No hay peor
tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia,
afirmaba el filósofo y jurista francés, figura clave en el surgimiento de la
Revolución Francesa, y por ende, en el desarrollo de las democracias modernas,
que de alguna forma tuvieron su origen y fundamento en aquel convulso
movimiento, difícilmente comparable en forma y contenido con cualquier otro de
características parecidas, que cambió para siempre la historia de la humanidad,
y que aún hoy en día se sigue analizando, como un acontecimiento, que después de dos siglos y medio, continúa
atrayendo a los más interesados en la búsqueda de la mejor manera de conformar,
dirigir y representar a los ciudadanos del mundo.
Montesquieu propuso
la clásica separación de los poderes del estado democrático que hoy sigue
vigente, allí dónde el poder sigue residiendo en el pueblo, en la ciudadanía, que
elige a sus representantes para que lleven a cabo las acciones pertinentes en
todos los órdenes, para el bienestar de sus representados, y la mejor gestión de
los asuntos públicos dirigidos a la conclusión de esos objetivos, basados en la
igualdad, la libertad, y el resto de los derechos humanos que asisten a los
ciudadanos, para que pueda considerarse una democracia social y de derecho, que
vele por la defensa de quienes ostentan el poder delegado, que no es otro que
la ciudadanía.
Estas ideas
plasmadas en la división de poderes que Montesquieu plasmó en sus escritos,
léase legislativo, judicial y ejecutivo, supuso un componente innovador, cuyas
ideas básicas continúan vigentes en las democracias modernas, aunque no puede
olvidarse el carácter conservador de la monarquía limitada que proponía
Montesquieu, en la que procuró salvaguardar el declive del poder de los grupos
privilegiados, como la nobleza, a la que él mismo pertenecía, aconsejando, por
ejemplo, su representación exclusiva en una de las dos cámaras del parlamento,
aunque pese a ello, debe considerársele, como un personaje clave en la
fundamentación de la filosofía política moderna, con innegables
implicaciones en la configuración del estado moderno, tal como lo conocemos.
En pleno siglo XXI,
aún existen países dónde la teoría de la división de poderes del filósofo
francés, es interpretada de una genuina forma, que llevada a la práctica, da
como resultado una forma de estado que, pese a existir una representación
política, una asamblea nacional, un presidente, ministros, legisladores y unos
órganos que gestionan los asuntos que atañen a los ciudadanos, nadie, ninguno
de ellos ha sido elegido por los atribulados ciudadanos, que contemplan como
son gobernados, sin haber pasado por las urnas en ningún momento.
Y no sólo esto,
sino que ignorando absolutamente a la población, se obvia por completo su
intervención en la redacción de la ley fundamental en una democracia, la ley de
leyes, la Constitución, impidiendo de esta forma que los ciudadanos se otorguen
unos principios que garanticen sus derechos fundamentales, y sin que nadie les
haya preguntado quienes desearían que los representase, en una ceremonia de la
confusión tal, que nadie osa desafiar, ante semejante ofensa, los más sagrados
principios que Montesquieu a principios del siglo XVIII, dejó para la posteridad, y que afortunadamente
están vigentes en la inmensa mayoría de los países civilizados de este Planeta.
Pero las dudas
a la que el título de estas líneas hace referencia, no son atribuibles a
Montesquieu, sino que lo son de aquellos para quienes el filósofo y sus ideas
suponen una molestia, un inconveniente, un obstáculo para llevar a cabo su
labor de gobierno, o más bien de desgobierno, como Tamames dejó claro en la
reciente moción de censura, cuando dijo al presidente del gobierno, que no
siempre respetaba celosamente la división de poderes, ilustrando esta
afirmación con ejemplos que dejaban bien a las claras, que tenía una enorme
facilidad para saltarse a la torera la tajante separación entre el ejecutivo,
el legislativo y el judicial.
Y así, abusa con frecuencia de su condición de presidente de un gobierno de coalición, que cierra filas con él, pese a las continuas discrepancias habidas en su seno, en una absoluta determinación de formar parte de un ejecutivo que, a pesar de Montesquieu, demuestra sentir añoranza por apropiarse de los otros dos, legislativo y judicial, acaparando así los tres, y demostrando con ello, que carece de escrúpulo alguno cuando de ostentar el poder se trata.
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