Abandonar
la Mancha y cruzar Despeñaperros, supone para el viajero internarse en el inmenso
y verde mar de olivos de Jaén, una experiencia inolvidable, siempre nueva y
atractiva para el que lo ha contemplado
con deleite una y mil veces, un disfrute que la memoria guarda con fruición y
celo intenso y singular que lo acompañará para siempre, a la espera de retornar
a esa Andalucía que te recibe con los brazos abiertos en forma de olivos
centenarios que parecen acompañarte a lo largo del camino y a ambos lados del
mismo, como si quisieran conducirte hasta la primera gran parada de Andalucía,
Jaén, la gran desconocida, para evitar que pases de largo y lamentes después su
pérdida, su ausencia, su hermosa estampa andaluza, su pulida y blanca luz, y su
poderosa y limpia magia.
La
vista de los olivares – sesenta millones de olivos, primer productor mundial -
se extiende mucho más allá de sus omnipresentes árboles preñados de frutos
verdes, de los suaves y ondulados cerros cubiertos de olivos sin dar un solo
respiro al suelo, sin ceder un ápice al terreno,
hasta extenderse más allá del horizonte que se adivina tras las colinas, las
sierras, y los molinos que se divisan como blancos puntos que rompen la serena y
plácida monotonía de los olivos, hasta divisar Jaén en la lejanía, presidido
por el castillo de Santa Catalina, que parece vigilarlo a la par que cuidarlo
desde su privilegiada posición desde dónde todo lo contempla con disfrute y disimulada melancolía de quién quisiera bajar
hasta la ciudad de Jaén, cuya lejana ausencia lamenta cada día.
Entrar
en esta ciudad andaluza supone abandonar el camino para contemplarla abrazada
por los olivares, para penetrar en su casco urbano, silencioso, limpio y
blanco, con amplias avenidas en el centro y empinadas cuestas en su casco
histórico con callejuelas estrechas llenas de luz y un encanto especial que
invita a recorrerlas, a cruzarlas de principio a fin, a subir por sus limpias escaleras
de piedra y a entrar en sus tascas y tabernas a disfrutar de sus tapas regadas
siempre por su exquisito e incomparable aceite, auténtico tesoro de la
gastronomía jiennense y andaluza, que invita siempre a volver a esta agradecida
y luminosa tierra, cantada por Miguel Hernández que por allá anduvo, y a quién
respetuosamente recuerdan y homenajean con espacios y exposiciones a él
dedicadas, que cantó a los aceituneros en su célebre e inmortal poema Andaluces
de Jaén.
De
origen íbero, romano y árabe, conserva vestigios de estos pueblos y civilizaciones que han dejado sus huellas y
su impronta en Jaén, que enriquecen y potencian su cultura, como unos
espléndidos baños árabes, que disfrutan de ser considerados los más importantes
de Europa. Conserva así mismo innumerables restos arqueológicos en el imponente
y modernista museo Íbero, y en el museo provincial, entre otros. Posee una
impresionante y hermosa catedral renacentista con influencias barroca y
neoclásica, así como diversos palacios dignos de visitar.
La
Jaén relegada y en ocasiones minusvalorada frente al resto de Andalucía, es una
gran desconocida que posee los suficientes encantos y atractivos de todo orden
que merece una visita como la que el viajero lleva a cabo, y que por primera
vez, y en tres días, disfruta no sólo de sus numerosos encantos resumidos en su
patrimonio, su cultura y su gastronomía, sino de su gente, afable, próxima y
sumamente respetuosa con el viajero, alejada de los estereotipos típicos atribuídos
a los andaluces, que te hacen sentir como en tu propia casa.
Recuerda
el viajero, y recomienda a su vez, el bus turístico que recorre todos los
lugares y monumentos de interés de Jaén, incluída la subida al castillo de
Santa Catalina – con vistas increíblemente hermosas de Jaén rodeada de olivares
- muy por encima del clásico, típico y tópico trenecito, con una exquisita,
eficaz y amable atención por parte del conductor, que orienta, informa y
distrae a los pasajeros, con los que interactúa de tal forma, que el viajero
queda agradecido y enormemente satisfecho, con la impresión de haber hecho un
amigo además de un excelente guía cultural. Se despide el viajero con la
impresión de haber descubierto una joya dónde quizás no esperaba, que sufre en
silencio, ahora en Semana Santa, al contemplar cómo el cielo no da tregua para
sacar a la calle a Jesús el Nazareno, al que Machado, andaluz y poeta, cantó un
día, él, que era conocedor como nadie del sentimiento y la profundidad del alma
andaluza.
Volver a Jaén, dejarse atrapar por su infinito
mar de olivares, perderse por sus barrios blancos, por la judería, por sus
callejuelas, recorrer sus tascas impregnadas del perfume de su fragante aceite
de oliva, visitar sus museos, sus palacios, su monumental catedral, es mucho más
que un goce para los sentidos, es una
obligada y agradecida necesidad.
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