lunes, 8 de julio de 2013

EL PRODIGIO DE LA BUENA MESA

  Qué duda cabe, que uno de los grandes placeres de este terrenal mundo, sigue siendo, y con perdón, el disfrute de la buena mesa, pese a todos aquellos que de formas y maneras muy diversas  - léase la cocina mínima, minimalista o surrealista - parecen oponerse a semejante y celestial disfrute, olvidándose quizás, que afortunadamente, y vuelvo a pedir perdón por ello, gozar de la vida, es o debería ser, una más de las bellas artes, que necesariamente no están al alcance de unos pocos, sino que más bien al contrario, la mayoría, en su sano juicio culinario y dotados de la muy extendida y agraciada capacidad de deleitarse, pueden acceder a esa sabrosa costumbre cada uno de los días que sus existencia les depare.
            Y no hablo, claro está, de la mesa ampulosa, cara y  sofisticada, al alcance de tan sólo unos cuantos, que no dudo, Dios me libre, de que disfrutarán sumamente de la exquisitez de unos productos de primera categoría, regados por unos fabulosos caldos, rodeados por cubertería de plata y envueltos en manteles de exquisitos tejidos, sino de la cocina sencilla, natural, ingeniosa y audazmente cotidiana que siempre elaboraron en nuestras casas, a base de fuego lento, productos frescos, y una hermosa y prodigiosa cantidad de amor de madre, en el puchero de barro, sobre la placa de la cocina económica o sobre el fuego de la lumbre baja, legumbres, patatas, alubias y ensaladas, regadas con un excelente aceite, productos mediterráneos en suma, servidos en la mesa de la cálida cocina, sobre sencillo mantel y humildes platos y con la presencia constante y amable de la hogaza de pan presidiendo la mesa.
            Recientemente leí un libro, no muy conocido, aunque su título, El Banquete, haya sido utilizado en el pasado por Platón y en el presente por otros autores, siempre con el mismo fondo argumental, ubicado alrededor de una mesa donde las viandas se disponen y exponen para ser consumidas por los comensales, en el que se narra el viaje de una comitiva nupcial desde Nápoles a Tortona, compuesta por una princesa española y un duque italiano, y cuyo destino final será el de asistir a la boda y correspondiente banquete de ambos contrayentes.
            La historia, que se ubica en el siglo XV, ilustra las costumbres renacentistas de la época y se va desarrollando a medida que la comitiva llega a las diversas poblaciones por las que ha de pasar y por los banquetes que en cada una de ellas se ha de celebrar, siempre en busca de ese acontecimiento final y sublime que consistirá en el último ágape, el convite final, apoteósico y pantagruélico que les espera, todo ello mezclado con una serie de intrigas y acontecimientos palaciegos que tienen lugar entre los componentes del cortejo, que no obstante no son sino una excusa para poner de manifiesto el nudo gordiano del relato que no es otro que el de mostrar la exquisita, apoteósica y delirante gastronomía que se describe con una minuciosidad tal, que el lector queda embriagado por los efluvios que parecen desprenderse de la lectura de un libro que describe paisajes interminables, exóticos y variados, sobre el mantel de una interminable mesa.
            Después de esto, y abundando en el gastronómico tema, no puedo evitar rememorar el banquete que disfrutaban los invitados a las bodas en los pueblos de la provincia de Segovia. Mi padre, que era el secretario de varios pueblecitos en la comarca entre Sepúlveda y Riaza, estaba siempre invitado a ellas y siempre me llevaba al convite. Se celebraba en el corral donde guardaban el carro y los aperos de labranza que se retiraban para tal fin. A lo largo del mismo se disponían unos tablones de madera sobre unas borriquetas o trípodes, formando una larga mesa corrida para la centena larga de comensales, que iban a disfrutar del ágape, que consistía en un suculento y sublime cuarto de cordero, acompañado de unas buenas jarras de vino de la Ribera, de una deliciosa ensalada y de un excelente pan amasado y horneado en uno de los hornos del pueblo, al igual que el cordero. Soberbio e insuperable festín.
            Más adelante, cuando las bodas ya no se celebraban en los pueblos, se solían festejar en Segovia capital. A una de ellas fuimos invitados mi esposa y yo. Les ruego me permitan narrársela, ya que difícilmente puede encontrársele parangón. Comenzó con unos espléndidos mariscos, seguido de unos gloriosos embutidos ibéricos y de un excepcional lomo y chorizo de la olla, a los que siguieron un maravilloso y jugoso cochinillo y un fantástico cordero asado, para terminar con un indescriptible Ponche Segoviano, que hizo las delicias de los entusiasmados y felices comensales. Todo ello en un entorno magnífico, un antiguo palacio señorial, que constituía el marco ideal para una comida memorable.
            Hace unos días, ya en el presente más actual y después de muchos años de sequía nupcial, fuimos invitados a una boda en Madrid. Recuerdo unos pequeños y tristes canapés, un insípido consomé de melón y un par de ajados filetes, seguidos de un solitario y ausente trozo de tarta. No es una queja, faltaría más, ni mucho menos –mi boda, lo confieso, tampoco fue un portento gastronómico - los novios son amigos, había buena gente y lo pasamos bien, que ya es importante, y además, ya sé que las cosas ahora son así.
            Eso sí, el novio llegó en  un fabuloso y fantástico Ferrari rojo, que fue la gran atracción de la boda. Mi esposa y yo, en la nuestra, hace ya muchos y felices años, lo hicimos en un portentoso ochocientos cincuenta de color blanco, recién lavado, por supuesto, pero que pasó totalmente desapercibido. Sin duda fue por el color. El rojo, seguramente, hubiera causado más sensación. 

No hay comentarios: