Esnobistas
suelen ser aquellos que se sienten fascinados por lo que en cada momento se lleva,
porque imitan cuanto la moda impone, porque son incapaces de dirigir su vida
según sus convicciones de las que adolecen, ya sea en el marco personal, social
o político, admiran lo que los deslumbra, lo que les fascina, son incapaces de
pensar por sí mismos, obran con arreglo a aquello que es diferente, según ellos
original, diferente a la mayoría a la que consideran vulgar, ordinaria y
ramplona, sintiéndose así diferentes al resto, únicos e irrepetibles, al margen
de la masa que pueda desprestigiarlos, igualarlos, contaminarlos, en suma.
Se
consideran por ello modernos, diferentes, distintos, poseedores de la autenticidad
más incontrovertible, alejados de la simplicidad que caracteriza y domina al común de los humanos, incapaces de ponerse
a su nivel, con un atisbo de desprecio mal disimulado, que les otorga un aire
de superioridad sobre el resto, que manifiestan constantemente cuando con ellos
se dignan hablar, debatir o simplemente cambiar impresiones sobre un tema, que al
margen de su contenido, ellos se esforzarán por denotar una seguridad que los sitúa
por encima de los demás, tratando de deslumbrar a su auditorio.
Más
que un diálogo, lo suyo suele
convertirse en un pedante monólogo, dónde la verdad siempre estará de su lado, sin
concesiones al asombrado interlocutor que no suele hacerse escuchar, dándole la
impresión de que habla con alguien convencido de estar en posesión de la verdad,
en un ejercicio de comunicación que no es tal, ya que la obsesiva seguridad en
sí mismo, y en su pretendido razonado mensaje, impedirá que exista una efectiva,
lógica y fructífera conversación de la que pueda desprenderse conclusión
positiva alguna.
Se
sienten por ello modernos, diferentes, auténticos, progres en definitiva, sin
detenerse ni por un sólo momento a analizar su ególatra y absolutista posición,
obsesionados como están de poseer la razón, que según ellos suele estar fuera
de cuestión, incontrovertible y absoluta, lo que en la mayoría de los casos no
es sino fruto de un esnobismo desaforado que los despersonaliza y pone en
evidencia, y que acostumbra a dejarlos a los pies de los caballos a poco que su
interlocutor los contradiga con la fuerza que la lógica de la razón y la
inteligencia imponen.
Pero
es en el terreno de la política dónde los esnobistas se explayan a sus anchas,
campando por sus respetos, y luciéndose desaforadamente, todo ello con un auténtico
y desaforado baño de masas que unido a su soberbio e inconmensurable ego, los
lleva a considerarse progresistas, avanzados en su ideas, líderes de una
modernidad revolucionaria que los aleja de las conservadores mentes que
altaneramente desprecian por aquello de la superioridad moral de una izquierda
ideológica que ni practican ni creen excesivamente en ella, pero que consideran
deben exhibir porque es lo político y socialmente conveniente, a la vez que moderno, brillante y atractivo a la hora de lucirse ante los suyos.
Denotan
una alarmante falta de personalidad, de la que, posiblemente no son
conscientes, aunque saben, cuando compiten con otros “progresistas” como ellos,
que, efectivamente son diferentes, que la razón última los ampara, que juntos
no solamente pueden con todo
ideológicamente hablando, que son invencibles, que están a salvo de los
retrógrados del extremo opuesto, derechistas, reaccionarios, cavernícolas, que
están a años luz de su esnobismo galopante, imbuidos como están de su soberbia
convicción de que la superioridad moral les pertenece.
Pero
dónde resulta realmente patético el esnobismo, es en sus dirigentes, cuando
desde el presidente del gobierno, hasta el último de sus palmeros, léase
ministros, alzan una y mil veces la voz para proclamar ante la prensa y demás
medios de comunicación, que conforman un gobierno progresista – logrado a base
de utilizar como moneda de cambio la amnistía
y concesiones de todo tipo al mejor postor - utilizando para ello las
instituciones y lo que sea menester, sin escrúpulo alguno, ya que todo vale si
con ello se consigue el cielo, es decir, el ansiado y venerado poder.
Progresismo falaz y embustero, que nadie ha sometido
a prueba ni examen alguno, que no es comprobable, porque dicho calificativo que
se autoimponen graciosa y gratuitamente, sin el menor complejo ni sonrojo
alguno, ni es real, ni tiene contenido alguno, ni entra dentro de la
consideración de si es bueno o malo, positivo o negativo para los ciudadanos de
un país que los eligen no por su progresismo ni por su conservadurismo, sino
por su capacidad para mejorar la vida de los ciudadanos, su honradez, y una honestidad
a toda prueba, que en demasiados casos suele brillar por su ausencia, por muy
progresistas que se empeñen, no en serlo, sino en parecerlo, que es como suelen
prodigarse hoy, más que nunca, los esnob de toda la vida.
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