lunes, 1 de agosto de 2022

LA LEVEDAD DEL TIEMPO

Solemos los humanos retroceder en el tiempo, a veces solamente un pequeño espacio, que nos sitúa a escasos minutos, horas, o tramos más largos que los cotidianos días que nos empeñamos en repetir, uno tras otro, siempre sumando, siempre hacia delante, como la flecha del tiempo que nos impide volver atrás con su imperioso y rectilíneo gesto, indicándonos la única dirección posible, la única viable, pese a los delirios de añoranza de quienes soñaron la máquina del tiempo que nos llevaría a lugares remotos en el pasado, con el fin de frenar la loca e inevitable carrera que nos conduce inevitablemente hacia el final de nuestra existencia.

Una suma de días que con el paso del omnipresente tiempo, se transformarán en los cíclicos y repetitivos años, con la salvedad de experimentar unos avances que no son tales, ya que aunque se materialicen en experiencias diversas de todo orden, positivas quizás, que no todas, no lograrán que nuestro deterioro como humanos que somos, vaya acumulándose a medida que sumamos esos periodos de tiempo tan seguros, tan lejanos, tan temidos por quienes no quisieran crecer tan rápido, tan fugazmente vividos, tan a la vista de todos los que nos observan y contemplan nuestro progresivo deterioro.

Vamos quemando etapas a velocidad de vértigo, pese a que al principio no se considere así, no se conciba el paso del tiempo, como si no existiera su continuo e ininterrumpido caminar, hasta que llegado un momento, de improviso, como por encanto, que somos conscientes de que existe ese pasado que hemos ido obviando, y que no podremos recuperar jamás, convirtiéndonos a partir de ese momento en conductores precavidos y cautos que intentaremos frenar una alocada marcha que nos permita doblegar su paso, a un ritmo más lento y con pasos más firmes y seguros, con el fin de retrasar nuestra llegada a una meta, cuya ubicación desconocemos.

Y es a partir de entonces, cuando nuestros viajes al pasado se tornan más frecuentes, más lejanos, llegando incluso más allá de nuestros orígenes, de nuestra infancia, cuyos recuerdos serían los primeros en evocar con una lejana nostalgia que sin duda nos invadirá, y así, viajando en el tiempo, siempre en sentido inverso a su marcha, surcaremos sus insondables y desconocidos senderos,tratando de llegar hasta los confines del camino, hasta donde nuestra memoria alcance, para encontrar a nuestros ancestros más lejanos, hasta el origen e infancia de nuestros padres, y forzando nuestra mente, llegaremos a nuestros abuelos, y más allá si nos es posible, hasta los confines de los recuerdos alojados en nuestra memoria.

Todo ello, para llegar a la conclusión de que lo andado, lo sumado, lo vivido en definitiva, no es sino un ligero y sutil soplo en el viento del tiempo comprimido en unos años, que nuestra conciencia y nuestra memoria mantienen retenido en nuestra mente, de lo que de ninguna manera desea deshacerse, para evitar que el tiempo lo consuma y lo reduzca a una nada, que negamos obstinadamente, y que por un impulso elemental y vital, no queremos ni deseamos admitir, porque no soportamos que el tiempo se consuma, y con ello, nuestros días en este proceloso mundo que nos ha tocado vivir, al que nos aferramos con una obstinada y persistente voluntad de seguir, de continuar, sin que el tiránico y brumoso tiempo,nos señale el camino nos y conduzca hacia su meta final.

La relatividad del tiempo nos permitiría, en circunstancias especiales, y por lo tanto ideales, viajar en él, a través del espacio-tiempo, hasta llegar al extremo de comprimirlo de tal forma, que su ralentización nos permitiría prolongar la vida, sin que conozcamos las consecuencias que de ello se pudieran derivar, aunque la ciencia admite su posibilidad, siempre en determinadas condiciones que están aún a años luz de la tecnología humana, los mismos que necesitaría alcanzar la imaginaria nave que debería lograr dicha velocidad, para detener el vertiginoso e irrefrenable deterioro humano, que indefectiblemente, nos conduce hacia el final del camino.

La física cuántica, la que se dedica a estudiar lo más pequeño, lo más insignificante, mínimo  y elemental de la materia, afirma que la realidad, tal como la percibimos, es una construcción de nuestra propia mente, que se empeña en mostrarnos una realidad que no existe si no la observamos, que no tiene sentido sin nuestros sentidos aplicados a la observación de lo que llamamos realidad en la que creemos movernos, y cuya medición hace que tengamos la impresión de existir.

Todo ello nos conduce a interpretar de esta sutil manera, que dicha observación llevada a cabo, consigue modificar la materialidad del mundo que observamos, haciendo que el mismo emerja a través de lamedición de dicha realidad, lo que necesariamente supone que la conciencia afecta a la materia, por lo que todas nuestras dudas y problemas existenciales, podrían venirse abajo, así como cuantas preocupaciones y divagaciones varias podamos albergar, ya que, en definitiva, y para suerte y tranquilidad nuestra, la existencia, no es, sino un sueño hecho realidad.