Procedía
de Sepúlveda, desde dónde partía cada mañana, todo el año, sin faltar un solo
día, en su lento y añorado recorrido a
través de los pueblecitos como el mío, Duruelo, llegaba cada día la Rápida, el
coche de línea, que tenía como destino Segovia, la capital, adonde iba por la
mañana y regresaba por la tarde, siempre puntual, siempre con el toque de
bocina que avisaba de su entrada en el pueblo para recoger o apear a sus
pasajeros, que en mayor o menor número, casi nunca faltaban a su cita.
Pese
a las frecuentes nevadas y abundantes heladas que en los largos inviernos teñían
de blanco las descarnadas y polvorientas carreteras que por aquel entonces
sembraban los campos de Castilla, jamás faltaba a su cita. Era un viejo
autobús, de morro prominente, dónde se alojaba un incansable motor que no
recuerdo llegase a fallar en ningún momento, lento y ruidoso, con un rugir tan
peculiar, que después de tantos años como han pasado, lo mantengo en mi
memoria, entre los muchos sonidos inolvidables de mi infancia.
Renqueante,
el viejo y pesado autobús entraba en el pueblo después de pasar por aldeas y
pequeños pueblos como Duratón, Sotillo y La Aldehuela, a pocos kilómetros de
Duruelo, haciéndose notar su llegada, con el ruido característico de su viejo y
ruidoso motor que despedía un penetrante olor, que a los más pequeños nos
encantaba, nos embriagaba hasta tal punto, que corriendo tras él, lo seguíamos
por la travesía del pueblo, hasta que desaparecía, camino de la siguiente
parada, en su decidido camino hacia Segovia, o en su vuelta, hacia Sepúlveda, dónde
disfrutaba de un merecido descanso hasta la mañana siguiente.
La
parada en el pueblo, siempre constituía un pequeño acontecimiento, o al menos,
así nos lo parecía a los pequeños, que siempre estábamos allí a la hora de la
vuelta por la tarde. Era un motivo para reunirse, ya que además, la parada
tenía lugar en la puerta de un pequeño bar, donde casi siempre había gente ya
fueran clientes del mismo, ya fueran curiosos lugareños que acudían cada tarde
con el objeto de ver a los contados viajeros que bajaban, o bien porque fueran
a recoger algún paquete que esperaban de la ciudad o de cualquier pueblo del
recorrido, o algún encargo particular hecho al conductor, algo bastante
frecuente.
Viajar
hasta Segovia, poseía un encanto muy especial - Manolo, el conductor, siempre
me ponía a su lado, en el primer asiento, charlando con él, cuando iba a
examinarme al instituto - disfrutando
del viaje, sobre todo en invierno, en aquellos inmensamente largos inviernos,
eternos, intensamente fríos y hermosamente blancos, que comenzaban en octubre y
llegaban hasta finales de marzo e incluso abril, mes en el que recuerdo haber
contemplado alguna nevada, algo que hoy resulta extraordinariamente raro, en una
estación, que entonces ocupaba la mitad del año.
El
viaje desde Sepúlveda a Segovia, solía durar más de dos horas, con entradas y
salidas de la carretera principal a recoger a los posibles viajeros, si es que
el pueblo quedaba alejado, por infames carreteras, caminos más bien, que
maltrataban a la máquina y a los viajeros, que no obstante disfrutaban en santa
compaña, pues solían conocerse entre ellos, a base de ser habituales del
trayecto y de proceder de pueblecitos, que en pocos casos superaban los cien
habitantes.
Después
de Duruelo, pasaba por Tanarro, Perorrubio, San Pedro de Gaíllos, La Matilla,
La Velilla, y otros, dónde solía recoger por la mañana y devolver por la tarde,
a las pocas gentes que decidían ir a la Capital, a resolver asuntos
administrativos, a citas hospitalarias, a hacer compras diversas, que tan sólo
allí podían encontrarse, a visitar a familiares o a coger La Sepulvedana o la
Serrana, con destino a Madrid, pasando por el puerto de Navacerrada, que en
invierno casi siempre había que subirlo con las cadenas montadas, en un viaje
épico, que yo hice en numerosas ocasiones, y de los que guardo un recuerdo
imborrable.
Para
la mayoría de la gente, era un viaje de ida y vuelta en el mismo día, que daba
para mucho, sobre todo para quedarse a comer en los numerosos, deliciosos y
económicos restaurantes que como siempre han poblado nuestra hermosa ciudad. Qué
maravilla comer entonces en Segovia, a base de lo que hoy denominaríamos plato
del día, auténtico, sabroso, verdadera comida casera servida en platos y
cuencos de barro, como la inigualable sopa castellana que degustaba cuando iba
con mi padre y comíamos en un restaurante a escasos metros de nuestro
majestuoso y soberbio Acueducto, en la subida hacia la plaza Diaz Sanz.
Algunas
de estas pequeñas casas de comida, aún permanecen abiertas, pese a que son más
las que no han resistido el paso del tiempo y han desaparecido del entorno de
la ciudad, que no de nuestra memoria. Como aquellos coches de línea, auténticas
reliquias hoy, a aquellos esforzados conductores que tuvieron su tiempo y su
lugar en una España que comenzaba a despertar de un largo y duro letargo, y que
hoy me permito recordar aquí, en lo que deseo y espero constituya un merecido
homenaje a las gentes de ayer y de hoy, que siguen habitando aquellos encantadores
pueblos de los campos de nuestra hermosa y ancha Castilla.
Como Duruelo, mi querido pueblo, testigo de mi nacimiento, infancia y adolescencia dónde reposan mis padres y hermano, que descansan en el pequeño cementerio aledaño a la bella espadaña de la hermosa iglesia, seña de identidad de mi añorado pueblo, que en las estribaciones de Somosierra, disfruta de la visión del manto blanco con que se cubre en invierno y del azul plateado con que se viste el resto del año, como si quisiera recordar a sus gentes, que está ahí, vigilante, con su imponente mole, para cuidarlo y protegerlo para siempre.
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