Tuve ocasión recientemente de
comprobar en vivo y en directo, cómo en una oficina de empleo, se le ofrecía un
mal denominado contrato de formación a una persona muy próxima a mí, de
veintisiete años de edad, con experiencia en el puesto ofrecido, con un
excelente currículum, con carrera superior, con idiomas, con experiencia previa
laboral, en fin, con una cualificación muy superior a la necesaria para dicho
puesto de trabajo – se trataba de un puesto de recepcionista, telefonista,
cajero – es decir, chica/chico para todo, en un alarde de una absoluta
desconsideración hacia el trabajador, que percibiría por dicho trabajo un total
bruto de quinientos cincuenta euros, es decir, un líquido de aproximado de tres
euros por cada hora trabajada, una miseria, una ofensa, una bofetada laboral
permitida por la ley laboral actual que debemos a un gobierno que se pavonea
continua y cínicamente, proclamando a los cuatro vientos que dicha ley ha
proporcionado ingente cantidad de contratos y que ha conseguido que no se
destruyeran muchos más puestos de los que se hubieran logrado eliminar si dicha
ley laboral no se hubiera promulgado.
Dicho puesto de trabajo lo
ofertaba una empresa del sector de la automoción en el ramo de los
concesionarios y talleres de una conocida marca automovilística, dentro de uno
de los múltiples tipos de contrato existentes, en este caso del llamado
contrato de formación, que tiene por objeto, fíjense bien, y traslado aquí
literalmente el correspondiente texto legal: “el contrato para la formación,
tendrá por objeto a adquisición de la formación teórica y práctica necesaria
para el desempeño adecuado de un oficio o de un puesto de trabajo que requiera
un determinado nivel de cualificación profesional”.
Ni que decir tiene, que resulta
como mínimo risible, el hecho de que para un puesto de trabajo de telefonista,
se requiera una formación exhaustiva - que por supuesto no va a recibir de
ninguna manera – y menos a una persona a la que se le ofrecía ese puesto, que
ya tenía experiencia demostrable en ese trabajo, con una capacitación académica
y profesional que superaba y desvirtuaba completamente las expectativas
ofrecidas, que no eran sino una máscara para llevar a cabo un contrato con una
remuneración ruin y cicatera, que sólo una ley como la actual podía permitir.
He de añadir que el funcionario
que atendió a la persona a la que se le ofrecía el puesto de trabajo
mencionado, visible y sinceramente contrariada, y ante mis preguntas relativas
al tipo de contrato, mostró una perplejidad absoluta, no sólo traducible a
través de sus gestos, sino de las palabras con las que expresó lo que le
sugería dicha oferta, que ella se limitaba a ofrecer a quién quisiera
aceptarla, pues era su obligación, y que mostraba una sorpresa y un desconcierto
totales ante la misma, para la que más o menos dijo, no encontraba cómo
encuadrarla, ya que el término contrato de formación le parecía como mínimo, un
tanto abstracto y surrealista, que es lo que más o menos vino a decir, en un
arranque de agradecida sinceridad.
Es éste uno de los múltiples y
variados casos de sumisión laboral – y sin duda los hay muchos más lamentables
y deplorables – que se dan hoy en día en un País, sobre cuya clase trabajadora
está recayendo toda la brutal fuerza de una crisis que no ha provocado, pero
que está sobrellevando sobre sus hombros, con unos recortes en todos los
órdenes que están sumiendo a una gran parte de la población en la pobreza, en
la desesperación y en el desamparo más absolutos.
¿Cómo se ha podido llegar a este
estado de cosas? ¿Cómo es posible que un gobierno como el actual se muestre tan
insensible ante la miseria en la que se encuentra tanta gente? ¿Quién les ha
autorizado a cometer tantas tropelías? ¿Cómo es posible que hablen del final de
la crisis y del comienzo de la recuperación, con cinco millones de parados,
sueldos de miseria y congelación en los que tienen la suerte de tener un
empleo? ¿Quién les ha permitido recortar de semejante forma todos los derechos
sociales conquistados por los ciudadanos, cebándose en la sanidad, la educación
y la vivienda? ¿Qué será de este País dentro de veinte años, con una clase
media empobrecida y unas infraestructuras de todo orden abandonadas a su suerte?
Las respuestas deberían
tenerlas quienes pusieron en sus manos y a través de sus votos, todo el formidable poder que
ahora derrochan a manos llenas, sin pudor, sin sensibilidad y sin sentido de
una responsabilidad que además evitan y marginan, con la inevitable e
inadmisible excusa de la herencia recibida, que no es creíble y que les
descalifica una vez más, pues son ellos los causante de las necesidades por las
que está pasando tanta gente que se ve incluso obligada a buscar alimento en
los comedores sociales, que quizás ha perdido su vivienda, su trabajo y con
ello la ilusión y la esperanza de un futuro mejor.