En tiempos que parecen tan
lejanos ahora, pese a que los años pasados no han sido tantos, se hablaba con
machacona insistencia del año dos mil, como de una fecha cargada de todo tipo
de significados, presagios y contenidos que hicieron de ella una mágica
representación de lo que sería el futuro más allá del siglo XX, donde nos
representaban las futuristas e idealizadas ciudades con un aspecto y una imagen
que nada tienen que ver con la realidad visible ahora, bien iniciado el siglo
XXI, con un aspecto casi idéntico al de aquellos tiempos, con ligeras variantes
como los insulsos edificios de cristal, monótonos y uniformes, bien
cilíndricos, bien prismáticos, bien balísticos, que a falta de creatividad y de
imaginación, han decidido hacerlos crecer en altura, al tiempo que los coches
voladores que se suponía se moverían entre ellos, continúan como señores y
dueños absolutos de las calles por donde siguen campando por sus respetos,
dejando apenas al peatón unos pequeños pasillos por donde desplazarse entre
nubes de contaminación y ruido, como si de juguetes se tratasen, esperando
pacientemente a que la enfurecida masa se detenga y descanse el minuto que nos
conceden de tregua para avanzar hasta el siguiente semáforo.
Los ingeniosos y sibilinos
augures de entonces, se ocupaban también de tratar de describir la sociedad en
la que ahora nos desenvolvemos a la que dieron en denominar la civilización del
ocio, pues daban por hecho que las máquinas se ocuparían del trabajo,
descargando así a los humanos de esa obligación, por lo que podrían disponer de
tanto tiempo libre, que no sabrían cómo emplearlo, dando lugar así al ocio al
que hacían referencia, como un impagable disfrute al alcance de cualquiera que
quisiera y supiera apreciarlo.
Y aquí hay que reconocerles que
acertaron en parte en sus predicciones, puesto que si bien las máquinas no han
sustituido al hombre como se preveía, el ocio sí ha llegado a esta
civilización, pero no en forma de retiro deseado, esperado y remunerado por los
trabajadores, que dejando en manos de las máquinas su función productora, se
dedicarían a vivir felices y satisfechos el resto de sus días, sino que lo han
apartado, marginado y despedido a su pesar, condenándolo al paro, al desempleo
y a la inactividad indeseada e improductiva, sin contraprestación alguna, ni
económica ni social, en la mayoría de los casos, y sin esperanza de retornar a
un trabajo que quizás jamás vuelva a desempeñar, condenado al ostracismo muy
lejos de aquella civilización del ocio que presagiaron aquellos insensatos
agoreros.
Las espantosas cifras que hoy
arroja el paro constituyen un escandaloso y flagrante incumplimiento por parte del
Estado de Derecho en cuanto a las obligaciones que para con sus ciudadanos ha
contraído y que tienen su constatación material reflejada en la letra y el
espíritu de la Constitución, papel mojado donde los haya, que para desgracia de
los ciudadanos a los que acoge, incumple continuamente las garantías que
debieran protegerles como en este caso el derecho al trabajo, o como otros tan
indispensables e irrenunciables por parte de la ciudadanía, como la sanidad y
la vivienda, que ahora están más que nunca en entredicho, y que unidos al paro,
constituyen una lacra absolutamente insoportable.
El abandono y dejación de estas
responsabilidades por parte del Estado es injustificable. Resulta terrible y
descorazonador escuchar a parados que rondan los cincuenta años, con muchos aún
por delante para una incierta y siempre difícil jubilación, y que lo intentan
todo para encontrar trabajo sin conseguirlo, cómo manifiestan su miedo y su
angustia por enfrentar las interminables horas vacías que han de llenar cada
día, sin saber cómo ni dónde, lo cual les conduce en muchos casos a una sensación
de humillante vacío, mezcla de tristeza, ausencia y soledad, que a menudo
desemboca en depresión, en una auténtica enfermedad que arruina aún más su vida
y la de aquellos con los que convive.
No es fácil llenar tanto
tiempo, las horas y los días se pueden tornar muros infranqueables que ocultan
y dificultan su visión de un futuro siempre incierto que los deja sin
esperanzas y sin ganas de enfrentar cada nuevo día. Por encima de todo
necesitan de una ayuda, muchas veces psicológica, que su familia no siempre les
puede proporcionar. El Estado tiene la irrenunciable obligación de ayudar a
esta gente cada día más numerosa, en lugar de abandonarla a su suerte y cerrar
los ojos ante una evidencia que repercute en la salud, en la dignidad y en el
futuro, en definitiva, de un País que no puede seguir por más tiempo expuesto
a tanto sufrimiento.
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