Malditas guerras, que desde el
principio de los tiempos azotan a la humanidad como una pesada losa que nos
oprime y nos condena a perpetuidad, como si de una maldición se tratara, como
si estuviéramos destinados a matarnos vilmente un día tras otro, sin descanso,
con una fiereza inaudita que poco dice de una supuesta civilización inteligente
que debiera comportarse como tal, cuando la realidad nos sugiere que los
animales irracionales no son los que así denominamos despectivamente, sino que
somos nosotros los que debiéramos atribuirnos semejante distinción, que hace
honor a nuestra violenta actitud permanente que no se compensa con el acervo
cultural que nos empeñamos en tratar de poner frente a la barbarie de la
guerra, como si con ello quisiéramos encontrar una disculpa a tanta y tan
estúpida tradición bárbara y salvaje que desde siempre azota a la especie
humana.
Estúpidas guerras, que no han hecho
más que destrozar las vidas y las haciendas de las víctimas inocentes, que no
son otras que los ciudadanos indefensos, los niños, los ancianos, y los
soldados enviados a matar y a morir, en nombre de cualquier maldad que se les
ocurra a los políticos y a los generales, que no suelen pisar el campo de
batalla, más que para celebrar su victoria, olvidando la carne de cañón que
miserablemente envían al matadero, a los jóvenes, mártires primeros de las
guerras, para mayor honor y gloria de quienes los condenan a una suerte
terrible, de la que no pueden inhibirse, porque la desobediencia se castiga con
dureza, deshonor y desgracia para ellos y los suyos, en una bárbara
demostración de la ley del más fuerte, de la razón de Estado, de la defensa de
la Patria, a lo que recurren los que se denominan padres de la Nación, para enviarles a los ominosos campos de batalla.
Miserables guerras, que siembran la
pobreza, la miseria y el sufrimiento entre la población indefensa, sin piedad, golpeando, destruyendo y machacando
cuanto a su paso encuentra la espantosa maquinaria de guerra que no se detiene
ante nada, que no piensa ni pregunta, que siembra el terror absoluto entre
niños, ancianos y población desarmada e indefensa, que mata y destruye para
avanzar y conseguir unos objetivos que no buscan más que la destrucción a toda
costa para derrotar al enemigo y conseguir el máximo posible de bajas civiles y
militares, para sembrando el terror, ganar un guerra en la que los soldados se
han visto obligados a matar para no ser ellos las víctimas, algo que deja a los
seres humanos, a una altura moral bochornosa despreciable e inhumana.
Tristes guerras que creíamos desterradas
en la vieja Europa, que se ha visto cruelmente golpeada de nuevo, como un sobresalto
brutal, al que no ha sido capaz de adelantarse, que, como siempre, le ha cogida
desprevenida y somnolienta, cuando algo así era previsible, y ante lo que no ha
sabido responder, sino con sanciones y amenazas al país agresor, y con ayuda
militar al país agredido, siempre tarde, timorata y desunida, interesada en los
asuntos propios de cada estado que la integran, en su propio y exclusivo
interés, pretendiendo una unidad de acción, que no es tal, porque si así fuere,
esta guerra seguramente podría haberse evitado, en lugar de lamentarse ahora, y
comenzar después de meses de oprobiosa violencia, a especular con los problemas
energéticos derivados de esta contienda, que están desatando la preocupación y
la duda ante la posición a tomar, si el conflicto se prolonga en el tiempo.
Odiosas guerras de los tiempos
actuales, que seguimos casi en directo a través de los medios de comunicación y
de las redes sociales, como si de un tétrico espectáculo más se tratara, que
contemplamos mientras nos desayunamos y prolongamos hasta la cena, siguiéndola
casi en directo, mostrando y contabilizando los desastres materiales propios de
semejante y bárbaro espectáculo, olvidando a veces, que detrás de esa espantos
destrucción, se esconden las víctimas primeras de todas las guerras, los
ciudadanos indefensos, bajo los escombros, entre las ruinas y en los
hospitales, muertos, heridos y desaparecidos, que se contabilizarán cuando termine
la violencia, y los ganadores, si los hubiere, exhiban sus cifras macabras ante
los medios de comunicación, para dar cuenta de tan cruel y salvaje contienda, para
que las estadísticas estudien los resultados y anoten la comparativa oportuna
con las anteriores guerras, para sonrojo y oprobio de la historia que atañe a
la especie humana.
Malvadas guerras, odiosos políticos,
perversos generales, que envían a la muerte a los jóvenes sin ideales, sin
convicción, sin patria ni bandera, con un fusil en la espalda para que no deserten,
para que maten y se dejen matar, para que disparen balas, ametralladoras,
tanques y cañones que vomitan fuego, muerte y odio contra un enemigo que no
conocen, con el que no pueden hablar, solo matar, disparar, odiar, golpear, sin
saber por qué, destrozar, derruir, aniquilar niños, ancianos, mujeres,
soldados, muerte y más muerte, porque así se lo han ordenado quienes desde sus oficinas
y despachos, deciden sobre la vida, la guerra, la muerte y la paz, que durará
hasta que les convenga, en una brutal y siniestra espiral sin fin, que no acabará
jamás, que pagarán, como siempre, las víctimas de sus perversas guerras, y la
vergüenza infinita de una triste y sufrida humanidad.
Viles guerras, como la que en pleno
siglo XXI se ha desatado, aquí, en la cansada Europa, como si de una terrible maldición
silenciosa y cruel, azotara a la humanidad, que parece resignarse, y ante la
que no parece poner obstáculo alguno, como demuestra la brutal carrera
armamentística que los países más poderosos – y algunos que no lo son tanto – han
llevado a cabo desde siempre, y que hoy suponen una tremenda amenaza para la
supervivencia en el Planeta, algo a lo que nadie está dispuesto a renunciar, con
la excusa de la disuasión mundial, pero que sin duda representa un perpetuo
riesgo para la paz.
Perversas guerras, que ahora han hecho que las alarmas hayan saltado en añicos, ante la perspectiva del uso de armas nucleares, que supondrían un salto brutalmente cualitativo, que nadie se atreve a descartar, y que, aunque nos parezca imposible, pudiera suceder en este afligido planeta Tierra, que en apenas unos milenios tantas veces ha experimentado sobre su sufrida piel, que aunque parece permanecer impasible, nos recuerda de vez en cuando que su paciencia se acaba, y que nosotros, la raza humana, seríamos siempre los perdedores ante un cataclismo total que nos extinguiría a los seres humanos, mientras que ella, nuestra hermosa y paciente Tierra, continuaría girando durante el resto de los tiempos sin el peso de tanta y tan violenta carga como ha soportado a lo largo de la penosa historia de la humanidad.
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