lunes, 21 de enero de 2013

LAS HORAS INTERMINABLES


En tiempos que parecen tan lejanos ahora, pese a que los años pasados no han sido tantos, se hablaba con machacona insistencia del año dos mil, como de una fecha cargada de todo tipo de significados, presagios y contenidos que hicieron de ella una mágica representación de lo que sería el futuro más allá del siglo XX, donde nos representaban las futuristas e idealizadas ciudades con un aspecto y una imagen que nada tienen que ver con la realidad visible ahora, bien iniciado el siglo XXI, con un aspecto casi idéntico al de aquellos tiempos, con ligeras variantes como los insulsos edificios de cristal, monótonos y uniformes, bien cilíndricos, bien prismáticos, bien balísticos, que a falta de creatividad y de imaginación, han decidido hacerlos crecer en altura, al tiempo que los coches voladores que se suponía se moverían entre ellos, continúan como señores y dueños absolutos de las calles por donde siguen campando por sus respetos, dejando apenas al peatón unos pequeños pasillos por donde desplazarse entre nubes de contaminación y ruido, como si de juguetes se tratasen, esperando pacientemente a que la enfurecida masa se detenga y descanse el minuto que nos conceden de tregua para avanzar hasta el siguiente semáforo.
Los ingeniosos y sibilinos augures de entonces, se ocupaban también de tratar de describir la sociedad en la que ahora nos desenvolvemos a la que dieron en denominar la civilización del ocio, pues daban por hecho que las máquinas se ocuparían del trabajo, descargando así a los humanos de esa obligación, por lo que podrían disponer de tanto tiempo libre, que no sabrían cómo emplearlo, dando lugar así al ocio al que hacían referencia, como un impagable disfrute al alcance de cualquiera que quisiera y supiera apreciarlo.
Y aquí hay que reconocerles que acertaron en parte en sus predicciones, puesto que si bien las máquinas no han sustituido al hombre como se preveía, el ocio sí ha llegado a esta civilización, pero no en forma de retiro deseado, esperado y remunerado por los trabajadores, que dejando en manos de las máquinas su función productora, se dedicarían a vivir felices y satisfechos el resto de sus días, sino que lo han apartado, marginado y despedido a su pesar, condenándolo al paro, al desempleo y a la inactividad indeseada e improductiva, sin contraprestación alguna, ni económica ni social, en la mayoría de los casos, y sin esperanza de retornar a un trabajo que quizás jamás vuelva a desempeñar, condenado al ostracismo muy lejos de aquella civilización del ocio que presagiaron aquellos insensatos agoreros.
Las espantosas cifras que hoy arroja el paro constituyen un escandaloso y flagrante incumplimiento por parte del Estado de Derecho en cuanto a las obligaciones que para con sus ciudadanos ha contraído y que tienen su constatación material reflejada en la letra y el espíritu de la Constitución, papel mojado donde los haya, que para desgracia de los ciudadanos a los que acoge, incumple continuamente las garantías que debieran protegerles como en este caso el derecho al trabajo, o como otros tan indispensables e irrenunciables por parte de la ciudadanía, como la sanidad y la vivienda, que ahora están más que nunca en entredicho, y que unidos al paro, constituyen una lacra absolutamente insoportable.
El abandono y dejación de estas responsabilidades por parte del Estado es injustificable. Resulta terrible y descorazonador escuchar a parados que rondan los cincuenta años, con muchos aún por delante para una incierta y siempre difícil jubilación, y que lo intentan todo para encontrar trabajo sin conseguirlo, cómo manifiestan su miedo y su angustia por enfrentar las interminables horas vacías que han de llenar cada día, sin saber cómo ni dónde, lo cual les conduce en muchos casos a una sensación de humillante vacío, mezcla de tristeza, ausencia y soledad, que a menudo desemboca en depresión, en una auténtica enfermedad que arruina aún más su vida y la de aquellos con los que convive.
No es fácil llenar tanto tiempo, las horas y los días se pueden tornar muros infranqueables que ocultan y dificultan su visión de un futuro siempre incierto que los deja sin esperanzas y sin ganas de enfrentar cada nuevo día. Por encima de todo necesitan de una ayuda, muchas veces psicológica, que su familia no siempre les puede proporcionar. El Estado tiene la irrenunciable obligación de ayudar a esta gente cada día más numerosa, en lugar de abandonarla a su suerte y cerrar los ojos ante una evidencia que repercute en la salud, en la dignidad y en el futuro, en definitiva, de un País que no puede seguir por más tiempo expuesto a tanto sufrimiento.

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