Nos maravillamos con frecuencia
del legado que nuestros ancestros nos dejaron en el terreno de las artes, sobre
todo de aquellas manifestaciones que son más visuales, más al alcance de todos,
que podemos observar directamente, sobre la marcha, sobre el terreno, a pie de
calle, como la arquitectura, por ejemplo, donde podemos contemplar con un
infinito y agradecido asombro las majestuosas catedrales, las espléndidas
colegiatas, abadías y preciosas, pequeñas y delicadas ermitas, iglesias,
cenobios prioratos, así como los soberbios acueductos, los encantadores
monasterios y conventos, los exquisitos palacios y palacetes, obras hermosas y
bellísimas que llevaron cientos de años construirlas, con infinita paciencia,
con admirable maestría, con dedicado amor, pero sobre todo, con paciente y
relajado espacio de tiempo por delante para llevar a cabo una ingente y
preciosa labor artesanal, que fuera admirada por las generaciones venideras que
les sucederían para el disfrute, asombro y deleite, de quienes tienen la
suficiente capacidad para valorar estos tesoros artísticos y extasiarse ante su contemplación.
Emociona, fascina y hasta conmueve,
pensar que los maestros albañiles, carpinteros, plomeros, vidrieros, joyeros,
plateros, orfebres, fundidores, campaneros y otros admirables artesanos,
empleaban su tiempo, su total dedicación y entrega, a la creación de tan
magníficas obras, durante largos períodos, sin prisas, sin las tensiones que
hoy sufrimos y que nos llevan a producir objetos sin valor alguno en cantidades
enormes, con una ausencia completa del sentido artístico que ellos poseían, y
que nos conduce a generar enormes cantidades de todo tipo de objetos destinados
a un consumo voraz, despreciando incluso su regeneración y recuperación mediante
la oportuna reparación, sino que los cambiamos por otros nuevos, despreciando
esa posibilidad de continuación que nos parece incluso retrógrada.
Dedicar años a la talla de una escultura,
de una arquivolta, de un capitel, de una bóveda, de una sillería, de un cuadro,
de una composición musical, de un simple sillar de los miles que componen el
edificio, es una tarea que hoy se nos antoja imposible, inútil, fugaz, dada la
prisa que demostramos en el quehacer diario, que nos está conduciendo a una
superproducción absurda y a una falta de calidad y creatividad que nos enfrenta
y avergüenza ante aquellos maravillosos artesanos que con inestimable y
deslumbrante dedicación, crearon tan hermosas obras que permanecerán para
siempre.
Deprisa, deprisa, siempre
corriendo, a toda velocidad, sin perder un segundo, en todo lo que hacemos, en
todo lo que pensamos, primando al que más corre, al que lo termina antes, al
que produce más en menos tiempo, como cuando en el supermercado, las
cajeros/os, apenas nos dan tiempo de envasar los productos que a toda velocidad
pasan por el escáner, hasta el punto de que en ocasiones en los que estamos
solos en la caja, el cajero/a, continúa con la misma vertiginosa rapidez a la
hora de despachar los productos, cuando debería hacerlo más despacio, puesto
que estamos solos, nadie más espera y podría darse un respiro que ni aún así
llega a tomar.
Me encanta el tren, me trae
recuerdos nostálgicos de los tiempos en los que en tercera, en asientos de
madera, lenta y tranquilamente, con su delicioso traquetear, cruzaba la bella y
apacible meseta castellana. Hoy, viajamos a velocidades de vértigo, para ganar
apenas unas horas, que nada son en el total de nuestra vida, perdiendo a cambio
el impagable disfrute del paisaje que pasa tan rápido, tan veloz, que no nos da
tiempo a contemplar un paisaje que ante nuestros ojos pasa breve, efímero y
fugaz.
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