Es
Duruelo un pequeño y encantador pueblo Segoviano situado en la falda de
Somosierra, cuyas suaves y onduladas colinas describen un completo arco frente
a él, como si quisieran protegerlo de las inclemencias del tiempo y de los años,
que van dejando su huella en las casas, las praderas, los montes y los campos, sierra
amigable y fiel compañera, cubierta de
un inmaculado manto blanco en invierno, y de un gris azulado el resto
del año, que durante siglos ha ejercido también
de incansable centinela de estos campos de Castilla que cantó Machado.
Bañado
por el río Duratón, discurre silencioso y discreto, desde Somosierra, dónde nace, hasta su desembocadura en el
Duero, bañando de paso el pueblo y las hoces del mismo nombre, para discurrir después
por Sepúlveda y los campos y villas de varias provincias castellanas que se
honran con el paso de su lento y apacible discurrir hasta descansar en brazos
del río que cantara Gerardo Diego “río Duero río Duero nadie a acompañarte
baja”.
Tiene
Duruelo un encanto especial, con apenas un puñado de habitantes, con sus casas
cuidadas y bien acondicionadas para los rigurosos y largos inviernos, rodeado
de campos de cultivo, de montes, praderas, y de la hermosa sierra que todo lo
preside, excelentemente comunicado con Segovia, Madrid, Irún, y las provincias
castellanas, que sitúa a este entrañable pueblecito, dónde nací, en un lugar
privilegiado de Castilla.
Posee
una preciosa iglesia de origen románico, perfectamente conservada, con un bello
retablo y, sobre todo, con una espectacular, bellísima y esbelta torre en
Espadaña del siglo XVII, dotada de unos espléndidos e impecables sillares,
perfectamente conservada, bastante habitual en Castilla, pero muy rara en
cuanto al tamaño, pues dispone de cuatro huecos en horizontal y uno coronando
la parte superior, donde se alojan las respectivas campanas en perfecto estado
de uso, formando un impresionante, único y hermoso conjunto, digno de ser
visitado.
Adosado
a la imponente torre de una prodigiosa y esbelta verticalidad, un pequeño y
encantador cementerio, muy bien cuidado, acoge a nuestros queridos ancestros, entre
ellos mis padres y mi hermano. Hasta hace poco tiempo, un formidable enebro,
ahora desaparecido, surgía espléndido entre las lápidas, y según la leyenda
sobre la tumba de un pastor, sin nombre ni identificación alguna. Afirmaba dicha
historia, que el pastor cuidaba de su rebaño en un monte de enebros. Al ser
enterrado en el cementerio, llevaba en sus bolsillos semillas – algayuvas las
llamamos – de dicho árbol, que germinaron y dieron origen a un precioso enebro
que presidió el cementerio durante muchos años a los pies de la Espadaña.
Esta
leyenda, con una base muy real, nos recuerda que en la antigüedad no muy
remota, la familia solía reunirse al amor de la lumbre baja de la chimenea o
del acogedor y agradecido brasero, y allí, los mayores, los abuelos primero y
después los padres, narraban historias, cuentos y leyendas, que mantenían en
vilo a una entregada audiencia, numerosa generalmente, integrada por los
padres, abuelos e hijos, que vivían los relatos con auténtica pasión y con una
atención tal que conseguía trasladar a los más pequeños a los escenarios donde
se desarrollaba la acción de las múltiples historias que se sucedían en un agradable
ambiente familiar.
No
han pasado tantos años como para no recordar hechos similares, cuando en los
pueblos tenía lugar la fiesta de la matanza, que duraba un par de días,
durante los cuales, las familias se reunían para llevar a cabo todas las
acciones necesarias, desde sacar al cerdo de la corte, así se llamaba el
cobertizo donde vivía y se le engordaba, hasta el momento en el que el matarife
llevaba a cabo su labor, para después abrirlo en canal y colgarlo, para esperar
la llegada del veterinario que certificaba que era apto para su consumo, y
continuar así el segundo día destazándolo y separando los jamones, los lomos, y
el resto, con el que se harían el chorizo, la butagueña y las morcillas, todo
ello en medio de la algarabía general de la familia, los vecinos que ayudaban y
toda la chiquillería que disfrutábamos inmensamente durante estos días.
Por
las noches, todos nos reuníamos en torno a la mesa, al calor del brasero, para
después de cenar, jugar a las cartas, a la brisca, o a contar historias y
narraciones que contaban los mayores, bien de hechos reales acaecidos allí y en
los pueblos de alrededor o bien de hechos y leyendas que habían ido pasando de
padres a hijos a través de generaciones. Así pasábamos horas, escuchando a unos
y a otros que se iban sucediendo y animando a contar también recuerdos de su
infancia, así como historias de sus tiempos mozos, de las bromas pesadas que
gastaban a los recién casados, de las picardías de los jóvenes de entonces, de
amoríos y otras narraciones que nos hacían reír sin pausa y que nos ocupaban
hasta la madrugada.
Recuerdo
a los segadores que eran alojados en las casas del pueblo durante el tiempo que
duraba su trabajo en el campo. Procedían de Extremadura en su gran mayoría. Por
las noches, después de su dura faena, nos contaban historias y narraciones de
sus lugares de procedencia, hacían figuras chinescas en la pared y nos hacían
disfrutar a la familia entera, en la cocina, en torno a la mesa.
Eran otros tiempos, maravillosos tiempos, de historias y leyendas, que como la del enebro y el pastor, daban otro sentido a la vida, en un ambiente deliciosamente rural, que afortunadamente, aún se puede disfrutar en pueblos como Duruelo y tantos otros de esta España vaciada que, afortunadamente como en este caso, no se resigna a desaparecer de nuestras vidas.
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