El doce de octubre de 1504, en la villa de
Medina del Campo, cuando la Señora Reyna Católica, Doña Isabel, dictó
testamento, que en lo relativo a su hija Juana, rezaba, a grandes rasgos cómo
sigue: “Otrosí, conformándose con lo que debo y soy obligada de derecho, ordeno
y establezco e instituyo por universal heredera de todos mis Reynos, e Tierras,
e Señoríos, e de todos mis bienes rayces, después de mis días, a la Ilustrísima
Princesa Doña Juana, Archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña, mi muy cara,
e muy amada hija, primogénita, heredera e sucesora legítima de los dichos mis
Reynos e Tierras e Señoríos, la cual luego que Dios me llevare, se intitule
Reyna”, al tiempo que entre otras disposiciones, añadía, que si Juana no estaba
en sus reinos, ya que se encontraba en Flandes, no quería entender de su
gobernación, nombraba al rey su señor, regente mientras su nieto, el infante
Don Carlos, alcanzase la edad legítima para regir y gobernar.
De este testamento parecen desprenderse las dudas que Juana
despertaba en la reina, dado su carácter complicado y sus desequilibrios
emocionales, que mostraba ya desde niña, acentuados en la madurez, unido al
poco interés que denotaba en las tareas de gobierno, a la par que se aprecia la
mano, sin duda, del rey Fernando, interesado en el reino de Castilla, algo que
se manifiesta, cuando en las Cortes de Toro, afirma que uno de los motivos que
le llevaron a encargarse del gobierno de Castilla, es el hecho de que “la
Reina, mucho antes de fallecer, conoció y supo de una enfermedad y pasión que
sobrevino a la Reyna Doña Juana”, constituyendo esa declaración, la primera vez
que, en un documento oficial, se reconocía la posible incapacidad de Juana para
gobernar.
Cuatrocientos sesenta y ocho años después - Juana murió en
Tordesillas en 1555 - aún continúan las dudas, más que fundadas, sobre su
alejamiento del poder, primero por su padre Fernando, y después por su hijo
Carlos, sin que posiblemente nunca conozcamos una verdad que continúa latente
para tantos estudiosos del tema, y para una historia, que como en tantos casos,
se niega a revelar la verdad de unos hechos que seguramente jamás conoceremos.
Está situación se agrava,
al poner de manifiesto el hecho de que los historiadores no se ponen de
acuerdo, salvo en el hecho de que tanto su esposo Felipe, como su padre el Rey,
estaban interesados en relegarla del gobierno, e hicieron todo lo posible, y
consiguieron, evitar que Juana reinase, aunque siempre ostentó el título de
Reina hasta el final de sus días.
Compartió el título de reina, de derecho, que no de hecho, con su
hijo Carlos, que la mantuvo en Tordesillas, hasta su muerte en 1555, sometida a
un vergonzante estado de prisionera, bajo el mando de quienes la mantuvieron
cautiva, con unas estrictas, duras y crueles condiciones carcelarias dictadas
por su hijo, el rey, que apenas fue a verla en los largos cuarenta y seis años,
desde 1509, que estuvo recluida con la sola compañía de su hija Catalina, que
lo hizo, hasta que en 1525, casó con Juan III de Portugal.
Juana, pronunció ante la Santa Junta de los Comuneros de Castilla,
reunida en Tordesillas en 1520, una frase, que revela su afable carácter, pese
a la leyenda que le rodea, y que tantas dudas ha suscitado a lo largo de la
historia: “Yo tengo mucho amor a todas las gentes y pesaríame mucho de
cualquier daño o mal que hayan recibido”, aunque ella, nunca demostró excesivo
interés en gobernar, salvo en concierto con su hijo.
Algo que parece ser que pretendió, y a lo que su hijo se negó,
aunque nunca le discutió su título de Reina, que conservó hasta el final, pero
sin efecto material alguno, y a la que dispensó un trato profundamente injusto
e inhumano, llegando hasta el maltrato, instruyendo para ello a sus
crueles carceleros, los marqueses de Denia, y llegando hasta el extremo de
robarle de sus aposentos numerosas joyas, oro, plata, libros y tapices, para
que sirvieran como parte de la dote de Catalina.
Un capítulo de la historia de España, que muchos ansiamos, que un día, por lejano que fuera, se viera clarificado y respetado nítidamente, como se merece este personaje tan injustamente tratado de nuestra historia, que merece formar parte de la misma, de tal forma y manera, que se despejen las dudas sobre una más que probable injusticia cometida por quienes le impidieron que detentase unos títulos otorgados en legal y taxativo testamento de una mujer, su madre Isabel, y que dos personajes, dos hombres, su padre Fernando y su hijo Carlos, impidieron con sus siniestras insidias, que ostentase de hecho el título de reina.
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