No
se trataba de un bulo contra el que pudiera pleitear con la última, reciente y
genial ocurrencia del presidente, que desafiando toda inteligencia, toda
sensatez, y toda capacidad para intentar hacerse notar al precio que fuere,
despertóse una mañana con la portentosa e insolente idea de que en este país todo
ciudadano de a pie, habría de desplazarse observando al pie de la letra la
siguiente línea de pensamiento y acción por él brillantemente diseñada: menos
Lamborghini y más transporte público.
En
ese fatídico y trascendental momento, cantidades ingentes de ciudadanos de este
país pudieron ver en ese instante cómo sus sueños de lucir su flamante Lamborghini
de camino al trabajo se vieron reducidos a la nada tras la sugerencia
presidencial, que en realidad no era tal, ya que en dicha sentencia, y entre
invisibles líneas se escondía la letra pequeña, una velada amenaza que convertía
en obligado cumplimiento lo que en principio parecía una mera y simple recomendación.
Algo que obligaba a los felices y agradecidos
propietarios del potente deportivo, léase trabajadores, jubilados, y desempleados,
a resguardarlo en el garaje, bien a salvo del más leve y destructivo arañazo
que pudiera afectarlo en la calle, y desempolvar el bono transporte para subir
al autobús, al metro o al tren, con destino al trabajo, como antes lo hiciera
en el Lamborghini, Ferrari o Maserati, entre otros, ya que imaginamos que el
presidente haría referencia a cualquier bólido, entre otros, de los aquí
citados.
Y
no, efectivamente no era un bulo, una farsa, una mentira, una audaz y perversa
maniobra tramada con aviesa maldad por el fango transgresor y maledicente que
sólo perseguía desacreditar al jefe del ejecutivo, dejarlo en el más espantoso
de los ridículos ante tamaña y ridícula salida de tono, sino que era cierto,
respondía a una incontrovertible verdad que afectaba a cientos de miles, quizás
a millones de usuarios, que tendrían que relegar su Lamborghini a un vergonzoso
y humillante segundo plano, y tomar un transporte que casi habían olvidado.
Era
por lo tanto real. No cabía, entonces, aplicar la enésima y por ahora última
norma acerca de la ya famosa regeneración democrática, aprobada por un gobierno
obsesionado con los medios de comunicación, que están en estado de alerta ante
la que se les puede venir encima, y que no persigue sino controlarlos, evitar,
según el paranoico ejecutivo, que se extiendan bulos y falsedades contra ellos,
que aquellos a los que continuamente insultan con el despectivo calificativo de
fango, puedan desacreditarlos y apartarlos de un poder que cada día utilizan
más artera y cicateramente, inmersos en una escalada autoritaria que los
desautoriza y aleja cada día más de unas posiciones democráticas de las que se
alejan continuamente.
Resulta
devastador el uso que de las instituciones llevan a cabo los integrantes de un
gobierno, que parece sentirse acosado por los medios de comunicación, sin los
cuales, sin una absoluta libertad de movimientos y de la información que
precisan para llevar a cabo su imprescindible labor, la democracia quedaría
seriamente tocada, limitada y reducida a la mínima expresión, que de ninguna
forma puede, ni podemos permitir. Nos va la libertad en ello, y sin duda, la del usi uso, si me place, de mi querido y muy apreciado Lamborghini.