Hay libros cuya lectura deja una notable huella en el
afortunado lector que tiene el placer de disfrutar su ameno y agradecido relato,
en oposición a esos insoportables y rudos mamotretos, imposibles de digerir, de
avanzar en su costosa y aburrida lectura, que nos invita continuamente a llevar
a cabo una lectura rápida, a saltos intermitentes, que generalmente nos
conducen, en última e inevitable instancia, a abandonarlo, después de intentar
lo irremediable, que no es otra, que la devolución del libro a la biblioteca,
al ocasional prestamista del libro, o a la estantería propia de dónde procede,
para dormir allí el sueño doloroso y eterno de la indiferencia más absoluta,
salvo que alguna mano inocente e ignorante de su contenido, lo libere de
semejante castigo.
No es
precisamente este, el caso del libro que el lector disfruta en este momento, y
que aunque apenas ha leído un poco más de sus amenas y sabías páginas, ya puede
emitir un positivo juicio que le lleva a ese deseado estado al que llega quien
ansía volver a su lectura, a abrirlo de nuevo por aquella página dónde lo dejó
la última vez, para volver a continuar con un disfrute que nos llena, que
nos traslada a una acción con la que
hemos congeniado, que hace olvidarnos de cuanto nos rodea, en una agradable y
afortunada sensación de bienestar, que nos ata a sus páginas impregnadas de
caracteres negros, sobre un blanco y luminoso papel, que nos satisface
plenamente, invitándonos a pasar a la página siguiente, con la esperanza segura
de encontrar nuevos y gozosos hallazgos, que nos conducen inevitablemente a un
final desconocido, que desearíamos prolongar en la medida de lo posible, con el
objeto de retrasar la llegada a una última página, que ya adivinamos próxima y que
quisiéramos evitar.
Sus
protagonistas, son también sus autores, un conocido y reputado paleontólogo, y
un reconocido y leído escritor (Arsuaga y Millás), que forman un dúo ameno y singular, bien
avenido, expertos ambos, cada uno en su materia, que congenian a la perfección,
dónde uno de ellos, habla casi sin interrupción, mientras el otro toma nota y
registra documentalmente, para después pasar al papel que conformará el libro
objeto de estas líneas, mientras recorren lugares de lo más insólito, como un
mercado, un colegio, un valle, un parque infantil, un museo, una cueva
prehistórica de hace setenta mil años, un enclave Celta, una sierra erosionada
por doscientos cincuenta mil años transcurridos, que fue similar a la
cordillera del Himalaya unas excavaciones, y otros múltiples y variados
lugares, de lo más imprevisibles, mezclados con citas de neandertales y homo
sapiens, que hacen las esforzadas delicias de un escritor, maravillado ante
tanta sabiduría.
A través de
estas y otras incontables incursiones, el inefable paleontólogo, siempre
encuentra motivos para explicar los orígenes de nuestros ancestros, desde la
bajada de los árboles a la bipedación, así como los fundamentos mecánicos de la
locomoción bípeda, pasando por detalles, explicaciones y otras aclaraciones
sobre lo cerca que estamos de los neandertales, que no dejan indiferente al
esforzado escribidor, que no ceja en su empeño de tratar de seguir y preguntar
al eminente científico, que no se detiene en ningún momento en su tenaz labor,
con citas ocasionales al paleolítico y al neolítico, que desborda en ocasiones
la buena disposición del esforzado relator, que apenas encuentra reposo en su
documental labor.
Exhausto por
tanta actividad, que igual se puede desarrollar en cualquier punto de la ciudad
de ambos, que en sus alrededores, que a cientos de kilómetros, el paciente
escritor, no exento de un una curiosidad bañada en un admirable humor, apenas
se las ve y se las consigue para anotar y grabar la cuantiosa información que
de una forma imparable, genera el paleontólogo, que inasequible al desaliento,
asedia continuamente al relator con citas, a pie de casa, en la calle, con el
coche listo para la siguiente excursión que les conducirá a algún lugar secreto
que sólo desvelará cuando allí se encuentren, y que concluirá en algunos casos
en el restaurante o casa de comidas de algún pequeño pueblo, dónde degustarán
unas sencillas y apetitosas viandas, que colmarán tantos paseos, tantas caminatas,
sierra arriba, sierra abajo, por valles, caminos y sendas, que agotan a ambos
protagonistas de tan singular relato.
A medida que
progresa tan singular aventura, el entendimiento entre científico y escritor se
afianza, las preguntas son más frecuentes, los acuerdos, más notables y
significativos, y el sentido del humor se ve reflejado en múltiples ocasiones,
que amenizan un relato, en ocasiones excesivamente científico, que el escritor
asume con una admirable filosofía, compartida por el paleontólogo, como cuando
a una pregunta de su inseparable compañero, sobre qué le parecen los que prometen
una larga vida de ciento veinte años sin ningún costo y los que te aseguran el
paraíso en la otra vida, le responde que
ambos profetas son unos sinvergüenzas, añadiendo la ingeniosa, inteligente, y
científica respuesta siguiente: si quieres un cuento, lee el Génesis.
Brillante, divertido y lúcido final, para tan singular, docto y ameno relato.