Si el índice de lectura de los
ciudadanos de un País, refleja fielmente el nivel cultural del mismo, y creo
que efectivamente es un buen indicativo que lo así lo registra, nuestra
situación en este aspecto es, como mínimo, preocupante, por no aplicar otro
adjetivo más contundente, aunque no menos clarificador de unos hechos que nos
conducen a las estadísticas que afirman – y cada año son más negativas – que
bastante más de la mitad de la población jamás lee un libro, no que no lo coja,
lo manosee o lo hojee incluso, para acabar, esos sí, en las estanterías del
mueble que preside el salón, dónde servirá de objeto decorativo, haciéndole
compañía a la cerámica, a los cuadros y a la vajilla, aportando un sutil toque
de una falsa inquietud cultural del que sólo disfruta la madera del mueble que
los cobija.
Y sin embargo, nuestra
capacidad de editar libros, de producirlos a gran escala y de distribuirlos en
librerías, papelerías y grandes almacenes, es enorme, hasta el punto de erigirnos
en uno de los primeros países del mundo en la edición de libros, lo cual
constituye un contrasentido de tales proporciones, que más que nada, lo que
hace es agrandar aún más este contrasentido, esta paradoja que se nos plantea, cuando, nadando, como
literalmente estamos entre un mar de libros, somos incapaces de curiosear en
ese líquido elemento tan abundante y utilizarlo para incrementar nuestros
conocimientos, y por ende, nuestra cultura.
Acabo de leer un artículo de un
reputado escritor español, harto conocido, afamado y respetado por todos, en el
que manifiesta su desasosiego ante un País al que considera inculto, sin más,
dónde apenas se lee, pese a que como ya adelantábamos, se editan ingentes
cantidad de volúmenes al año, libros que una mayoría de la población no lee,
sin encontrarle una justificación, que no obstante, tampoco se empeña en
buscar, y que aquí podríamos analizar, pero que no es el objeto ni el interés
fundamental de quien escribe estas líneas, que pretende ir por otros derroteros
con el fin de llegar a otras conclusiones, tal como refleja el título de este
artículo.
Hace unos días estuve en el
Museo del Prado, admirable templo de la cultura donde los haya, siempre muy
visitado, todos los días, a todas las horas, con una proporción de ciudadanos
extranjeros, que calculo se sitúa en el cincuenta por ciento. Maravilla ver,
pongo como ejemplo, a los visitantes Japoneses, siempre muy numerosos,
sumamente respetuosos, extasiados y fascinados ante Las Meninas de Velázquez,
Los Fusilamientos de Goya o El Descendimiento del Greco, por exponer algunos
ejemplos de pintores españoles, como podríamos citar a Rubens, Tiziano,
Rembrandt, Botticelli o Caravaggio, entre los artistas de otros Países
presentes en este museo, uno de los mejores del mundo, que alberga miles de
obras de arte en un noble edificio, que aunque ampliado recientemente, no
presente unas colosales dimensiones, como las absurdas y megalómanas
construcciones y ciudades de la cultura como se han llevado a cabo en este
País.
La Ciudad de la Cultura de
Santiago de Compostela, representa la mastodóntica construcción por excelencia
de las aberrantes obras gestadas en la mente de tanto abyecto y estúpido
soñador de grandes proyectos destinados a la ruina más absoluta, fruto de una
gestión desastrosa, de las corruptelas y de los derroches que han conducido al
País a una situación de emergencia.
Vivo en una ciudad de poco más
de cien mil habitantes, cerca de Madrid. Durante años, con varias
interrupciones, se construyó una casa de la cultura, un centro de arte, de
proporciones ciclópeas, que proyectó un famoso arquitecto. Genial el diseño, admirable
la estética, original sin duda. Pero siempre vacío, con unos costes inmensos,
tanto de construcción como de mantenimiento. En su imponente y fabuloso vestíbulo
cabría la antigua casa de la cultura sobre la que se edificó la actual y que
siempre estaba llena con gente de toda índole, para la que siempre había alguna
actividad, con su pequeño salón de actos donde se proyectaba cine para todos,
independiente de su bagaje cultural y otros actos, que se llevaban a cabo en sus
pequeñas y prácticas dependencias utilizadas con cierta frecuencia.
Este es el caso en que se
encuentran tantos y tantos gigantescos proyectos, unos acabados y otros a medio
acabar y, en general, todos mal gestados y peor gestionados. Monumentos a la
estupidez humana y al afán de gloria a la que tanto aspiran estos mezquinos e ineptos
megalómanos del absurdo, representantes de una cultura basada en las formas
grandilocuentes para el supuesto disfrute de unos pocos, y no en los contenidos
sabiamente escogidos para el goce y deleite de una mayoría de la población.
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