Todas
las relaciones humanas, de cualquier orden, de cualquier signo, al margen del
ámbito de dónde se desarrollen, necesariamente han de basarse en la facultad de
considerar a los demás, sobre la base de una coexistencia que ha de exigir la observancia
de un derecho que a todos nos corresponde, tanto de recibir, como de reconocer,
sin el cual el ser humano no puede desarrollarse con la dignidad que merece
todo ser vivo que conforma la existencia sobre este planeta.
Tan
necesitados estamos de ese reconocimiento llamado respeto, que no suele pasar
mucho tiempo sin que pronunciemos su
nombre para denotar de nuevo su presencia ante lamentables hechos que con harta
frecuencias contemplamos al leer las escalofriantes cifras de violencia hacia
las mujeres, materializada en sus diversas variantes, que arrojan unas
estadísticas vergonzantes para el otro género en particular, y para la sociedad
en general, que deberían sonrojarnos para siempre.
En
diversos idiomas, tanto en prendas de equipamiento deportivo como en vallas
publicitarias, anuncios, pancartas y soportes de todo tipo, de campañas
políticas, nacionales, internacionales, privadas y oficiales, el término
“respeto”, sobre todo en su acepción inglesa “respect”, luce invariablemente
tanto a nivel individual como grupal, en el primer y en el tercer mundo, como
un reclamo universal, que a nadie sorprende ya, como una seña de identidad que,
aceptada por todos, nos obliga a seguir su sugerente dictado, que no es otro
que el de la consideración por la dignidad y los derechos de los demás.
Algo
tan infrecuente y ninguneado que no necesita de una seria y determinada
investigación para sacarlo a la luz, pues basta con hojear cualquier medio de
comunicación, ya sea escrito o audiovisual, para comprobar cómo la falta de
respeto brilla por su ausencia, campando por sus respetos, como si de una mala,
pero permisiva costumbre se tratara, con una patente de corso que parece se les
ha concedido a todos los que publican, tanto de forma anónima, como
los que sin necesidad de ocultarse, usan de una grosera y detestable manera,
para insultar, denigrar y vejar a propios y extraños, cuando de conseguir sus
inconfesables objetivos se trata.
El
respeto era una de las reglas más elementales, nunca escritas, que en nuestros tiempos
infantiles regían para con nuestros mayores en general, por el simple hecho de
serlo, en especial con padres y abuelos, respetados siempre aquellos y
sumamente reverenciados éstos últimos, algo que, sobre todo con los padres de
nuestros padres, ha decaído en gran manera, no por falta del respeto debido,
sino por una relajación en el afecto que antes los teníamos, que nos llevaba a
visitarlos con frecuencia y a considerarlos con un caluroso y tierno cariño,
que agradecían inmensamente, y que alegraba cada día de esa etapa de sus vida.
Lo
mismo sucedía con los maestros de aquellas remotas épocas, queridos y admirados
por padres e hijos, reverenciados en extremo, repartidos por toda la geografía
nacional, destinados en pueblos y aldeas alejados de la mano de Dios y de los
hombres, encerrados en sus escuelitas con sus alumnos de todas las edades,
chicos y chicas, sentados en sus pupitres con la enciclopedia, el catecismo y
las cien figuras españolas para leer, cantando las tablas de multiplicar,
practicando la escritura en los cuadernos de caligrafía, escribiendo al
dictado, y haciendo cuentas en la pizarra que presidía la vieja escuela,
maestros que hoy son en gran manera, si no ninguneados, sí en cierta
manera relegados tristemente, a un segundo plano por padres y
alumnos, que no reconocen como debieran su esencial y entregada labor.
Y
llegados a este punto, si hay una parcela donde el respeto brilla por su
absoluta y total falta de presencia, es en la política, falta de respeto hacia
los ciudadanos a los que se supone que representan y hacia la más elemental de
los principios éticos y estéticos que rigen las relaciones humanas, con un
desprecio absoluto hacia quienes ostentan el verdadero poder, que son los
ciudadanos que los han votado.
Ciudadanos a los que olvidan continuamente, dedicándose a menospreciarse entre ellos, tanto en público como en sede parlamentaria, crispando una sociedad que no se merece a estos representantes, ni a un gobierno que falsea y oculta los hechos que no le interesa que salgan a la luz, y que no tiene objeción alguna en pactar con quién más le conviene, en una demostración palpable del todo vale, pese a que repulse a una mayoría de la población, siempre para permanecer en el poder, demostrando con ello el nulo respeto que le merecen los ciudadanos que los han votado, a los que defraudan continua y permanentemente, en un gesto de egolatría, altanería y soberbia, ajenos al más elemental de los respeto debidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario