China, uno de los países más
antiguos del mundo, cuenta con la tradición histórica de una civilización
milenaria, y se la considera como una nación con una gran riqueza cultural. La
cultura tradicional y la virtud de esta nación, tienen una historia que se
remonta a la antigüedad, desde la que se cultivan muchas virtudes que han sido
incorporadas a su civilización, como por ejemplo, culto y cortesía, sinceridad
y credibilidad, laboriosidad y economía, unidad y ayuda mutua, amor a la patria,
abnegación al trabajo, sencillez en la
vida y respeto a los mayores.
El pensador chino,
Confucio, dijo que el hecho de que los hijos puedan vivir se debe a la crianza
de sus padres, así como ocurre con los animales. Sin embargo, se preguntaba: si
uno no demuestra respeto hacia los ancianos, ¿en qué se diferencia de los
animales? Mencio, por su parte, también dijo que uno no debe sólo respetar a
los ancianos de su familia, sino también a los ancianos de otras familias. A lo
largo de cinco mil años de civilización, el respeto a los ancianos ha sido
considerado como una cuestión de lógica que corresponde a la ética y la
moralidad. Quienes mantienen respeto y benevolencia filial hacia los ancianos
son, en consecuencia, respetados por los demás, y en caso contrario, criticados
por la sociedad.
En algunas antiguas
civilizaciones, los ancianos eran considerados como las personas poseedoras de
la verdad, depositaria de la misma, capaz de transmitírsela a quienes se
encontraban a su alrededor. En ellos está el recuerdo y la posibilidad de
futuro y sus palabras se convertían en consejos que encauzaban el devenir de la
vida. Sus arrugas representaban la experiencia de lo hecho, con el espejo del
futuro, rasgos que evocaban y proyectaban. Eran no sólo consejeros y guías de
ceremonias, sino que encabezaban la siembra de las cosechas, pues conocían el
momento preciso de hacerlo.
Los ancianos Gozaban de gran
prestigio y respeto entre la población, y así, en otras civilizaciones, se les
denominaba “jamo yoye”, es decir, el que recuerda. En otras eran los chamanes
los que poseían los conocimientos necesarios para diagnosticar y curar las
enfermedades. Todos ellos gozaban de un enorme respeto y en ellos estaba
fundado y sentado el principio de autoridad tradicional basado en su prestigio,
que poco a poco fue dejando paso al sistema oficial de lucha y sucesión
política que impera en nuestros días.
Recientemente, tuve la ocasión
de ver un documental, que tenía como protagonista a Juan Goytisolo, de ochenta
y tres años, escritor que ha obtenido el premio Cervantes y que vive en
Marruecos, concretamente en Marrakech. Convive con una familia marroquí desde
hace años, amigos que son, como si de su
familia se tratara, y dónde es sinceramente considerado. Llamó poderosamente mi
atención, el hecho de que uno de los hijos de dicha familia, de dieciséis años,
cuando entró en la casa y le vio, respetuosamente le besó en la frente, lo cual
me impresionó hondamente, y deduje que para estas gentes los mayores son
personas que les merecen todo el respeto, y así lo muestran en público. Así mismo
comentaban cómo los niños que correteaban por la calle, al verlo, le besaban la
mano. Conmovedor y admirable a partes iguales.
Hay circunstancias,
situaciones, hechos, en general, cosas, como solemos decir para acaparar el
máximo posible en el discurso, que no cambian o no deberían cambiar jamás, como
el respeto. En mi infancia, los abuelos eran queridos y venerados de una forma
espontánea y natural. Sentíamos adoración por ellos, y adquiríamos la condición
de nietos sin que nadie tuviera que recordárnoslo, sin que fuera necesario que
nuestros padres nos impusieran la obligación de ir a verlos, algo que hacíamos
con frecuencia, y que ellos agradecían, recibiéndonos con una cálida sencillez
y una bondad tan natural como agradecida.
Era algo innato, espontáneo y
deseado, algo natural e inherente a nuestra infancia, como lo era el respeto que sentíamos hacia nuestros
padres, hacia nuestros maestros, hacia los mayores en general, respeto que no
era ninguna obligación contraída, sino una convicción propia y deseada, fruto
de una educación basada en la obediencia y
en la máxima consideración hacia los padres, que pese a todo, nada tenía
de rígida ni de forzadamente impuesta, sino fundamentada en la admiración y el
respeto.