Durante
un tiempo, para mí inolvidable, ejercí de maestro de escuela en tres
pueblecitos de la provincia de Segovia, recién terminada la carrera de magisterio
en la Escuela Normal de esa hermosa e incomparable ciudad, con apenas veinte
años, con toda la ilusión puesta en el empeño y, por supuesto, sin la menor
experiencia. No tenía ni la menor idea de lo que me esperaba. He decidido
recopilar estas experiencias vividas y pasarlas al papel. Me ha proporcionado
una gratificante alegría recordar aquellos maravillosos y épicos tiempos que
nunca olvidaré, y que pueden amenizar el tiempo de aquellos lectores, que
conmigo, se decidan a conocer las andanzas de un maestro de escuela que lo fue
de
Donhierro, Moral de Hornuez y Duruelo, por este orden, donde llevé a cabo el sufrido ejercicio de
maestro en condiciones a veces realmente penosas, en otras llevaderas, en
ocasiones en medio de una soledad aplastante y en conjunto y pese a todo de
hermosos y nostálgicos recuerdos imborrables, que forman parte de lo mejor y más
amable de mi existencia.
Cuando al final de este periplo rural entré a formar parte del profesorado de
un colegio privado en Madrid, me di cuenta de lo que había perdido y de lo que
había dejado atrás. El contraste fue brutal y pese a que todas las condiciones
en general mejoraron ostensiblemente, añoré profundamente mis pueblos, mi
escuela con sus niños de otro mundo y sus afables y respetuosas gentes.
No es ni mucho menos mi caso el más digno de destacar, ya que cuantos maestros
y maestras de mi generación y, sobre todo, de anteriores generaciones sufrieron
lo indecible en aldeas y pueblos sin la menor de las comodidades exigibles. Recuerdo
a una antigua compañera que estuvo destinada en una minúscula aldea cerca de
Riaza. Se alojaba en una casucha entre las ruinas de un antiguo castillo. Pasó
tanto miedo y en unas condiciones tan espantosas que al cabo de poco tiempo
tuvo que renunciar al destino. Después la enviaron a un pueblecito no muy lejos
de allí, que cuando llovía, las calles embarradas y en pésimas condiciones
suponían un serio obstáculo para lograr llegar hasta la escuela situada en un
lugar inaccesible del pueblo.
Por aquel entonces las escuelas eran unitarias. Los niños en una escuela con el
maestro y las niñas en otra con la maestra y, por supuesto, de todos los
cursos. Un trabajo ímprobo a realizar, facilitado, eso sí, por unos alumnos
ejemplares, casi sumisos, sin malicia y por unos padres absolutamente
respetuosos con el maestro, a los que desde aquí, envío un caluroso, sincero y
emocionado reconocimiento de gratitud y afecto.
Una fría mañana de invierno, llegué a Donhierro, un encantador pueblecito cuya
escuela se encontraba justo en el límite de las provincias de Ávila, Valladolid
y Segovia. Una piedra o mojón señalaba el lugar exacto de la conjunción de las
tres provincias.
Sin saber qué hacer ni por donde empezar, me despedí de mi padre que me había
llevado en el seat seiscientos desde Muñoveros, también de Segovia, dónde
residía.
Mi primer pueblo, con veinte años, sin experiencia alguna y en un lugar
recóndito y apartado en plena meseta castellana. Recordé entonces aquellos
versos de Patxi Andión: Con el alma en una nube/y el cuerpo como un
lamento/llega el problema del pueblo/llega el maestro.
Por aquel entonces las escuelas eran unitarias, es decir, los niños en una
escuela y las niñas en otra. Desolador panorama; treinta niños para mí, el
maestro y treinta para ella, la maestra. Como Dios manda. De todos los cursos y
de ocho a catorce años. No lo recuerdo, pero imagino que sentiría un
irrefrenable impulso de abandonar y salir corriendo.
Lo que sí se me quedó grabado fue lo primero que hice; arreglar un cristal roto
y encender la gloria, calefacción muy extendida por entonces en las escuelas y
que consistía en unos túneles que recorrían el subsuelo. La leña se introducía
por una boca de entrada practicada en la parte posterior de la escuela, se
empujaba hacia el interior y se cerraba con una puerta metálica. Al cabo de
media hora, yo y mis expectantes e inquisitivos alumnos disfrutábamos de una
agradable temperatura.
Conseguí salir adelante organizando lo mejor que pude aquel desbarajuste de los
cinco ó seis cursos que tenía. Era el responsable único de mi escuela y de mis
niños con los que hacía excursiones frecuentes a deliciosos lugares de los
alrededores como uno próximo, muy conocido, donde se encontraban con facilidad
restos arqueológicos como puntas de flecha y otros utensilios con los que
logramos formar una estimable colección y que me permitieron impartir varias
clases de ciencias naturales al aire libre.
Fueron duras las primeras semanas, apesadumbrado por una soledad que me
sobrepasaba por momentos. No obstante, no tardé mucho en trabar amistad con los
pocos jóvenes y menos jóvenes con los cuales y de vez en cuando, me acercaba a
Arévalo, un importante y animado pueblo situado a pocos kilómetros de
Donhierro. Recuerdo también las partidas de mus en la única tasca del pueblo.
Buenas gentes, afables siempre y a las que desde aquí, rindo testimonio de
gratitud.
Nunca he sido animal religioso, pero como maestro estaba obligado a asistir a
misa los domingos acompañado de los niños de la escuela. Nos situábamos a ambos
lados del altar mayor presidiendo la ceremonia. Inimaginable para mí, pero creo
que lo afronté dignamente.
El maestro por aquel entonces era toda una institución, valorado y respetado
por los niños y por los padres. Parece mentira, pero hoy, treinta y cinco años
después, algo ha cambiado en este aspecto.
Deseo dedicar un especial recuerdo a la patrona que me acogió en su casa. Una
señora que me trató con todo el respeto y la mayor de las deferencias. Me hizo
sentir como un marqués, abrumándome con sus cuidados. No recuerdo su nombre,
pero agradecí y agradezco profundamente el maravilloso trato de todo tipo que
me dispensó.
Poseía una magnífica casa en la placita del pueblo, un lujo para lo que me
esperaba en el pueblo siguiente adonde fui destinado.
No
se me olvidará jamás una anécdota relacionada con la virgen que colgaba de la
cabecera de la cama que decidió descolgarse y propinarme un severo golpe en la
frente cuando me encontraba en pleno sueño. Quizás decidió reconvenirme por mi
falta de religiosidad. Impagable el curso que pasé en Donhierro. Dedico un
emocionado recuerdo a sus gentes y a los niños de entonces, mujeres y hombres
de hoy.
Con nostálgica tristeza tuve que dejar Donhierro para dirigirme a otro pequeño
pueblo segoviano llamado Moral de Hornuez en las proximidades de Riaza, camino
de Montejo y Aranda de Duero, situado en una hondonada, que lograba el efecto
de ocultarlo a la vista de aquel que no se encontraba en sus proximidades.
Cuando lograbas divisarlo ya estabas en la entrada de su calle principal.
Con la experiencia acumulada y con el seiscientos ya en propiedad, me dirigí
desde Hontalbilla, adonde vivía entonces, atravesando Cantalejo y Sepúlveda a
través de las serpeantes curvas desde donde se divisa esta preciosa villa para
llegar a Boceguillas desde donde enfilé una carretera que terminaba donde empezaba
un camino de tierra cubierto de agua y barro que consiguió el milagro de
cambiar el color claro del sufrido seiscientos por otro de tono indescifrable
que lo dejó irreconocible.
Por fin, y de improviso, apareció Moral de Hornuez, hundido en un valle-hondonada.
Se accedía por una inclinadísima cuesta por la que con el tiempo y sobre todo
en invierno habrían de empujarme mis alumnos para poder superarla y regresar a
casa los fines de semana.
Las escuelas estaban situadas en la cima de un cerro, en la parte más alta del
pueblo. El viento silbaba allí de una manera feroz. Los días de tormenta eran
auténticamente épicos con el aire y la lluvia azotándolo todo.
Como no, la maestra tenía en una escuela a las niñas y el maestro a los niños
de todas las edades y de todos los cursos. Como así nada positivo se podía
conseguir, decidí llamar a la Inspección de Segovia y logré el permiso para
quedarme con los chicos y chicas mayores y la maestra con las chicas y chicos
menores.
Un
auténtico logro del que aún hoy me sorprendo que pudiera conseguir. De esta
manera, logré la integración de niños y niñas y, por supuesto, una mayor
consecución de objetivos al reducir a la mitad el número de cursos. El panorama
que me encontré, una vez tomé posesión de mi escuela, fue descorazonador. Los
niños llevaban un tiempo sin maestro y cuando lo tenían duraba poco tiempo. Con
el tiempo lo entendí, debido a las durísimas condiciones con las que tenían que
enfrentarse y que tuve ocasión de comprobar.
El primero de los problemas se me presentó a la hora de conseguir alojamiento.
Nadie quería alojar al maestro. No por desidia hacia él, ya que jamás he
sentido un respeto hacia el maestro como en este pueblo, era casi veneración
por no hablar de sumisión aparte de la necesidad que tenían de que por fin una
maestro se quedase en el pueblo. El problema era la falta de un espacio con las
condiciones mínimas para alojar a alguien. Lo conseguí al final en una casita
situada al final del pueblo. La habitación no reunía las mínimas condiciones de
habitabilidad, pero es lo que había. No había servicio de ningún tipo. El
corral donde estaban los animales ocupaba su lugar, así que pueden imaginarse
la situación a la hora de llevar a cabo las necesidades básicas, postrado entre
los animales con los que a la fuerza trabé una singular amistad forzados ambos
por la particular y comprometida situación.
No disponía del menor espacio para mí y tampoco había una triste tasca donde ir
a pasar el rato, así que pasaba el tiempo en la escuela. Me sentaba en el suelo
ya que afortunadamente la gloria aún irradiaba calor, cubriéndome con un abrigo
en invierno para soportar el frío mientras el viento más que silbar, vociferaba
a mi alrededor.
Un capítulo aparte merece los pocos ratos que pasaba en la reducida cocina,
bien para comer o bien para charlar con los dueños de la casa. La señora era
muy atenta y siempre me atendió lo mejor que pudo dentro de las limitaciones
que ofrecía la casa. El marido, buena persona merece un capítulo aparte.
Mantenía
con él y con cierta frecuencia unas discusiones que me dejaban agotado. No
poseía cultura alguna, pero hablaba de todo sin el menor pudor. Se creía además
en posesión de la verdad, por lo que pueden imaginarse la situación. Pongo un
ejemplo. Mantenía que el infierno estaba en el centro de la tierra por el hecho
de que había oído hablar de que la temperatura aumenta con la profundidad. Como
el centro de la tierra estaba a gran distancia de la superficie, la conclusión
irrefutable era que allí tenía instalado Lucifer sus aposentos.
Le expliqué una y mil veces que tuvo lugar esta perversa conversación, el
razonamiento científico explicativo de semejante fenómeno. Lo hice de la forma
más clara y diáfana que pude. Ni le convencí, ni dio su brazo a torcer. Por lo
que definitivamente las instalaciones infernales quedaron alojadas en el centro
de la tierra, eso sí, a no sabemos cuantos kilómetros ni en qué dirección ni
por donde se accede a semejante y caluroso lugar.
De acuerdo con los padres, me encargué de conseguir los libros para los niños,
para lo cual fui a Valladolid un fin de semana y creo que fue en la editorial
Álvarez donde los adquirí.
El día a día en la escuela, como en Donhierro pese al arduo esfuerzo
desarrollado para poder armonizar y estructurar los diferentes conocimientos de
los variados cursos, fue gratificante y sumamente agradecido. Más adelante,
cuando me establecí definitivamente en
las proximidades de Madrid, me di cuenta de lo que había perdido al dejar el
contacto con los niños del ámbito rural. Creo que jamás en los tres pueblos en
los que ejercí tuvo que levantar la voz a un alumno o imponer la disciplina ni
individual ni colectivamente. Un oasis de paz y sosiego, donde podías trabajar
y convivir en paz con tus alumnos.
Mi vida al margen de la escuela fue al contrario que en Donhierro; dura y
extremadamente solitaria. Ni siquiera una tasca donde poder pasar los ratos
perdidos al salir de la escuela. Imposible en la casa donde me alojaba, ya que
no había espacio ni en la habitación ni en la cocina que también hacía las
veces de comedor. Desolador. ¡Cuánto añoraba Donhierro!
Con el paso del tiempo hice amistad con el Secretario del Ayuntamiento que
casualmente conocía a mi padre por ser compañeros de profesión y con quien al
menos, los días que tenía secretaría pasaba a charlas con él. Más adelante
abrieron un pequeño bar y allí nos reuníamos el secretario, el médico y yo los
días que coincidíamos.
Fue
un alivio.
Poco a poco fui entablando amistad con los jóvenes del pueblo, muy numerosos
por cierto. Aún siendo de mi edad no conseguí que me tuteasen pese a invitarles
a ello repetidas veces. Me invitaban con frecuencia a unas opíparas meriendas
que tenían lugar en las bodegas que todos los vecinos tenían excavadas en el
suelo en unos túneles que desembocaban en una galería final donde se
encontraban las cubas de vino. Nos sentábamos y preparaban el escabeche y el
chorizo que llevaban y lo regábamos con el vino extraído directamente de los
toneles.
En otra ocasión y en Montejo, pueblo más grande que Moral y próximo a él, la
Corporación Municipal a través del secretario del ayuntamiento que ya conocía,
pues era también el de Moral de Hornuez, me invitaron a un auténtico festín que
consistía en una excelente chuletada que preparaban en el exterior de la bodega
para a continuación pasar a la misma para degustarlas allí con el vino de los
toneles. Más que halagado, me sentía abrumado. El maestro era alguien a quien
consideraban de verdad. Sin lugar a dudas eran otros tiempos. Buenos ratos que
recuerdo con profundo agradecimiento.
Desde la casa donde vivía, situada en un extremo del pueblo hasta la escuela
situada en el otro extremo y en la zona más alta, había un buen trecho jalonado
por las puertas de las casas de los vecinos que se iban abriendo a medida que
yo pasaba con unos “buenos días Sr. Maestro”, al que nunca pude acostumbrarme,
al igual que el tratamiento de "usted" que me daban los jóvenes.
En numerosas ocasiones me acerqué a Aranda de Duero por una infame carretera
que terminaba en un pinar donde se convertía en una camino que conectaba con la
carretera nacional. Siempre que iba, pasaba antes por la casa del Sr. Alcalde,
una excelente persona que casi siempre se venía conmigo. Me hacía compañía y de
paso se ocupaba de sus gestiones y de los encargos que le hacían.
Cuanto me gustaría recordar el nombre de tanta buena gente que conocí en mis
andanzas de maestro rural. Ha pasado demasiado tiempo desde entonces y el
tiempo no perdona, aunque afortunadamente no he olvidado la mayoría de las
anécdotas y vivencias que en general fueron gratificantes y placenteras.
Al finalizar el curso, me comunicaron de Segovia que el próximo ya no
continuaría allí, ya que enviaban a un maestro que tenía la plaza en propiedad.
Al saberlo, la corporación municipal montó en cólera y me dijo que de ninguna
manera me iba de allí. Les expliqué que eso era imposible pero no quisieron
admitirlo. Como yo tenía que ir a Inspección a Segovia, se vino conmigo el
Alcalde y una delegación del Ayuntamiento. Hablaron exponiéndoles el problema
que habían tenido hasta entonces con los maestros y adujeron que ya que uno les
había durado un curso, de ninguna manera iban a permitir que me fuera.
Naturalmente les dijeron que eso era imposible y ahí terminó mi estancia en
Moral de Hornuez.
Mi próximo y último destino rural sería una sustitución por unos meses,
casualmente, en el Pueblo donde nací: Duruelo, un pequeño pueblo situado al pie
de la sierra de Somosierra y en las proximidades de Sepúlveda. Me hospedé en
casa de unos tíos míos, Fabiana y Virgilio con los que me sentí como en mi
propia casa.
Difícil de expresar los sentimientos que te embargan cuando vuelves al lugar
donde naciste, como maestro del pueblo. Fue una breve pero hermosa experiencia
que recuerdo con una particular nostalgia. Al contrario que en los pueblos
anteriores, el número de niños era muy reducido, alrededor de diez. Nos
sentábamos en círculo alrededor de la estufa situada en el centro de la escuela
y así pasábamos los ratos aprendiendo mutuamente. Dictados, cálculo, caligrafía,
ortografía y lectura. Instrumentos básicos para el aprendizaje y que hoy han
quedado totalmente relegados y que yo practiqué con asiduidad con mis alumnos.
Duruelo, pese a ser muy pequeño, poseía un bar dónde nos reuníamos la maestra,
el cura, que pese a mi anticlericalismo, reconozco que era una persona cordial
y sobre todo muy abierta, y los jóvenes y menos jóvenes del pueblo, para
charlar, tomar unas cañas y echar una partida de cartas. Nos íbamos a Sepúlveda
de vez en cuando y los fines de semana a mi casa en Hontalbilla, también de
Segovia que es donde vivían mis padres María y Marcelino.
Fueron unos meses en los que no hubo lugar para el aburrimiento. Los mejores
momentos, sin lugar a dudas los pasé con mi tío Virgilio. Era una de esas
personas dotadas de una inteligencia natural que como tantas otras en aquellos
tiempos no tuvieron ocasión de desarrollar, cultivar y demostrar sus numerosas
aptitudes. Cuantos buenos ratos pasé con mi tío Virgilio en la llamada “casa de
los pobres”, que no era sino el cocedero, es decir, una pequeña casita situada
delante de la casa que albergaba el horno de cocer el pan y de asar el famoso y
suculento cordero asado segoviano. Nos sentábamos al amor de la lumbre baja que
encendían en la base de la entrada del horno, donde asábamos unas deliciosas
patatas. Encendíamos nuestros respectivos cigarros, él su picado ó caldo que
liaba con extrema habilidad y yo mis ducados y comenzábamos una animada charla
que podía llevarnos horas.
Me
hablaba de las tempestuosas sesiones de las Cortes Republicanas, relatándome
hechos concretos e intervenciones de los diputados que en algunas ocasiones
casi llegan a las manos. Citaba hechos, fechas, lugares y nombres, cuyo
conocimiento me causaba asombro. Yo, habiendo estudiado la historia de ese
tiempo, no sabía ni la mitad que él. Él era el maestro y yo el alumno. Me cantó
una popular letra republicana, que yo desconocía, muy popular: si los curas y
monjes supieran/la paliza que les vamos a dar/saldrían a la calle
pidiendo/libertad, libertad, libertad.
Mi más profunda gratitud a mi tía Fabiana que tan bien me cuidó y a mi tío
Virgilio con quien tantos y tan buenos ratos pasé.
Dejé con tristeza Duruelo al que pocos años después regresaría con mis padres
para establecernos allí definitivamente donde nacimos y pasamos nuestros
primeros años.
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