Mi tercer y último destino
rural fue una sustitución por unos meses, allí dónde no podía imaginar: Duruelo,
el donde nací. Un pequeño y encantador pueblo situado al pié de la sierra de
Somosierra, no lejos de Sepúlveda y muy cerca de las Hoces de Duratón. Me
hospedé en el mejor sitio posible, que conocía muy bien y dónde me sentí como
si en mi propia casa estuviera: en la de mis tíos Fabiana y Virgilio, a dos
pasos de la casa donde nací.
Difícil de expresar los
sentimientos que te embargan cuando vuelves como maestro al lugar donde
naciste. Fue una breve pero hermosa experiencia que recuerdo con una particular
nostalgia. Al contrario que en los pueblos anteriores, el número de niños era
muy pequeño. Creo recordar que eran ocho ó nueve, máximo diez. Nos sentábamos
en círculo alrededor de la estufa situada en el centro de la escuela, al lado
de la hermosa iglesia que Duruelo posee, junto a las eras, y con la soberbia
estampa de la sierra que preside el horizonte.
Y así pasábamos los ratos aprendiendo
mutuamente. Dictados, cálculo, caligrafía, ortografía y lectura. Instrumentos
básicos para el aprendizaje y que hoy han quedado totalmente relegados y que yo
practiqué con asiduidad con mis alumnos. Teníamos tiempo para todo, por lo que
dediqué el máximo posible a la lectura de los pocos libros de los que disponía
la escuela, así como al cuidado de una ortografía hoy olvidada.
Como es lógico, todo para
mí era absolutamente familiar. En el bar del tío Santos - no es que fuera familia
mía, sino que tenemos la costumbre de designar con ese título familiar a todos
los vecinos, como la tía María, mi querida madre y el tío Marcelo, mi padre - nos reuníamos la maestra, el cura, que pese a
mi agnosticismo, reconozco que era una persona cordial y sobre todo muy
abierta, y los jóvenes y menos jóvenes del pueblo, para charlar, tomar unas
cañas y echar una partida de cartas. Nos íbamos a Sepúlveda de vez en cuando y
los fines de semana a mi casa en Hontalbilla que es donde vivían mis padres.
Fueron apenas cuatro ó
cinco meses en los que no hubo lugar para el aburrimiento. Los mejores
momentos, sin lugar a dudas los pasé con mi tío Virgilio. Era una de esas
personas dotadas de una inteligencia natural que como tantas otras en aquellos
tiempos no tuvieron ocasión de desarrollar, cultivar y demostrar sus numerosas
aptitudes.
Poseía un sentido del humor y una prodigiosa
memoria tales, que cuando los desplegaba en momentos en que nos reuníamos
mayores y pequeños con motivo del esquileo de las ovejas, la matanza que duraba
tres o cuatro días y las fiestas, lograba cautivar al auditorio con sus
historias y chascarrillos de sus tiempos de mozo. Cuando se juntaban mi tío y
mi padre, la diversión y las risas estaban aseguradas. Empezaban y no paraban.
Podían estar horas alternándose en los relatos, algunas inventados, y otros, la
mayoría, absolutamente ciertos, con una gracia y un estilo muy peculiares que deleitaban
al nutrido auditorio.
Algunas historias eran realmente gamberras,
otras simpáticas y otras incalificables, como las pesadas bromas a las que
sometían a los recién casados. Prefiero obviar éstas y citar una que ahora
recuerdo: estando en la fiesta de Perorrubio, un pueblecito próximo, amenizada
como de costumbre por la dulzaina y el tambor, los mozos de Duruelo decidieron
que el baile en la plaza había terminado, por lo que le quitaron la dulzaina y
la escondieron en un muro de piedra de una cerca aledaña. Naturalmente tuvieron
que salir del pueblo por piernas.
Mi madre me contaba que su
padre, mi abuelo Pablo que a la sazón era el panadero del pueblo, llevaba el
pan en un borrico con las alforjas llenas a los pueblos de la sierra. En el
puerto de Somosierra se libraban algunas escaramuzas entre los dos bandos
durante la guerra civil. Mi abuelo nunca tuvo problemas para cruzar el puerto.
Ambos contendientes siempre le dejaron pasar sin problemas.
Cuantos buenos ratos pasé
con mi tío Virgilio en la llamada “casa de los pobres”, que no era sino el
cocedero, es decir, una pequeña casita situada delante de la casa que albergaba
el horno de cocer el pan y de asar el famoso y suculento cordero asado
segoviano. Nos sentábamos al amor de la lumbre baja que encendían en la base de
la entrada del horno, donde asábamos unas deliciosas patatas. Encendíamos
nuestros respectivos cigarros, él su picado ó caldo que liaba con extrema
habilidad y yo mis ducados, y comenzábamos una animada charla que podía
llevarnos horas.
Mi tío siempre tuvo un
talante liberal y republicano. Me hablaba de las tempestuosas sesiones de las
Cortes Republicanas, relatándome hechos concretos e intervenciones de los
diputados que en algunas ocasiones casi llegan a las manos. Citaba hechos,
fechas, lugares y nombres, cuyo conocimiento me causaba asombro. Yo, habiendo
estudiado la historia de ese tiempo, no sabía ni la mitad que él. Él era el
maestro y yo el alumno.
Mi más profunda gratitud a
mi tía Fabiana, que tan bien me cuidó y a mi tío Virgilio con quien tantos
buenos ratos pasé y que tanto me enseñó y a toda la buena gente de Duruelo. Dejé
con tristeza mi pueblo, el último destino rural de mi periplo de casi dos años
por tierras de mi querida Segovia, al que pocos años después regresaría con mis
padres para establecernos allí definitivamente donde nacimos y pasamos nuestros
primeros años de infancia.