martes, 31 de marzo de 2020

EL DESENCANTO

Los fanáticos de las cifras, y de su significado aplicado, añoraban desde hace años la llegada del año 2020,  veinte veinte o cero dos cero dos leído al revés, maniáticamente hablando, presagiando que tan singular combinación de guarismos, sin duda debían constituir un presagio de un feliz y venturoso año nuevo, que nos traería satisfacciones sin cuento a toda la humanidad.
Valientes agoreros ellos, que visto lo poco que llevamos de tan singular año, no dieron ni una, olvidando además otras señales básicas y elementales, y de carácter popular, y por lo tanto sabio, según muchos, y que no parecieron tener en cuenta, como es el hecho de que obviaron aquello de “año de nieves, año de bienes”, algo que ha brillado por su casi total ausencia este invierno.
Y puestos a ello, y enfrentados a la cruda y terrible realidad que nos ha deparado el comienzo de este dos mil veinte, tan triste y vilmente decepcionante, no podemos por menos de confesar nuestro desencanto ante semejante traición, no sé si de los ineptos augures, o del caprichosamente desdichado año, que nos está dejando un terrible y espantoso rastro de sangre, sudor y lágrimas.
Está más que meridianamente claro, que ni uno ni otros tienen la culpa de nuestras penas y desencantos. Unos por ilusos, obsesos e involuntarios, y el otro por carecer de toda responsabilidad, dado el carácter anualmente inmaterial que nosotros le adjudicamos, no pueden responsabilizarse de nada, faltaría más.
Pero sí hay unos culpables que no pueden ni deben responsabilizarse del desastre, de los irreparables daños causados y por causar, del sufrimiento indecible de los que han sufrido en soledad, para acabar sus vidas apartados de sus seres queridos hasta el extremos de no poder despedirse de ellos, y que estos, ni siquiera hayan tenido la oportunidad de proporcionarles un descanso digno y humanamente aceptable.
Esa culpa, todas esas culpas, nos acusan a todos, a la inmensa mayoría de un Planeta Tierra que no nos merecemos, que recibimos impoluto, sin rastro de la miseria y la impudicia a la que lo hemos conducido, llevados por nuestra abyecta y perversa condición.
Seres avaros, indignos y soberbios, que no hemos reparado en devastar y asolar una hermosa naturaleza de este bellísimo planeta, al que nunca debiéramos haber arribado, dónde jamás debiéramos haber surgido, porque no nos lo meremos, porque no somos dignos de tan soberbio y grandioso regalo, que ahora parece estar diciendo basta ya, haciéndolo de múltiples maneras, como puede ser esta pandemia que padecemos.
Devastamos, contaminamos, destruimos y arrasamos como posesos cuanto encontramos a nuestro paso, dejando irreconocible el legado que recibimos de nuestros ancestros más pretéritos que cuidaron con esmero y dedicación, y con un uso racional  y equilibrado, un planeta que hoy, con una expresión de incredulidad, no reconocerían.
Y consumimos con tal fruición y desenfreno, que nos lleva a tirar comida y bienes que nos sobran, cuando medio mundo padece todo tipo de miserias, que usamos y tiramos sin considerar que podríamos repararlas, generando así miles de millones de residuos cada día, que, ingratos y desagradecidos, continuamos asolando este planeta.
Viajamos por todo el mundo, llevando de paso nuestras miserias como está pasando con la pandemia que padecemos. Igualmente vamos a Venecia, en crucero hasta San Marcos,  irreconocible hoy en día, masificada como tantos otros destinos turísticos, o vamos a un Safari, o recorremos exóticos países de Asia o de Extremo Oriente, cuando posiblemente no conozcamos, la catedral de Burgos, el Acueducto de Segovia o la Alhambra de Granada.
Hace cinco años, Bill Gates, genio de la informática y visionario con suficiente base para ello, avisó del peligro para el futuro de la Humanidad que suponían los virus, mayor aún que que la amenaza del espantoso arsenal nuclear. Invitó a los países a investigar en ese sentido para evitar pandemias como la presente. Nadie parece haberle hecho caso, y ahora nos lamentamos.