lunes, 28 de junio de 2021

EL PALEONTÓLOGO EL ESCRITOR Y EL GÉNESIS

Hay libros cuya lectura deja una notable huella en el afortunado lector que tiene el placer de disfrutar su ameno y agradecido relato, en oposición a esos insoportables y rudos mamotretos, imposibles de digerir, de avanzar en su costosa y aburrida lectura, que nos invita continuamente a llevar a cabo una lectura rápida, a saltos intermitentes, que generalmente nos conducen, en última e inevitable instancia, a abandonarlo, después de intentar lo irremediable, que no es otra, que la devolución del libro a la biblioteca, al ocasional prestamista del libro, o a la estantería propia de dónde procede, para dormir allí el sueño doloroso y eterno de la indiferencia más absoluta, salvo que alguna mano inocente e ignorante de su contenido, lo libere de semejante castigo.

No es precisamente este, el caso del libro que el lector disfruta en este momento, y que aunque apenas ha leído un poco más de sus amenas y sabías páginas, ya puede emitir un positivo juicio que le lleva a ese deseado estado al que llega quien ansía volver a su lectura, a abrirlo de nuevo por aquella página dónde lo dejó la última vez, para volver a continuar con un disfrute que nos llena, que nos  traslada a una acción con la que hemos congeniado, que hace olvidarnos de cuanto nos rodea, en una agradable y afortunada sensación de bienestar, que nos ata a sus páginas impregnadas de caracteres negros, sobre un blanco y luminoso papel, que nos satisface plenamente, invitándonos a pasar a la página siguiente, con la esperanza segura de encontrar nuevos y gozosos hallazgos, que nos conducen inevitablemente a un final desconocido, que desearíamos prolongar en la medida de lo posible, con el objeto de retrasar la llegada a una última página, que ya adivinamos próxima y que quisiéramos evitar.

Sus protagonistas, son también sus autores, un conocido y reputado paleontólogo, y un reconocido y leído escritor (Arsuaga y Millás), que forman un dúo ameno y singular, bien avenido, expertos ambos, cada uno en su materia, que congenian a la perfección, dónde uno de ellos, habla casi sin interrupción, mientras el otro toma nota y registra documentalmente, para después pasar al papel que conformará el libro objeto de estas líneas, mientras recorren lugares de lo más insólito, como un mercado, un colegio, un valle, un parque infantil, un museo, una cueva prehistórica de hace setenta mil años, un enclave Celta, una sierra erosionada por doscientos cincuenta mil años transcurridos, que fue similar a la cordillera del Himalaya unas excavaciones, y otros múltiples y variados lugares, de lo más imprevisibles, mezclados con citas de neandertales y homo sapiens, que hacen las esforzadas delicias de un escritor, maravillado ante tanta sabiduría.

A través de estas y otras incontables incursiones, el inefable paleontólogo, siempre encuentra motivos para explicar los orígenes de nuestros ancestros, desde la bajada de los árboles a la bipedación, así como los fundamentos mecánicos de la locomoción bípeda, pasando por detalles, explicaciones y otras aclaraciones sobre lo cerca que estamos de los neandertales, que no dejan indiferente al esforzado escribidor, que no ceja en su empeño de tratar de seguir y preguntar al eminente científico, que no se detiene en ningún momento en su tenaz labor, con citas ocasionales al paleolítico y al neolítico, que desborda en ocasiones la buena disposición del esforzado relator, que apenas encuentra reposo en su documental labor.

Exhausto por tanta actividad, que igual se puede desarrollar en cualquier punto de la ciudad de ambos, que en sus alrededores, que a cientos de kilómetros, el paciente escritor, no exento de un una curiosidad bañada en un admirable humor, apenas se las ve y se las consigue para anotar y grabar la cuantiosa información que de una forma imparable, genera el paleontólogo, que inasequible al desaliento, asedia continuamente al relator con citas, a pie de casa, en la calle, con el coche listo para la siguiente excursión que les conducirá a algún lugar secreto que sólo desvelará cuando allí se encuentren, y que concluirá en algunos casos en el restaurante o casa de comidas de algún pequeño pueblo, dónde degustarán unas sencillas y apetitosas viandas, que colmarán tantos paseos, tantas caminatas, sierra arriba, sierra abajo, por valles, caminos y sendas, que agotan a ambos protagonistas de tan singular relato.

A medida que progresa tan singular aventura, el entendimiento entre científico y escritor se afianza, las preguntas son más frecuentes, los acuerdos, más notables y significativos, y el sentido del humor se ve reflejado en múltiples ocasiones, que amenizan un relato, en ocasiones excesivamente científico, que el escritor asume con una admirable filosofía, compartida por el paleontólogo, como cuando a una pregunta de su inseparable compañero, sobre qué le parecen los que prometen una larga vida de ciento veinte años sin ningún costo y los que te aseguran el paraíso  en la otra vida, le responde que ambos profetas son unos sinvergüenzas, añadiendo la ingeniosa, inteligente, y científica respuesta siguiente: si quieres un cuento, lee el Génesis. Brillante, divertido y lúcido final, para tan singular, docto y ameno relato.


miércoles, 2 de junio de 2021

EL EMPERADOR EN LA MONCLOA

En la antigua Roma, hubo un tiempo, en que los emperadores llegaron a sucederse de tan vertiginosa manera, que con apenas unos meses de reinado, los Augustos Imperator eran relevados de su cargo, pasando a mejor vida, dónde según parece, aunque no dispongamos de fuentes fiables, no iban a poder disfrutar de los honores y privilegios regios como los que gozaron en su ya pasada existencia, que abandonaron por las buenas, que en nuestra rica lengua universal, equivale a asegurar que lo hicieron por las malas, es decir, a la obligada, descortés y grosera fuerza.

Conjuras varias y monumentales urdidas por sus enemigos, que eran muchos y variopintos, ya fueran gobernadores de las provincias romanas extendidas por el mundo conquistado por esta poderosa y creativa civilización, ya fueran senadores, grandes fortunas, o su misma  guardia pretoriana encargada de protegerlo, descontenta con el salario prometido y no percibido, o por el donativum acostumbrado, y no satisfecho, cuando un emperador llegaba al trono, y que acababa costándole la vida, ante la promesa del oponente que les aseguraba su cobro sin demora alguna, y ante lo que los pretorianos no dudaban a la hora de finiquitarlo y sustituirlo por quién les daba las suficientes garantías.

Y así, entre una intriga y otra, se iban sucediendo los regios Emperadores de turno, en sus áureos tronos, dónde una vez accedido a tan Augusto lugar, solían olvidarse de sus promesas, no sólo a su guardia pretoriana, sino a los ciudadanos romanos, que veían cómo les subían los impuestos, a la par que un bien tan preciado como el pan, pongamos por ejemplo, motivando revueltas por el descontento, que al emperador de turno, no le solían preocupar en exceso, y que a la larga, y con el beneplácito de los intrigantes de siempre, solían costarle el cargo, y de paso, cómo no, la vida.

En el tiempo que se mantuvo el Imperio Romano de occidente, aproximadamente quinientos años, alrededor del veinte por ciento de los ochenta y dos emperadores que gobernaron Roma, fueron asesinados, como César, Calígula, Claudio, Galba, Domiciano, Cómodo, Pértinax, Caracalla, Geta, Macrinus, que son algunos de ese enorme porcentaje al que le costó la vida tan grande honor, y del que muchos, aunque no se sea ni humana, ni social, ni políticamente aceptable, se hicieron acreedores por su actitud déspota y tiránica ante el pueblo de Roma, mientras que otros, fueron ejecutados por odios, venganzas, y afán desmedido de poder por parte de otros.

Es la historia del irresistible ascenso hacia el poder, que a través de los siglos no ha dejado de tentar a los seres humanos, desde que en las sociedades primitivas, alguien se distinguía en el grupo, pugnando por sobresalir, dirigir y controlar y, con el tiempo, manipular, para instalarse en el poder, absoluto durante milenios, hasta llegar a los tiempos modernos, dónde, sin grandes cambios de hecho, se guardan las formas, se humanizan, se adaptan a los tiempos que corren, con composturas formales que la democracia impone, y que no obstante, no impide que el poder siga atrayendo a los más ambiciosos, a los más ávidos de poseer el gobierno de los demás, siempre con promesas, a menudo incumplidas, que los ciudadanos suelen creer, cayendo así en las redes de estos modernos Imperators del siglo veintiuno.

Afortunadamente en los países democráticos como el nuestro, el ascenso al trono, y el posterior e inevitable descenso, más o menos tardío, no tiene lugar de aquella violenta y traumática manera con la que muchos emperadores accedían primero, y dejaban vacante después, a la fuerza, el trono imperial, debido al avance social experimentado a lo largo de estos siglos transcurridos, pero ello, no obstante, no es obstáculo, para que los modernos emperadores de occidente, como el que soportamos en este país, continúen campando por sus respetos, con malas formas, métodos y aires dictatoriales, que está dejando irreconocible al partido al que pertenece, sin que parezca que esto le preocupe lo más mínimo

Con Aires de moderno César, instalado en su palacio imperial, léase La Moncloa, nuestro regio presidente, mantiene los mismos afanes de grandeza, los mismos métodos, las mismas artimañas, sustanciadas en acuerdos, pactos y coaliciones, concesiones y dádivas  varias, siempre con la contraprestación de mantenerse en el poder, sin detenerse a valorar la ética y la estética de los compañeros de viaje, y con la única y exclusiva intención de mantenerse en la poltrona imperial a toda costa, sin pararse ni un momento a pensar en que subir tan alto, y a toda costa, suele comportar una dura y vertiginosa caída.

Utiliza para ello una notable falta de escrúpulos, que le han llevado a mentir, falsear y contradecirse una y otra vez, sin el menor atisbo de sonrojo en su impenetrable rostro, en un gesto que mantiene siempre impertérrito, como si de un robot se tratara, inasequible al desaliento, a la menor de las debilidades, y con una notable capacidad, realmente demoledora y eficaz, para seguir adelante a toda costa, caiga quien caiga, como buen Augusto, título que todo emperador romano ostentaba por el hecho de serlo. Alea jacta est, dijo Julio César al atravesar el Rubicón con sus legiones. Pues eso. Que conste. El que avisa, no es traidor.