Jamás
en este país se había dado un gobierno de un talante presidencialista tal, que relegase
al resto de los componentes del mismo a un lejano y oscurantista lugar, siempre
controlado y supervisado minuciosamente, por el que todo ha de pasar, como si
de un tupido filtro se tratara, como la tela de araña que urdida a su alrededor
impidiera el más leve indicio de actividad, que pudiera darse sin su expreso y
tácito consentimiento, movimiento que en todo caso sería detectado de inmediato
por sus fieles servidores siempre atentos a cualquier intento de subvertir el
orden establecido, algo impensable, a sabiendas del alto coste que ello
acarrearía a quién osase cometer tamaño desafío.
Rodeado
de su guardia pretoriana que ha diseñado cuidadosamente tras un exhaustivo
estudio de la táctica a seguir en cada momento, el presidente ha colocado en estratégica
posición al intrigante superministro que asume la justicia, la presidencia y
las relaciones con las Cortes, en una maniobra que para sí querrían muchos
mandatarios que fueron y son auténticos imperátor, auténticos lobos esteparios
bajo el disfraz de corderos, con unas disimuladas tendencias absolutistas que
no logran engañar más que a quienes se dejan llevar por el dogmatismo propio de
quienes justifican a estos personajes cegados por un fanatismo personal que les
nubla el entendimiento hasta el punto de justificar cualquier acción, cualquier
decisión tomada, que conlleve su perpetuación en tan alto cargo, cuya
consecución siempre justificará los medios empleados.
Este
superministro encierra en sí mismo un más que considerable poder, basado en el
hecho de que a través de él, el presidente ejerce un considerable control de la justicia y de las Cortes, al tiempo que
como ministro de la presidencia lo tiene siempre disponible, siempre a mano
para lo que considere menester, como un eficiente y sutil espía, al servicio de
sus señor, algo que el susodicho superministro lleva a cabo con una total
diligencia y servidumbre, salvo para pedir respeto total hacia el poder judicial
y sus representantes los jueces, que como ministro de justicia tiene la
obligación de exigir a todos, comenzando por los propios compañeros de gobierno
que, por cierto, no se prodigan en exceso, lo que es sumamente reprobable, como
lo fue la elección del ministro de transportes, auténtico bulldog del
presidente, que como tal lo utilizó cuando lo lanzó contra el jefe de la oposición
en el debate del fracasado intento de investidura.
Al
mismo tiempo, la vicepresidenta primera, tan elegante ella, tan fiel seguidora
de su admirado jefe, siempre dispuesta a batallar por él, con una defensa a
ultranza que le hace sentirse acreedora de una seguridad tal, que le expone con
harta frecuencia a una ordinaria y vulgar actitud hooligan, cuando debatiendo
en sede parlamentaria se considera acreedora de una ironía y un sarcasmo que no domina pero que le lleva
a pensar – sus gestos la delatan – que se halla en la cima de la oratoria más
amena, grácil y portentosamente efectiva, con la que logra destrozar a su contrincante, a quién no dará tregua ni más
salida que una retirada incondicional, tal como ella debe considerar, dada la altiva
actitud que suele mostrar al terminar sus intervenciones, como si la victoria
más aplastante y arrolladora cayera siempre de su lado, dejando al enemigo
desarmado, inerme y derrotado, algo que solamente ella parece percibir.
Con
un control total del partido que ha ido diseñando a su medida hasta el punto de
desaparecer en cuanto a un mínimo control que sobre él pudiera llevar a cabo,
salvo algún verso suelto que no representa ningún serio obstáculo, dispone de una
absoluta libertad de acción que le da vía libre para moverse a sus anchas sin
que nadie le límite a la hora de llevar a cabo su plan de gobierno basado en
una ambición sin límites, que no obstante, pese a que nadie le pone traba
alguna, puede constituir un problema a medio plazo, al caer en errores de los
que nadie le va a advertir, precisamente por no contradecirle y evitar por lo
tanto no salir en la foto.
Si a
todo lo expuesto añadimos el control que posee sobre la fiscalía, que pudiera
complicarle la resolución de temas como la amnistía, el camino queda despejado
para el logro de sus fines, sin inoportunas oposiciones siempre incómodas, con
lo que su viaje hacia la consecución de sus objetivos, queda definitiva y clarificadoramente
libre como él desea, dueño absoluto del castillo dónde reina y gobierna sin más
oposición que él mismo, el único que puede acabar con su imparable carrera, si
es que llega a hacerse acreedor de algún error, que como humano, podría cometer,
aunque dudo que pueda llegar a ese vulgar estado, impropio del señor feudal que
en tan alta estima se considera, incapaz de admitir que la historia pudiera
negarle tan alto honor, como el de figurar en sus más brillantes volúmenes, en
los que ya, seguramente, considera haber escrito las primeras páginas a la
espera de completar tan altas metas como el destino le ha deparado para mayor
gloria de tan alto y poderoso señor feudal.
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