martes, 20 de octubre de 2009

LOS MUROS DE LA VERGÜENZA

La noche del día nueve de noviembre de mil novecientos ochenta y nueve, he de confesar que experimenté un íntima y desbordante satisfacción al contemplar como derribaban el odioso muro de la vergüenza que separaba las dos Alemanias después de casi treinta años durante los cuales un muro físico de casi ciento cincuenta kilómetros de largo, separó a familias enteras y dividió a Alemania en dos estados de concepción radicalmente diferente; el occidental capitalista y el oriental comunista, originando el dolor y el sufrimiento en un pueblo que hablaba la misma lengua, que poseían las mismas costumbres y que habían soportado el horror y la destrucción de la guerra.
Se cumplen veinte años de aquella ignominia que tan fresca aún está en la memoria de quienes vivimos aquellos tiempos y que tanta frustración y tensión creó en la sociedad de aquella época. Casi trescientas personas murieron al intentar atravesar el muro desde la parte comunista, que implantó una dictadura feroz que dejó el País devastado social, cultural y económicamente hablando, y que no permitió que sus ciudadanos se fugaran al mundo libre.
Bajo el puño de hierro del Estado Soviético que implantó un gobierno títere y una siniestra e implacable policía política, la Stasi, los ciudadanos de la Alemania Oriental vivieron un auténtico calvario hasta su liberación. Se convirtieron de la noche a la mañana en ciudadanos propiedad del Estado, privados de todas las libertades que disfrutaban quienes se encontraban a unos metros de distancia, separados por un muro de piedra que los situaba sin embargo a una infinita distancia imposible de recorrer sin poner en peligro su vida.
Una feroz dictadura comunista se impuso a los habitantes de un nuevo Estado cuyos ciudadanos pertenecían a una cultura genuinamente occidental, culta y desarrollada, que al igual que sus conciudadanos de la parte occidental acababan de salir de una espantosa guerra que dejó Alemania destruida, sumiendo a sus habitantes en la miseria y la desesperación. Cada ser humano se convirtió en un objeto del Estado, sometido a su absoluto control, vejado en su dignidad y humillado por un sistema inhumano y despótico
Bertolt Brecht, ante tamaña barbarie no exenta de absurdo anacronismo y exacerbada estupidez, se pronunció con el irónico y famoso comentario: “El pueblo ya no merece la confianza de nuestro Partido, por ende, nuestro Comité Central ha decidido unánimemente disolver el pueblo y elegir otro".
Pero ni todas las dictaduras, sean de derechas o de izquierda, ni todos los muros, sean físicos o conceptuales, reales o virtuales, de hecho o de derecho, han desaparecido de la faz de la Tierra. Tanto unas como otros siguen vigentes en el siglo XXI y no parece que vayan a pulverizarse por sí solos.
El vergonzoso muro que Israel ha construido para repudiar y alejar al pueblo Palestino se alza soberbio e ignominioso ante los ojos del mundo que nada hace por derruirlo. Ni el Imperio Estadounidense, ni la vieja, débil y estúpida Europa que tanto se llena la boca de declaraciones e intenciones vacuas, son capaces de mover un dedo por una Nación Palestina que sufre espantosamente ante la soberbia y la crueldad de Israel.
El vergonzoso muro que separa la rica América del Norte del pobre y sufrido pueblo mejicano, que impide que sus ciudadanos puedan intentar salir de la miseria en la que viven, emigrando a Estados Unidos.
El vergonzoso muro que Marruecos ha edificado para aislar, separar y vejar al heroico pueblo Saharaui, hundido en el desierto en el más completo abandono por parte de las potencias occidentales y la ONU, que condenan, hablan y dictaminan sin hacer nada.
El vergonzoso muro que separa Ceuta y Melilla de España y que se ha construido para evitar la marea inmigratoria procedente del África Subsahariana, es un ejemplo más de alejar al mundo próspero y rico del mundo pobre y mísero.
Nada tienen que ver estos muros con la muralla China, construida para evitar las invasiones violentas por parte de los pueblos que querían invadirla con sus ejércitos. Los modernos invasores ni son violentos ni pretenden ocupar occidente. Simplemente huyen de la pobreza y la miseria extrema en la que viven.
Mario Benedetti: Defender la alegría / como una trinchera / defenderla del escándalo / y la rutina / de la miseria y los miserables / de las ausencias transitorias / y las definitivas.
Nicolás Guillén: Para abrir esa muralla / juntemos todas las manos / los negros su mano negra / los blancos su blanca mano.

miércoles, 7 de octubre de 2009

TARANTINO Y SUS BASTARDOS

Acabo de ver la última película del inefable Tarantino, cuyo título, Malditos bastardos, refleja a la perfección el sentimiento que despiertan los nazis hoy, setenta años después de aquella incalificable barbarie, y que seguirán suscitando en las mentes de las futuras generaciones como remedio, vacuna y curación contra tanta maldad, en la esperanza de que el olvido y el perdón jamás recaerán sobre una de las épocas más vergonzosas de la historia de este atribulado planeta.
Aunque el adjetivo bastardos no se aplica precisamente a los nazis, sino a sus implacables cazadores, el espectador tiende a confundir esta situación, que de paso no deja de ser una anécdota, ya que se da por hecho que los primeros reúnen todos los requisitos necesarios para que dicho epíteto se les pueda aplicar. Es un juego más de Tarantino.
La historia no deja imperturbable a nadie, y cada uno extrae sus conclusiones, desde quienes ven en ella un simple divertimento del autor o una frívola y teatral representación de una fase de la historia, hasta quienes la consideran una excelente película de género, dura, mordaz y violenta, muy en su estilo.
En cualquier caso, la mayoría coincide en que se trata de una feroz crítica al fascismo en un cierto tono de humor, con un ligero toque de falso romanticismo que, unido a su gusto por la violencia más extrema, sin tapujos ni disimulos, desenmascara una vez más a los protagonistas de aquel atroz capítulo de la historia.
Parece presentar a los personajes, no como monstruos que son, sino como peles ridículos, como personajes bufos, como muñecos de trapo, sumidos en sus sueños de grandeza, pero dejando meridianamente claro, que esos en apariencia absurdos personajes, son también diabólicos criminales genocidas, que con sus desvaríos fanáticos sembraron la muerte y la destrucción en la desolada y sufrida Europa.
En esta época que nos ha tocado vivir en la que el resurgir de los fascismos, la intolerancia contra los inmigrantes y el odio hacia el diferente por motivos raciales, sexuales o religiosos, están cobrando un irrefrenable impulso, se hace necesario más que nunca manifestar alto y bien claro y de cuantas maneras nos podamos servir, que estos comportamientos de odio y fanática intolerancia pueden sumirnos otra vez en los tiempos más oscuros, siniestros y atroces de la historia de la humanidad.
La escuela, fundamentalmente, tiene una enorme responsabilidad a la hora de inculcar en los alumnos el rechazo más absoluto y razonado hacia estos comportamientos que sitúan al hombre al nivel de seres irracionales, primitivos y bárbaros, incapaces de considerar como igual a sus semejantes, despreciándolos por el simple hecho de ser diferentes a ellos.
Es por ello que esta película, como tantas otras en las que se denuncian las atrocidades de las que desgraciadamente el hombre es capaz, deberían prodigarse con el objeto de servir de ejemplo a las jóvenes generaciones y como medio de desenmascarar a sus autores para erradicar el odio, la barbarie y la violencia de la faz de la tierra.
Leo con una mezcla de incredulidad y espanto, como en una importante ciudad italiana, su alcalde ha expulsado a los gitanos del casco histórico. El siguiente paso que podría dar, me recuerda a los guetos de los judíos en la Varsovia ocupada por los alemanes.
Quien olvida su historia, está condenado a repetirla.