en su lento recorrido a través de los pueblecitos como el mío, Duruelo, llegaba La Rápida, el coche de línea, que tenía como destino Segovia capital, y que diariamente, sin faltar un sólo día, iba por la mañana y regresaba por la tarde, siempre puntual, siempre con el toque de bocina que avisaba de su entrada en el pueblo.
Pese a las frecuentes nevadas y abundantes heladas que teñían de blanco las descarnadas y polvorientas carreteras que por aquel entonces sembraban los campos de Castilla, jamás faltaba a su cita. Era un viejo autobús, de morro prominente, dónde se alojaba un incansable motor que no recuerdo llegase a fallar en ningún momento, lento y ruidoso, con un rugir tan peculiar, que después de tantos años como han pasado, lo mantengo en mi memoria, en el archivo de los sonidos de mi infancia.
Renqueante, el viejo y pesado autobús entraba en el pueblo después de pasar por unas aldeas y pequeños pueblos como Sotillo, a pocos kilómetros de Duruelo. Se hacía notar su llegada, con el ruido característico de su motor diesel, que despedía un penetrante olor, que a los más pequeños nos encantaba, nos embriagaba hasta tal punto, que lo seguíamos por la travesía del pueblo, hasta que desaparecía, camino de la siguiente parada, en su decidido camino hacia Segovia.
La parada en el pueblo, siempre constituía un pequeño acontecimiento, o al menos, así nos lo parecía a los pequeños, que siempre estábamos allí a la hora de la vuelta por la tarde. Era un motivo para reunirse, ya que además, la parada tenía lugar en la puerta de un pequeño bar, donde casi siempre había gente ya fueran clientes del mismo, ya fueran curiosos lugareños que acudían cada tarde con el objeto de ver a los contados viajeros que bajaban, o bien porque fueran a recoger algún paquete que esperaban de la ciudad o de cualquier pueblo del recorrido, o algún encargo particular hecho al conductor, algo bastante frecuente.
Viajar hasta Segovia, poseía un encanto muy especial - Manolo, el conductor, siempre me ponía a su lado, en el primer asiento, cuando iba a examinarme al instituto - sobre todo en invierno, en aquellos inmensamente largos inviernos, eternos, intensamente fríos y hermosamente blancos, que comenzaban en octubre y llegaban hasta finales de marzo e incluso abril, mes en el que recuerdo haber contemplado alguna nevada, algo que hoy resulta extraordinariamente raro, en una estación, que entonces ocupaba la mitad del año.
El viaje desde Sepúlveda a Segovia, solía durar más de dos horas, con entradas y salidas de la carretera principal a recoger a los posibles viajeros, si es que el pueblo quedaba alejado, por infames carreteras, caminos más bien, que maltrataban a la máquina y a los viajeros, que no obstante disfrutaban en santa compaña, pues solían conocerse entre ellos, a base de ser habituales del trayecto y de proceder de pueblecitos, que en ningún caso superaban los cien habitantes.
Después de Duruelo, pasaba por Tanarro y Perorrubio, San Pedro de Gaíllos, La Matilla, La Velilla, y otros, dónde solía recoger por la mañana y devolver por la tarde, a las pocas gentes que decidían ir a la Capital, a resolver asuntos administrativos, a citas hospitalarias, a hacer compras diversas, que tan sólo allí podían encontrarse, a visitar a familiares o a coger La Sepulvedana o la Serrana, con destino a Madrid, pasando por el puerto de Navacerrada, que en invierno casi siempre había que subirlo con las cadenas montadas, en un viaje épico, que yo hice en numerosas ocasiones, de los que mantengo un recuerdo imborrable.
No obstante, para la mayoría de la gente, era un viaje de ida y vuelta en el mismo día, que daba para mucho, sobre todo para quedarse a comer en los numerosos, deliciosos y económicos restaurantes que como siempre han poblado nuestra bella ciudad.
Qué maravilla comer entonces en Segovia, a base de lo que hoy denominaríamos plato del día, auténtico, sabroso, verdadera comida casera servida en platos y cuencos de barro, como la inigualable sopa castellana que degustaba cuando iba con mi padre y comíamos en un restaurante a escasos metros de nuestro majestuoso y soberbio Acueducto.
Muchos de estas casas de comida, aún permanecen abiertas, pese a que son más los que no han resistido el paso del tiempo y han desaparecido del entorno de la ciudad, que no de nuestra memoria. Como aquellos coches de línea, auténticas reliquias hoy, que tuvieron su tiempo y su lugar en una España que comenzaba a despertar de un largo y duro letargo, y que hoy recordamos aquí, en lo que deseo y espero constituya un homenaje a aquellas gentes que poblaban aquellos campos de nuestra hermosa Castilla.