¡Qué buen vasallo si tuviera buen señor! lamentan las gentes de la ciudad de Burgos cuando Rodrigo Díaz de Vivar parte al destierro ordenado por Alfonso VI, prohibiendo le den comida o alojamiento, bajo amenaza de terribles consecuencias para quién se atreva a desobedecer su mandato, pretendiendo el pueblo burgalés que el rey comete una injusticia con su más valiente y leal caballero, El Cid Campeador.
Héroe
inmortal, noble, leal y esforzado caballero, que al margen de las
interpretaciones que sobre este insigne personaje se han escrito a lo largo de
los siglos, no ha perdido un ápice de su leyenda, que tantos ríos de tinta y de
dramatizaciones de todo orden, ya sea sobre las tablas de un teatro o registrado
en soportes de celuloide se han llevado a cabo sobre él, que dejarán una huella
indeleble para los siglos venideros, en un alarde de legendaria admiración que siempre
despierta el valiente y aventurero guerrero, como lo hizo con quienes ya en la
escuela leímos sobre él, curtido en cien batallas, cuyas hazañas vivimos con
una intensa y emocionada ilusión, hasta convertirlo en nuestro más respetado y
admirado héroe.
En
el cantar de Mio Cid, se narran las gestas y el destierro de Rodrigo Díaz de
Vivar, en el que se incluye el conocido verso veinte, “dios qué buen vassallo
si oviesse buen señor”, que denota la queja del pueblo ante el destierro de
Castilla, al que el rey Alfonso VI somete al Cid, en una acción injusta y cruel
con un vasallo leal, expresión que cabe interpretarse en ambos sentidos, ya que
no sólo es el rey el que debe poder confiar en unos vasallos leales y valientes,
sino que los vasallos también deben exigir un señor justo y confiable, que se
haga merecedor de tal honor por parte de
sus súbditos.
O lo
que es lo mismo, “ a tal señor, tal honor”, afirmación absoluta, justa y plena
de honestidad, equitativa y respetable a partes iguales, pero desigualmente respetada
en ocasiones por parte del señor de turno, que no es una cosa, ni es otra, pues
ni reúne las virtudes mínimas para que le admiren, ni él aporta nada para que pueda
atribuírsele ninguna de las bondades necesarias para con sus vasallos,
súbditos, o actualizando a los tiempos que nos ha tocado vivir, ciudadanos de
derecho, que no vasallos, que lo han elegido en democrática votación popular.
Y
llegados a este punto, henos aquí, casi mil años después, ante la duda más que
razonable de las virtudes del moderno caballero que, en este caso no rinde
cuentas ante su rey, sino que ha de hacerlo ante los ciudadanos libres que lo
han elegido en las urnas para que los represente, gobierne y gestione sus vidas
y haciendas, con justicia y equidad, como corresponde a un señor elegido por
unos súbditos que deberían confiar en él para sentirse seguros y protegidos,
sin rastro alguno de la menor incertidumbre y duda que pudieran albergar sobre su
exigible honradez, y su absoluta, necesaria e indudable honestidad a la hora no
sólo de ejercer su mandato, sino, y esto es crucial, a la hora de acceder a tan
alta responsabilidad.
Y es
aquí, en este último punto dónde las dudas y suspicacias surgen y conmueven al
ciudadano que contempla sobresaltado cómo su señor accede a tan alto honor
utilizando como moneda de cambio cuántas estrategias de dudosa legalidad y
limpieza ética y estética quedan al alcance de su mano, jugando con las
instituciones que maneja a su antojo, en respuesta a su desmedida ambición personal,
pretextando su utilización como medidas urgentes de “convivencia”, cuando
detrás de sus pactos, concesiones, privilegios y ventas varias, se esconden las
verdaderas razones que no son otras que sus “conveniencias”, en un alarde de
hipocresía, ambición y falta de escrúpulos, que no tiene parangón en los
últimos tiempos.
Es
por todo esto que el ciudadano de hoy, vasallo de tiempos del Cid, trabajador libre
de a pie, del día a día de nuestros azarosos tiempos, capaz de discriminar, de
pensar y de decidir su lugar en este contrato implícito entre ambas partes, se
muestra inseguro e inquieto ante lo que con asombro contempla, dónde le quieren
hacer confesar con ruedas de molino, con continuas mentiras e insoportables
vaivenes, que le dicen no son tales,
sino simples cambios de opinión.
Todo ello en una actitud detestable que denota
una total falta de respeto hacia los ciudadanos, que rememorando tiempos más
honestos y leales como los de nuestro caballero Mío Cid, desearían pronunciar
al unísono, alto y claro, la siempre acertada expresión “A tal señor, tal honor”,
que en este caso no queda a la altura de su desmedida ambición, sino a la de su
manifiesta y mejorable carencia de una absoluta y exigible honestidad, que
brilla por su ausencia.
Qué
lejos quedan el uno del otro estos dos personajes separados por diez siglos,
pero dónde los valores humanos no han variado ni un ápice. Nuestro Mío Cid y su
leyenda tiene un lugar para siempre en nuestra historia, algo que nos
permitimos dudar del personaje que en paralelo hemos tratado en estas líneas,
que pese a sus ínfulas de grandeza, jamás logrará alcanzar semejante honor, al
alcance sólo de quienes poseen virtudes humanas tales como la humildad la
honradez y la honestidad, que no suelen prodigarse ni ahora ni en los lejanos y
legendarios tiempos de Mío Cid.
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