Un cuarenta por ciento del profesorado de este país, confiesa haber sufrido malos tratos por parte de sus alumnos, así como padecido ansiedad y agotamiento físico y mental en el ejercicio de su profesión, lo que les ha llevado a solicitar la baja temporal en numerosos casos, a pedir ayuda médica en otros, y lo que es más triste y sumamente penoso, a abandonar una hermosa profesión, que no pueden soportar, debido a la agresividad de un alumnado que ha perdido el respeto y el aprecio debido hacia quién desempeña la impagable labor de enseñar a quien no sabe, sin pedir a cambio otra cosa que la atención, la consideración y el respeto.
La
indisciplina se está apoderando en muchos casos de unas aulas dónde ejercer la
labor de los profesores se ha tornado en algo imposible de llevar a cabo, con
la consiguiente pérdida de rendimiento por un alumnado que abandonado el
interés por el aprendizaje, somete al docente a una tremenda presión que le
impide desarrollar su labor con normalidad y eficiencia, a la par que le conduce
a un estado de tensión tal que le conduce inexorablemente a una baja en su
rendimiento, incapaz de enseñar y luchar al mismo tiempo con un alumnado
indisciplinado y y agresivo con su profesor, al que ha perdido el respeto.
Siete
de cada diez docentes confiesan haber sufrido agresiones por parte de los
alumnos, mientras que un cuarenta por cierto lo han padecido por parte las
familias de los alumnos, según datos facilitados por los sindicatos de funcionarios,
que ha llegado a conclusiones como la de que se nada sirve pedir respeto hacia
los profesores si los padres no colaboran, si les dan la razón a sus hijos antes
de hablar con ellos, y afirman “hemos pasado de padres analfabeto que educaban
a hijos educados, a padres con estudios que están criando a niños de cristal en
burbujas, que se creen todo lo que les cuentan, anteponiendo su palabra a la de
sus profesores”.
Desafortunadamente,
parece que se ha perdido en educación, lo que se ha ganado en progreso y
tecnología, dejando de lado algo tan preciado y precioso como es la admiración
y la consideración hacia quienes dedican su tiempo y su vida a una profesión
antaño valorada y respetada, tanto por padres como por alumnos, por una
sociedad que dejaba en manos de los docentes, de los profesores, de los
maestros en suma, toda la responsabilidad y toda la confianza depositada en
ellos, sin el menor atisbo de duda, con una absoluta tranquilidad, que denotaba
una franca seguridad mutua que redundaba en beneficio de todos.
Esto
suponía de hecho un gesto, mediante el cual se les concedía el seguro y libre
desempeño de sus funciones, que podían llevar a cabo con toda la libertad que
dicha consideración les otorgaba, y que en el presente, y desde hace ya
demasiado tiempo, parece haber desaparecido, sumido en la desconfianza, la
duda, y la continua puesta en cuestión de unos enseñantes, que ven así coartada
su libertad de acción, merced a la excesiva intromisión de demasiados actores
extraños a la enseñanza, necesitada de menos cambios legislativos, más
autoridad a cargo del profesor y una serena y relajada actitud por parte de un
alumnado, carente en gran medida de la disciplina necesaria, no siempre bien
entendida por los padres, para que de esta forma y con estas premisas pueda
llevarse a cabo su formación con plenas garantías.
Si a
esta situación nada halagüeña, añadimos el hecho de que tanto profesores como
alumnos soportan un sistema anárquico, donde el gobierno de turno tiende a
cambiar las reglas del anterior ejecutivo, el resultado es desesperanzador a la
par que insufrible para todos, que ven así cómo se llevan a cabo cambios
continuos y permanentes, sin objetividad alguna, sin consultas previas a
quienes más y mejor podrían asesorar sobre su conveniencia, es decir, los
enseñantes, y en todo caso, si se han de llevar a cabo, serían ellos, quienes
por su condición de actores protagonistas de la enseñanza, quienes mejor y con
más autoridad podrían informar, ayudar y colaborar en los cambios a que hubiere
lugar.
Constituye
un auténtico despropósito el incesante cúmulo de cambios legislativos,
pedagógicos y metodológicos, que apenas se mantienen unos pocos años, y que
consiguen que los docentes continúen sintiéndose permanentemente frustrados,
limitados permanentemente en su importante y decisiva función de director y
gestor de su clase, sin interferencias de ningún tipo, donde se siente
utilizado por una sociedad que ni siquiera reconoce su labor, y donde el
profesor no tiene ni poder ni autorización para cambiar nada, lo que repercute
en un conformismo inercial, por insatisfacción y hartazgo, pese a sus buenas
intenciones.
Los
alumnos también son víctimas de este absurdo que ya dura demasiado, y que no
tiene perspectivas de cambiar, en unas aulas donde el progreso lento ya de por
sí, se ve ralentizado más aún por los problemas que crea una integración no
siempre bien gestionada, que a veces entorpece más que resuelve los múltiples
problemas que afectan a una educación que nos coloca a la cola de Europa en
cuanto a resultados se refiere.
Tiempos aquellos, a los que ni es posible ni necesario volver, pertenecientes a los tiempos en los que yo comencé mi labor de enseñante, hace ya demasiados años, por escuelas rurales de pueblos de Segovia, donde tanto el profesor como su labor, eran considerados y reverenciados, quizás incluso en extremo, lo que repercutía en una actitud por parte de padres y alumnos, que muchos hoy calificarían de absurdos, otros de ridículos y los más de anacrónicos, cuando al maestro se le saludaba con inmenso respeto a su paso por las calles del pueblo, y dónde de los niños le mostraban una devoción que no era sumisión, sino respeto que los padres les inculcaban en el seno de la familia, y que mostraban tanto fuera del aula como dentro de la escuela, dónde cada día le recibían con un sonoro y respetuoso, buenos días señor maestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario