Todas
las relaciones humanas, de cualquier orden, de cualquier signo, al margen del
ámbito de dónde se desarrollen, necesariamente han de basarse en la facultad de
considerar a los demás, sobre la base de una coexistencia que ha de exigir la
observancia de un derecho que a todos nos corresponde, tanto de recibir, como de
reconocer, sin el cual el ser humano no puede desarrollarse con la dignidad que
merece todo ser vivo que conforma la existencia sobre este planeta, tan
necesitado también de ese reconocimiento que llamamos respeto.
En
diversos idiomas, tanto en prendas de equipamiento deportivo como en vallas
publicitarias, anuncios, pancartas y soportes de todo tipo, de campañas
políticas, nacionales, internacionales, privadas y oficiales, el término “respeto”,
sobre todo en su acepción inglesa “respect”, luce invariablemente tanto a nivel
individual como grupal, en el primer y en el tercer mundo, como un reclamo
universal, que a nadie sorprende ya, como una seña de identidad que, aceptada
por todos, nos obliga a seguir su sugerente dictado, que no es otro que el de
la consideración por la dignidad y los derechos de los demás.
Algo
tan infrecuente y ninguneado que no necesita de una seria y determinada
investigación para sacarlo a la luz, pues basta con hojear cualquier medio de
comunicación, ya sea escrito o audiovisual, para comprobar cómo la falta de
respeto brilla por su ausencia, campando por sus respetos, como si de una mala,
pero permisiva costumbre se tratara, con una patente de corso que parece se les
ha concedido a todos los que publican, tanto de forma anónima, como los que sin
necesidad de ocultarse, usan de una grosera y detestable manera, para insultar,
denigrar y vejar a propios y extraños, cuando de conseguir sus inconfesables
objetivos se trata.
El
respeto era una de las reglas más elementales, nunca escritas, que en nuestros
tiempos infantiles regían para con nuestros mayores en general, por el simple hecho
de serlo, en especial con padres y abuelos, respetados siempre aquellos y
sumamente reverenciados éstos últimos, algo que, sobre todo con los padres de
nuestros padres, ha decaído en gran manera, no por falta del respeto debido,
sino por una relajación en el afecto que antes los teníamos, que nos llevaba a
visitarlos con frecuencia y a considerarlos con un caluroso y tierno cariño,
que agradecían inmensamente, y que alegraba cada día de esa etapa de sus vida.
Lo
mismo sucedía con los maestros de aquellas remotas épocas, queridos y admirados
por padres e hijos, reverenciados en extremo, repartidos por toda la geografía
nacional, destinados en pueblos y aldeas alejados de la mano de Dios y de los
hombres, encerrados en sus escuelitas con sus alumnos de todas las edades,
chicos y chicas, sentados en sus pupitres con la enciclopedia, el catecismo y las
cien figuras españolas para leer, cantando las tablas de multiplicar,
practicando la escritura en los cuadernos de caligrafía, escribiendo al
dictado, y haciendo cuentas en la pizarra que presidía la vieja escuela,
maestros que hoy son en gran manera, si no
ninguneados, sí en cierta manera relegados tristemente, a un segundo plano por padres y alumnos, que no
reconocen como debieran su esencial y entregada labor.
Y llegados a este punto, si hay una parcela donde el respeto brilla por su absoluta y total falta de presencia, es en la política, falta de respeto hacia los ciudadanos a los que se supone que representan y hacia la más elemental de los principios éticos y estéticos que rigen las relaciones humanas, con un desprecio absoluto hacia quienes ostentan el verdadero poder, que son los ciudadanos que los han votado, a los que olvidan continuamente, dedicándose a insultarse, menospreciarse y despreciarse, tanto en público como en sede parlamentaria, crispando una sociedad que no se merece a estos falsos representantes, ni a un gobierno que miente continuamente, que false y oculta los hechos que no le interesa que salgan a la luz, y que no tiene objeción alguna en pactar con quién más le convenga y lo que más le interesa para continuar en el poder, demostrando con ello el nulo respeto que le merecen los ciudadanos que los han votado, a los que defraudan continua y permanentemente, en un gesto de altanería y soberbia, que los descalifica para el ejercicio de su responsabilidad como gobernantes.
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