lunes, 1 de noviembre de 2021

CON LAS MANOS ABIERTAS

Abro mis manos, con las palmas mirando al cielo, y las contemplo larga e intensamente, tratando de leer en ellas la historia de mi vida, de los largos años  pasados, hasta llegar a un presente cierto y lúcido, que me permite observar el mundo con serena y abierta reflexión, tratando de no engañarme, de no decepcionarme, de seguir creyendo en lo que soy, de no relegar de un pasado, que aunque amable y grato, ya no tiene razón de ser, salvo para distraer la mente y atesorar recuerdos, que no logran condicionar mi existencia, pese a su persistencia en una memoria, que los albergará para siempre, sin renegar de ellos, para aprender, para mejorar,  aunque las comparaciones, no siempre son válidas.

Miro mis manos abiertas, como si leyera en ellas, y les doy la vuelta con las palmas hacia abajo, y así, extendidas, contemplo las de mi madre, idénticas, copia fiel, absoluta y original, de las suyas, con la piel tersamente agrietada, con largas y profundas nervaduras que guían las venas por donde corre su misma sangre, la de una mujer amable, buena y cariñosa, que tanto echo de menos, que tanto recuerdo cada día, cada vez que mis ojos se posan en estas manos que son las suyas, las que ella me dio, las que conservaré para siempre, las que harán que su perenne recuerdo me acompañe amablemente hasta el fin de mis días.

Manos que me hablan, que se dirigen a mí como si fueran algo externo, algo extraño a mi cuerpo, un ser completo y diverso, pero dialogante y familiar, como si tuviesen vida propia, que me miran, me observan y se dirigen a mí con confianza, de una forma transparente y cristalina, como si me hablaran, comunicándose conmigo para recordarme que, al fin y al cabo, somos una unidad, un solo cuerpo, dónde ambos se compenetran y entienden, hasta el extremo de establecer un diálogo permanente, que se inicia en cuanto mis ojos se encuentran con ellas en actitud de mostrar su conocimiento contenido en ellas, como si de una fuente de sabiduría se tratara.

Manos que me reconocen, que me hablan en silencio cuando las miro, frente a mí, con las blancas y vacías palmas, que como cuencos de madera agrietada, me interrogan al mismo tiempo, preguntando cómo me siento, cómo llevo cada uno de los días que llevamos juntos, que son muchos e inseparables de nuestra forzosa unión, manos que dejan de mirarme cuando las bajo, pegadas a mi cuerpo, en un gesto de reposo, de sumisión, de descanso tan necesario como deseado por ellas y por mí, después de tanto tiempo juntos, conviviendo amigablemente, en un consentido y deseado acuerdo, que a ambos nos llena y nos conviene.

Me miro las manos como si fueran un espejo dónde mi imagen se refleja sin alteraciones, sin falsas apariencias, devolviéndome la expresión de mi rostro de forma clara y real, sin pretensiones que pudieran intentar falsear mis gestos, mi mirada, mi expresión serena mientras las contemplo, en un gesto de agradecimiento que ellas entienden y comprenden, con una absoluta precisión, que no deja lugar a duda alguna, en cuanto a firmeza y sinceridad se refiere, a la hora de replicar cuanto mis manos observan, siempre con una absoluta y decidida entrega y dedicación, que valoro y sinceramente agradezco.

Levanto las manos a la altura de mi cara, en una actitud religiosa, de respeto, de sumisa y devota veneración, las acerco para visualizar mejor los surcos que las cruzan, que las atraviesan de una limpia y sutil forma, como si estuviesen prodigiosamente delineadas por una portentosa y clara inteligencia que definiese con ellas las claves de la longevidad, del corazón, y del destino que la vida me reserva, grabadas en unos centímetros de piel que me acompañarán inmutables y permanentes como señas de identidad del cuerpo y la mente a los que están indefectiblemente unidas.

Las contemplo con suma atención, tratando de leer en ellas el relato de mi existencia, de mi vida, como si ellas contuvieran los capítulos que narran cada uno de los días de mi ya larga existencia, de mis vivencias escritas en las invisibles páginas que adivino escritas en cada milímetro de la ya leve y sutilmente arrugada piel, surcada por las venas y arterias que se encargan de almacenar los recuerdos del pasado, a fuerza de circular por ellas, cada uno de los minutos de los días de mi vida, recogiendo incansables todas y cada una de las vicisitudes de mi diaria presencia en este atribulado mundo en el que me ha tocado vivir.

Las miro con una mezcla de admiración y tristeza, pensando en su aspecto dentro de diez, de veinte años, cuando quizás ya no se me conceda el privilegio de observarlas, cuando ya no sean ni ellas, ni yo, de este mundo, cuando se hayan convertido en polvo de estrellas que alimentarán otras vidas, ajenas a la mía, pero con un poso de mi esencia que renacerá en un nuevo ser nacido de mi cuerpo, y de estas manos que contemplo de nuevo con una renovada alegría, que compensa con creces, la ausencia que serán un día.

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