A la sombra de la hermosa espadaña de la iglesia del pueblo, y
adosado a sus centenarios sillares, el amplio cementerio se dispone entre las
cuatro paredes que delimitan el rectangular espacio donde las lápidas forman hileras
sólidas y silenciosas desde la base de la torre hasta la valla de piedra que cierra
el tranquilo y luminoso espacio dividido en estrechas calles o pasillos, con
flores y tiestos por doquier, que pretendiendo romper la monotonía del
silencioso lugar, consiguen alegrarlo con su vibrante colorido, en un intento
de alentar un multicolor hálito de vida, entre quienes allí yacen, en un
profundo e inmutable silencio.
Todos ellos,
vecinos del pueblo, algunos nacidos hace más de un siglo, varios de ellos con
una simple cruz clavada en el suelo, otros con una placa dónde figuran sus
nombres y las consabidas fechas, otros con una sencilla lápida en el suelo, y
en los más, con la clásica tumba elevada, con la cruz presidiendo la piedra
dónde se lee su fecha de nacimiento y defunción, así como algún texto de
recuerdo de su doliente familia, que en cualquier caso, se contaban con los
dedos de la mano, como en una de ellas, dónde figura el texto “por el camino
verde que va a la ermita”, escrito al pie de la piedra que reza y cubre a quienes
allí yacen, como si con ello, quisieran indicarles el camino a seguir, allá dónde
moren en la otra vida.
Situado en
adyacente y solidaria posición con la esbelta torre de la iglesia, el
cementerio tiene una pequeña puerta metálica con entrada por las verdes y
amplias eras del pueblo, una extensa superficie donde antiguamente los
agricultores llevaban cabo, cada uno en su parcela, las tareas de trillado y
recolección de los cereales, y que hoy se ha convertido en una amplia y hermosa
pradera de verde hierba, con el fondo esbelto de la sierra a poca distancia,
que dibujando un arco de casi ciento ochenta grados, parece erigirse en un
gigante encargado de proteger las tierras, los pueblos y las aldeas, que desde
su privilegiada y elevada posición domina, en una distancia de decenas de
kilómetros a la redonda, desde donde tan férreo y fiel vigía, parece cuidar el
sueño de cuántos habitan tan amplio territorio.
Una leyenda,
que no lo era tal, aunque por tal se tuviera, hacía mención a un hermoso enebro
que creció a los pies de una lápida dónde se enterró a un pastor, que
portaba en sus bolsillos bayas de este
precioso árbol, muy abundante en el monte dónde pastoreaba sus ovejas, y que
germinaron dando lugar a un espléndido enebro que parecía proteger la tumba
donde reposa para siempre el pastor.
El pueblo se extiende
desde donde terminan las eras, hasta donde comienza una suave y verde bajada, a
modo de desfiladero entre fincas de labor, hacia el pequeño rio y el aledaño bosque cubierto de encinas y
robles, que ejercen de centinelas, aportando agua fresca procedente de la
cercana sierra y leña y sombra, a modo de dispersa melena, tan cerca del pueblo
que casi podía escucharse la melodía del rumor del agua y del sonido del viento
al mover rítmicamente los árboles del bosque y los álamos del río.
Este es uno
de los muchos pueblos de la España vaciada, que lucha y se resiste por
desaparecer, que incluso ha superado ese estado, y se mantiene a flote, con sus
pocas decenas de habitantes, que permanecen en sus casas durante todo el año, viviendo
de la agricultura y la ganadería, que permanece en un aparente estado de
hibernación durante el invierno, en la meseta castellana, con gélidas
temperaturas, nieves y hielos, que no impiden que la vida continúe, como denota
el humo de las chimeneas procedente de las cocinas de las casas, en espera de la
llegada de la primavera, que operará el milagro del cambio en los campos, y la
alegría del resurgir de la vida, así como de la frecuente visita de los vecinos
procedentes de la ciudad, que mantienen sus casas cerradas durante el invierno,
a las que regresan los fines de semana, durante las fiestas y, sobre todo
durante el estío, y que suponen una garantía de continuidad de la vida en el
pueblo.
Recorrer sus
calles, para quien allí nació, y durante tantos años vivió, es una fuente de sensaciones
encontradas, que le emociona y conmueve profundamente, mientras pasea
acercándose a las que continúan tristemente cerradas, recordando a quien en
ellas vivió y conoció en sus adolescentes años, cuando el pueblo bullía de
vecinos que ocupaban todas las casas, cuando eran multitud, cuando había niños,
escuelas, panadería, tienda de ultramarinos, incluso médico, y pasa por delante
de la casa de la Tía Julia, de la Tía Feliciana, del Tío Leoncio, a quienes
saludaba al pasar, siempre corriendo, seguramente a por pan, aceite, garbanzos,
o cualquier otro recado que le mandase su madre.
Y hoy entristece
su semblante al contemplar tantos espacios vacíos, tantos huecos dejados por aquellas
buenas gentes, de las que no queda nadie, que se las llevó el tiempo, que no
volverán jamás, a las que hecha sinceramente de menos, por las que siente una
infinita añoranza, y que ahora descansan en el pequeño cementerio adosado a la iglesia,
dónde juntos y en silencio comparten un espacio que contemplaron cuando
faenaban en las eras, con los carros pletóricos de haces de trigo, cebada y
centeno, dispuestos para la trilla que procuraba el preciado grano, pensando
quizás, que un día aún lejano, allí reposarían sus cansados y trabajados
cuerpos.
Sólo se queda el pueblo cuando llega la noche, con las tranquilas y silenciosas calles desiertas, iluminadas apenas por una leve y pálida luz blanquecina, procedente de las públicas luces que las flanquean, que apenas logran traspasar la espesa negrura que sutilmente se desvanece a medida que avanza la llegada del nuevo día, con un límpido y brillante sol que aparece detrás de la sierra, como si allí, en la otra cara de la montaña, hubiera estado dormitando el astro sol desde el ocaso hasta el alba.
Dejo atrás mi pueblo, sus calles y sus gentes, mi casa, que ya no es mi casa, sus eras verdes, su cementerio, su iglesia con su esbelta espadaña, su sinuoso rio y sus frescas alamedas, su bosque de robles y su monte de enebros y encinas, su sierra y sus campos, y aquel camino verde de aquella lápida del cementerio, que años ha, yo mismo hice grabar, para indicar a quienes allí descansan, mis padres y mi hermano, la senda a seguir, confiando con ello, logren encontrar la infinita paz que merecen y ansío para ellos, el lugar donde se esconde la luz y la vida, la verdad y el reposo soñado, el merecido descanso de la eternidad.
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