Apenas un tímido y leve
rayo de luz penetraba por la ventana del dormitorio, cuando Andrés despertó en
su cama, una fría y desapacible mañana de invierno. Era sábado, y no había
prisa por levantarse, pero no obstante, sin saber por qué, decidió hacerlo.
Era una hora poco habitual
en un día como éste de descanso, y más aún si se trataba de uno de esos días en
los que se aprecia que la temperatura ha
bajado más, bastante más, hecho que se deducía al sacar los brazos fuera de las
acogedoras sábanas para comprobar que la estancia se encontraba gélida, quizás
más que de costumbre.
Algo indefinible parecía
inquietarle particularmente en ese despertar, sin llegar a saber de qué se
trataba, algo vagamente ligero e inquietante que le alarmaba y turbaba, que le rondaba
en la mente de tal forma, que parecía no tener intención alguna de concretarse,
como si se negase a admitir algo que prefería dejarlo olvidado en un rincón
lejano del cerebro y no sacarlo a la luz para aparcarlo allí para siempre.
Prefirió no pensar. Giró
su cabeza y a su lado contempló a Sole, su esposa, que dormía apacible y dulcemente.
La contempló un largo rato con un gesto de honda tristeza, no sabía por qué,
ignoraba el motivo, era como si desease decirle algo que preferiría evitar, que
le rondaba en la cabeza y que curiosamente, aún ignoraba.
Le colocó las sábanas con
un rápido y cuidadoso gesto con el fin de no hacerse notar, de no despertarla,
de no molestar el plácido sueño en el que se hallaba. Con un leve movimiento de
las manos, separó la ropa de la cama que le cubría, se incorporó lentamente y
girándose, apoyó los pies en el suelo y se puso en pie.
Se dirigió a la silla
donde habitualmente dejaba la ropa y tomando el albornoz se lo puso con premura,
presa de un repentino escalofrío que le heló la sangre de tal forma que se vio
obligado a presionar el pecho con ambos brazos tratando de contener los
violentos espasmos que imaginaba le conducirían a una tiritera desenfrenada,
que adivinaba ya y que le sumiría, en un estado tal, que necesitaría despertar
a Sole, pues tal era su miedo y su ansiedad en ese momento.
No lo hizo finalmente, no
podía hacerlo al verla tan dulcemente dormida, así que se dirigió por el
pasillo, el salón y la cocina y los recorrió con pasos apresurados, ida y vuelta
una y otra vez, hasta entrar en calor y conseguir sobreponerse
Entró en el cuarto de baño
y se contempló en el espejo con suma atención. Fue entonces cuando lo entendió
todo. Su mente se abrió como si de un libro que hubiera estado cerrado se
tratara, y sacara a la luz los oscuros y ocultos presagios que le habían acechado
en el despertar de esa fría mañana de invierno.
Su contenido, que hasta
ese momento se le ocultaba, se mostró con toda su cruel dureza cuando por fin
pudo recordar: era el primer día después del despido al que habían sometido a
toda la plantilla de la empresa donde llevaba trabajando tantos años.
Era uno más de los
cincuenta despedidos, algo a lo que su mente parecía haberse negado a admitir
esa mañana y que ahora salía a la luz con toda su crudeza. La fábrica había
cerrado y nadie se había salvado. Todos, incluidos los directivos estaban en la
calle. Hacía tiempo que se oían rumores acerca de que la condenada crisis
económica podía acabar con la actividad que allí se llevaba a cabo, que no
había pedidos, que los números no cuadraban y que las pérdidas constantes
acabarían en el cierre.
Se vio en la cola del
paro, uno más en la interminable fila de hombres y mujeres de todas las edades,
de todas las razas y nacionalidades, con caras de circunstancias, con la mirada
extraviada, como si cada uno de ellos estuviera encerrado en su mundo interior
haciéndose múltiples preguntas para las que, en su mayoría, no encontraban
respuesta alguna.
Tenía cincuenta y tres
años, con muchos aún por delante para la jubilación, que a él le correspondería
a los sesenta y siete, o quién sabe, a lo mejor a los setenta, nada raro,
teniendo en cuenta tal como estaba la Seguridad Social, algo que los medios de
comunicación machacaban continuamente como una amenaza y que acechaba a los trabajadores día sí y día
también.
Andrés se veía incapaz de
encontrar un nuevo trabajo. Con su edad, sin especialización alguna digna de
considerar y con la cruel crisis económica campando por sus respetos, el raudal
incesante de los despidos y la deteriorada situación social y económica por la
que pasaba el País, no veía solución alguna, no encontraba un camino por dónde
continuar, se encontraba en un callejón sin salida, abocado a un desempleo que
le angustiaba y le llenaba de una inquietud que no podía manejar.
Nunca se había preocupado
por reciclarse, por formarse, por mejorar su cualificación profesional, por
tratar de mejorar sus conocimientos, por diversificarlos, algo que siempre
podría repercutir positivamente en el devenir de su vida laboral.
No tenía afición alguna,
salvo el fútbol, la televisión y la partida con los amigos. Sole y él iban al
cine algún fin de semana, al teatro en muy contadas ocasiones y a tomar algo
esporádicamente, y poco más. Los días transcurrían monótonamente, de casa al
trabajo y viceversa. En vacaciones, quince días al mar, ellos solos, ya que no
habían tenido hijos, siempre al mismo apartamento que alquilaban desde hace ya
muchos años.
Jamás había leído un
libro, ni visitado un museo, ni frecuentado una biblioteca. Al contrario que
Sole, que le encantaba leer, y que dedicaba mucho tiempo a esa maravillosa
afición, según le decía ella, que nunca consiguió que se animase a leer. Él
prefería ver la televisión y a lo sumo, algún periódico deportivo que compraba
el domingo.
Andrés, le decía Sole, lee
este libro, es de Miguel Delibes, te va a encantar, habla de la caza, de la
vida en los pueblos, de la gente sencilla. Pero él se negaba. Déjame Sole, me
aburre, no me gusta leer, no sé qué sacas de ahí, que le encuentras a la
lectura.
Y entonces le mostraba un
libro muy pequeño, de muy reducidas dimensiones, de poesía, de un tal Federico
García Lorca, con unos poemas pequeños, alegres, y de una gracia tan vivaz que llamaban
a la sonrisa: Huye luna, luna, luna / que ya vienen los gitanos, o le hablaba
de Antonio Machado: Caminante no hay camino / se hace camino al andar, o de
Miguel Hernández: Andaluces de Jaén / aceituneros altivos.
Sole se esforzaba por
ganarle para la lectura, pero nunca lo consiguió, recordaba ahora mirándose al
espejo. Ahora que tanto tiempo tenía, que se tendría que enfrentar a todo un
día completo, sin nada que hacer, sin saber cómo ocupar tanto tiempo con tan
poco que hacer.
Después de más de treinta
años trabajando ocho horas diarias, ahora el mundo se le echaba encima de tal
forma que le abrumaba, le angustiaba y le horrorizaba al pensar que no sabría
qué hacer. ¿Cómo conseguiría llenar tantas horas vacías? ¿Acabaría
deprimiéndose como había oído que a tanta gente le ocurría? ¿Sería capaz de
levantarse cada día sabiendo que nada tenía que hacer? Estas preguntas y otras
muchas se hacía con frecuencia y para ninguna encontraba una respuesta que le
tranquilizara.
Sole trabajaba también.
Entre los dos, aunque no tenían un gran sueldo, vivían sin excesivas apreturas,
pese a la hipoteca del piso y la letra del coche que habían renovado hacía ya
bastante tiempo. Le resultaba tremendamente duro pensar que ella se levantaría
cada mañana para ir a su trabajo y él se quedaría en la cama. Le costaba admitirlo,
consideraba que le resultaría insoportable. Sole tendría que mantener la casa y
todos los gastos. ¿Pero y si a ella también la despedían? Era para volverse
loco.
Anímate Andrés, le decía
Sole, no te preocupes, encontrarás algo, ya lo verás, mientras tanto con mi
sueldo iremos tirando, la hipoteca no es muy alta y ya nos quedan pocas letras
del coche. Ya, Sole, pero mientras tanto, que voy a hacer, además, no hay
trabajo para nadie, no lo hay para los jóvenes, así que imagínate para mí con
la edad que tengo.
Se veía levantándose
pesadamente, sin ganas, sin deseos de comenzar un largo día que ya había
comenzado para su mujer hacía varias horas. Desayunaba sin apetito, se aseaba
sin ánimo alguno y salía a dar un paseo por un parque cercano, donde se sentaba
en un banco después de dar vueltas y más vueltas sin dejar de pensar en su
situación, a la que no veía salida alguna.
La desesperación era su inseparable
compañera a todas horas, en todo momento. Ahora se daba cuenta del tiempo que
había perdido despreciando las aficiones a las que había renunciado y que Sole
trató de inculcarle. Además, no sabía hacer nada en la casa, ni cocinar, ni
lavar la ropa, ni por supuesto plancharla. Sole le reñía con frecuencia sobre
ello, pero siempre encontraba una excusa para evadirse. Ahora se consideraba un
inútil y esto le martirizaba.
Si Sole llegara a tener
algún problema en el trabajo, si la despidieran, si no entrara en casa ningún
sueldo, qué sería de ellos. Llegaría un momento en que no podrían pagar la
hipoteca. Se veía en la calle al lado de Sole, desahuciados, sin esperanza.
En esto estaba, cuando de
improviso, despertó. Dio un salto en la cama y se incorporó sudoroso e
inquieto. Nerviosamente miró a su lado, a la mesilla donde estaba el
despertador. Eran las cuatro y media de la mañana y recordó que era jueves, que
estaban en primavera y que se levantaba todos los días a las seis y media para
ir a trabajar.
Volvió la cabeza hacia el
otro lado y contempló largamente a Sole mirándola con una dulzura infinita. Estaba
profundamente dormida. Le dio un cálido y amoroso beso en la mejilla y se ocultó
entre las suaves y agradecidas sábanas. Todo había sido un sueño, un mal sueño,
con un hermoso despertar.