Abro los ojos y contemplo el mundo que me rodea, el mismo que
descubrí la primera vez que la luz llegó a ellos, que los inundó de vida en el
más apasionante viaje que jamás he iniciado en toda mi existencia, el que me
conducirá a lo largo de toda mi vida, hasta el final de mis días, cuando se
apaguen, cuando se cierren para siempre retornando a la oscuridad inicial después
de abrirlos por última vez para decir adiós a la luz, a todos los que me han querido,
a todos los que he amado, a todo lo que me ha emocionado y conmovido, a la vida,
en fin, que me ha regalado tantas alegrías, algunas tristezas, y la agradecida
y a veces ingrata y siempre arriesgada aventura de vivir.
Ojos que
contemplo con admiración y respeto, con cariño y devoción, cuando el espejo me
devuelve su imagen, que es la misma que mi madre obtenía cuando ella prestaba
su dulce rostro al espejo, que ahora me confirma que mis ojos son los suyos, los
mismos que me miraron y cuidaron con amorosa dedicación durante mis primeros
años, siempre, durante toda mi vida, los que me sonrieron al nacer, los que descubrí
por primera vez cuando abrí los míos para contemplar la luz de su hermosa mirada,
que recordaré siempre, que me acompañan cada día, que son la luz y la alegría de
mi vida, cuando recuerdo el amor y la infinita ternura que desbordaba su
mirada.
Ojos que han
guiado mis pasos a lo largo de mi existencia, que me han mostrado las letras,
las palabras y los paisajes, los besos, la alegría y la pena, las lágrimas y
los abrazos, que me han permitido disfrutar de los ríos, de los mares, de las
nubes, de la lluvia, de los bosques, de las sierras blancas cubiertas de nieve,
que me han mostrado los albores y los ocasos, el hielo del invierno, los
colores del otoño y el esplendor de la primavera, que me han permitido con
asombro contemplar el cielo cubierto de estrellas y las luminosas noches
blancas del verano, y las buenas gentes, y la torre del campanario, y las
flores, y los niños correteando por la verde hierba de las eras en verano.
Ojos que
descubrieron por primera vez la Inmaculada luz de los campos de un pueblecito
de Castilla, que contemplaron el río, las praderas, los chopos y los álamos de su
ribera, que disfrutaron con la nieve que todo lo cubría en los hermosos y eternos
inviernos patinando sobre el hielo y degustando los deliciosos témpanos de
hielo que colgaban de los bajos tejados, corriendo sin que el frio nos
afectase, como si no existiese, como si los muñecos de nieve nos acompañasen cuando
los veíamos a la entrada y salida de la escuelita, en el recreo, que es cuando
los modelábamos partiendo de una piedra que hacíamos rodar eras abajo, disfrutando
una infancia que estos ojos recuerdan con un cariño inmenso, que mantengo en la
retina, como si aún estuviese viviendo aquellos hermosos tiempos.
Luz de mis
ojos que me permiten reflejar el mundo que me rodea, llenando mi memoria de
lugares, personas y situaciones, que constituyen mi acervo personal, social y
cultural, que son la suma de mi existencia, que pueblan mi mente gracias a
ellos, a la cristalina y transparente
puerta que me comunica con el mundo exterior, llenando mi vida de
sensaciones, emociones y vivencias, que recojo agradecido y satisfecho por este
valioso presente que la vida me ha regalado desde el principio de mis días.
Gracias a mi
querida madre que me los donó, a su imagen y semejanza, en un acto de amor que nunca
sabré agradecer bastante, que jamás olvidaré, que recordaré siempre mientras un rayo de luz
alimente estas dos transparentes ventanas y sigan atrapando el mundo a mi
alrededor, hasta que la luz ya no traspase el umbral de sus pupilas y la sombra
ocupe su lugar, retornando al principio, allá donde la eternidad se confunde con
el espacio y con el tiempo, después de
haberlos abierto inmensamente para llenarlos de los últimos rayos de luz, que serán
el último amanecer y el primer ocaso de mis
días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario