Qué duda cabe, que uno de los grandes
placeres de este terrenal mundo, sigue siendo, y con perdón, el disfrute de la
buena mesa, pese a todos aquellos que de formas y maneras muy diversas - léase la cocina mínima, minimalista o
surrealista - parecen oponerse a semejante y celestial disfrute, olvidándose
quizás, que afortunadamente, y vuelvo a pedir perdón por ello, gozar de la vida,
es o debería ser, una más de las bellas artes, que necesariamente no están al
alcance de unos pocos, sino que más bien al contrario, la mayoría, en su sano
juicio culinario y dotados de la muy extendida y agraciada capacidad de deleitarse,
pueden acceder a esa sabrosa costumbre cada uno de los días que sus existencia
les depare.
Y no
hablo, claro está, de la mesa ampulosa, cara y sofisticada, al alcance de tan sólo unos
cuantos, que no dudo, Dios me libre, de que disfrutarán sumamente de la
exquisitez de unos productos de primera categoría, regados por unos fabulosos
caldos, rodeados por cubertería de plata y envueltos en manteles de exquisitos
tejidos, sino de la cocina sencilla, natural, ingeniosa y audazmente cotidiana
que siempre elaboraron en nuestras casas, a base de fuego lento, productos
frescos, y una hermosa y prodigiosa cantidad de amor de madre, en el puchero de
barro, sobre la placa de la cocina económica o sobre el fuego de la lumbre
baja, legumbres, patatas, alubias y ensaladas, regadas con un excelente aceite,
productos mediterráneos en suma, servidos en la mesa de la cálida cocina, sobre
sencillo mantel y humildes platos y con la presencia constante y amable de la
hogaza de pan presidiendo la mesa.
Recientemente
leí un libro, no muy conocido, aunque su título, El Banquete, haya sido
utilizado en el pasado por Platón y en el presente por otros autores, siempre
con el mismo fondo argumental, ubicado alrededor de una mesa donde las viandas
se disponen y exponen para ser consumidas por los comensales, en el que se
narra el viaje de una comitiva nupcial desde Nápoles a Tortona, compuesta por
una princesa española y un duque italiano, y cuyo destino final será el de
asistir a la boda y correspondiente banquete de ambos contrayentes.
La
historia, que se ubica en el siglo XV, ilustra las costumbres renacentistas de
la época y se va desarrollando a medida que la comitiva llega a las diversas
poblaciones por las que ha de pasar y por los banquetes que en cada una de
ellas se ha de celebrar, siempre en busca de ese acontecimiento final y sublime
que consistirá en el último ágape, el convite final, apoteósico y pantagruélico
que les espera, todo ello mezclado con una serie de intrigas y acontecimientos
palaciegos que tienen lugar entre los componentes del cortejo, que no obstante
no son sino una excusa para poner de manifiesto el nudo gordiano del relato que
no es otro que el de mostrar la exquisita, apoteósica y delirante gastronomía
que se describe con una minuciosidad tal, que el lector queda embriagado por
los efluvios que parecen desprenderse de la lectura de un libro que describe
paisajes interminables, exóticos y variados, sobre el mantel de una
interminable mesa.
Después
de esto, y abundando en el gastronómico tema, no puedo evitar rememorar el
banquete que disfrutaban los invitados a las bodas en los pueblos de la
provincia de Segovia. Mi padre, que era el secretario de varios pueblecitos en
la comarca entre Sepúlveda y Riaza, estaba siempre invitado a ellas y siempre
me llevaba al convite. Se celebraba en el corral donde guardaban el carro y los
aperos de labranza que se retiraban para tal fin. A lo largo del mismo se
disponían unos tablones de madera sobre unas borriquetas o trípodes, formando una
larga mesa corrida para la centena larga de comensales, que iban a disfrutar del
ágape, que consistía en un suculento y sublime
cuarto de cordero, acompañado de unas buenas jarras de vino de la Ribera, de
una deliciosa ensalada y de un excelente pan amasado y horneado en uno de los
hornos del pueblo, al igual que el cordero. Soberbio e insuperable festín.
Más
adelante, cuando las bodas ya no se celebraban en los pueblos, se solían
festejar en Segovia capital. A una de ellas fuimos invitados mi esposa y yo. Les
ruego me permitan narrársela, ya que difícilmente puede encontrársele parangón.
Comenzó con unos espléndidos mariscos, seguido de unos gloriosos embutidos
ibéricos y de un excepcional lomo y chorizo de la olla, a los que siguieron un
maravilloso y jugoso cochinillo y un fantástico cordero asado, para terminar
con un indescriptible Ponche Segoviano, que hizo las delicias de los
entusiasmados y felices comensales. Todo ello en un entorno magnífico, un
antiguo palacio señorial, que constituía el marco ideal para una comida
memorable.
Hace unos
días, ya en el presente más actual y después de muchos años de sequía nupcial,
fuimos invitados a una boda en Madrid. Recuerdo unos pequeños y tristes
canapés, un insípido consomé de melón y un par de ajados filetes, seguidos de
un solitario y ausente trozo de tarta. No es una queja, faltaría más, ni mucho
menos –mi boda, lo confieso, tampoco fue un portento gastronómico - los novios
son amigos, había buena gente y lo pasamos bien, que ya es importante, y
además, ya sé que las cosas ahora son así.
Eso sí,
el novio llegó en un fabuloso y
fantástico Ferrari rojo, que fue la gran atracción de la boda. Mi esposa y yo, en la nuestra, hace ya muchos y felices años, lo hicimos en un portentoso ochocientos
cincuenta de color blanco, recién lavado, por supuesto, pero que pasó totalmente
desapercibido. Sin duda fue por el color. El rojo, seguramente, hubiera causado
más sensación.
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