Cincuenta años, medio siglo, casi una eternidad, desde que abandoné
Muñoveros, después de residir allí durante doce años, para regresar al cabo de
otros quince en una fugaz visita, que repetí justo hace un año por esta mismas fechas,
en un viaje muchas veces deseado y otras tantas pospuesto, cual hijo pródigo
que regresa a sus orígenes.
Enfilo la
carretera de acceso, mil veces recorrida durante tantos años, que recuerdo era entonces
de blanca y pedregosa tierra, colmada de socavones y arena, asfaltada después, en
los últimos tiempos de mi estancia, escoltada por los mismos pinares que ahora
contemplo, las mismas curvas, los mismos campos, el puente, el rio, el vivero,
y poco después, adivino ya la proximidad del pueblo que tan amable y cálidamente
nos acogió.
Entro, con el
corazón en un puño y contenida emoción, en la calle principal que cruza el
pueblo, para contemplar que todo parece seguir igual, como si el tiempo se
hubiera detenido, y llego a la plaza de la Constitución, mil veces pateada y nunca
olvidada, que me traslada a principios de los años sesenta cuando llegué, para convivir
con sus gentes, durante unos años inolvidables.
El tiempo
parece haberse detenido durante estos casi cuarenta años que he estado ausente,
aunque jamás he olvidado aquellos imborrables años, durante los cuales formé mi
personalidad, conocí a mis mejores amigos, que celosamente conservo, y, sobre
todo, disfruté junto con mi familia, de la inestimable, acogedora, y siempre agradecida
hospitalidad que nos deparó la buena gente de este entrañable pueblo.
Me recreo en
la casa donde viví con mi familia, encima del salón, en el ayuntamiento, dónde
tantas tardes pasé con mi padre en su despacho, en la secretaría, y contemplo
la iglesia, su atrio, su torre y sus dos puertas, que son las mismas de
entonces, las que el inefable don Basilio mandaba cerrar cuando ya había
comenzada la misa, para que los “bobotes” como solía decir, no pudiesen entrar.
Contemplo el
frontón, el callejón de los infiernos, la calle del Rosario que conduce al
camino de Veganzones y a los Peralejos, dónde solíamos jugar al fútbol junto a la
arboleda dónde tantas veces nos refugiamos del calor del verano, al abrigo de
la agradecida sombra que nos regalaban sus espléndidos árboles, y contemplo con
añoranza la escuela que regía el entrañable maestro don Manuel, para regresar
de nuevo a la plaza.
Comienzo
entonces a ver gentes que me miran tratando de reconocer en mi a alguien
conocido, familiar, lejano, lo mismo que me sucede a mí, hasta que, por fin,
rompemos la distancia de tantos años separados, y empezamos a presentarnos, a
reconocernos, fundiéndonos en abrazos, frases entrecortadas, gesto y palabras
que nos conducen a aquellos lejanos tiempos durante los cuales convivimos y
disfrutamos en este amable pueblo.
Y comenzamos
a recordar con una intensidad desatada, nos robamos unos a otros las palabras,
nos entusiasmamos, mientras van llegando nuevos conocidos que se suman a la
emoción del momento, y que poco a poco van conociendo quién es el intruso que
acaba de llegar, facilitando así el encuentro, así como mi nombre y los suyos,
olvidados por el paso del tiempo, pero jamás ignorados, lo que hace que los
recuerdos afloren poco a poco y volvamos a vivir con intensidad aquellos
inolvidables años.
Me sugieren dar
una vuelta por el pueblo, y enfilamos la calle que baja a la Fuente Grande, que
como vería poco después, al acercarme a ella, ya no es tan grande como entonces, como la recordaba,
emblemática siempre, aunque irreconocible ahora para mí, como las nuevas casas, las nuevas viviendas allí
construidas y la nueva calle, que entonces no existía como se ve ahora, y acercándome
a la fuente, la contemplo con la añoranza propia de quien tantos y tan felices
momentos pasó allí.
Reparo en que
conserva su inseparable rueda metálica, con su manivela, que la recuerdo igual,
para que conste, parece decime, para que sepa todo el mundo que sigue siendo
ella, la misma de entonces, acompañando a la vieja y entrañable fragua, que
parece no haber sufrido cambio alguno, resistiendo al tiempo y a sus inclemencias,
a los hombres y mujeres que por allí han pasado, escoltada por la arboleda
aledaña, por los caminos que de allí parten, y por el nuevo barrio que ha hecho
crecer el pueblo, dándole un indudable toque de modernidad que lo ha hecho rejuvenecer.
Continuo el
paseo acompañado de mis amigos de entonces y de ahora, así como de mi esposa,
que no sale de su asombro ante tan caluroso recibimiento, y volviendo sobre
nuestros pasos, subimos hasta la calle principal que nos conduce hasta las instalaciones
de la piscina, que desconocía, dónde se asentaban las escuelas, que hoy se
utilizan como vestuarios, y sentándonos en su amigable terraza, tomamos unas
cervezas, en torno a la mesa a la que se van sumando nuevos y animados
componentes que, en alegre e intensa charla, tratamos de recuperar el tiempo
pasado, a fuerza de citarlo, de celebrar numerosas anécdotas, una y otra vez,
como si así pudiéramos así recuperarlo.
Los recuerdos
afloran acerca de aquellos viejos tiempos que ahora nos parecen tan cercanos,
tan próximos y ambles, que parece volvemos a disfrutarlos, rememorando hechos,
lugares y situaciones diversas vividas en plena juventud, algo que a todos se
nos escapa ahora, y que recordamos, en una animada charla que me llena de
satisfacción y agradecimiento hacia todos los que allí estamos, mientras va pasando el tiempo, y con ello la
hora de regresar, después de unas inolvidables horas pasadas, que mantendré para
siempre en el mejor, más amable y agradecido rincón de mi memoria, con la firme
determinación de volver para recuperar el tiempo perdido.
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