Afloran con inusitada
frecuencia, a la vez dulces y sutiles, los evocadores recuerdos que se apoderan
de mi, cada vez que regreso a la casa del pequeño y encantador pueblo segoviano
donde di en nacer hace ya demasiados años, situado en la falda de la cara norte
de Somosierra.
Un encantador lugar, dominado
por un arco de sierra de casi ciento ochenta grados, cubierta de un manto
blanco durante el duro y largo invierno, y de una capa de un ligero y gris
azulado, el resto del año, salvo en la explosiva y radiante primavera, que todo
lo inunda de un luminoso color verde.
Abandonar la carretera que
conduce a Sepúlveda, Segovia capital, Cantalejo, y otros pueblos de la
provincia, supone adentrarse en un
pequeño trecho de apenas quinientos metros, flanqueados por pequeños y
delicados huertos, plantíos de chopos y álamos, que nos dan la bienvenida a uno
de los encantadores pueblecitos de la comarca y tierra de Sepúlveda, que en su tiempo
dieron en denominar Duruelo.
La entrada nos regala la visión
de las primeras casas, todas ellas dispuestas a la izquierda de una carretera
que camina en dirección a Duraron y sus Hoces, serpenteando desde el comienzo
al final, dejando a su derecha las verdes praderas y tierras de labor, que
llegan hasta el río Duratón, el monte, y al fondo, omnipresente y vigilante, la
sierra que todo lo preside y domina, con sus brazos abiertos, en un gesto de
protección hacia los campos, los pueblos y las gentes que se hallan en sus
estribaciones.
Apenas entramos en el pueblo,
giramos a izquierda por una de las primeras calles, bordeadas por casas de una
planta, de un blanco impoluto, de recia figura, de aspecto sólido y firme, bien
cuidadas, de recios y pétreos muros, siempre dispuestas para acoger a sus
fieles moradores.
Llegar a la casa que
construyeron mis padres hace sesenta años, es entroncar con mi más tierna
infancia. Recuerdo vagamente, como se empezó su construcción, cómo los
albañiles de Santa Marta del Cerro, un pueblecito próximo, se afanaban en los
cimientos de la fachada, y cómo los gruesos muros iban ascendiendo en su viaje
vertical, abriendo a su paso las ventanas y el balcón, orientado hacia la
imponente Somosierra, cuyas espléndidas vistas constituyen todo un privilegio
para quién quien tiene la suerte y la fortuna de disfrutarlas.
Entrar en ella, después de
pasar através de la verja que da paso al espacio verde y deliciosamente
ajardinado que preside toda la fachada, supone contemplar la escalera, al pie de
la cual tengo la inefable foto de la comunión, que conservo como un pequeño
tesoro, vestido de etiqueta, con el riguroso y elegante traje que entonces se
llevaba para tan solemne ocasión.
Es la imagen más nítida que
mantengo de aquel tiempo tan pleno de magia e ilusión como de permanente
felicidad que nos regala la infancia durante esos entrañables e irrepetibles
años, que son un regalo que la vida nos hace, y que jamás nos volverá a
dedicar, ya que es un terreno que pisamos una sola vez en nuestra existencia,
que deja unas huellas indelebles para el resto de nuestros días.
Recorro cada una de las
estancias, comenzando por la planta de arriba, que conserva intacto, pese al
paso de los años, un suelo de madera, sin brillo, pero con toda su natural y
robusta nobleza, de la que no parece haber perdido ni un ápice pese al largo e
inexorable transcurrir de los años.
Abro las puertas que dan acceso
al pequeño y en apariencia frágil balcón, suspendido sobre el jardín, y
contemplo las maravillosas vistas que la visión de la sierra y de los bosques
de encinas y robles depara, a la par que respiro honda y profundamente, en un
gesto que tiene más de pulso instintivo que de acción voluntaria, pues el aire
fresco y puro tiende a desatar los más naturales y espontáneos gestos humanos,
ante la contemplación y deleite de la naturaleza en estado puro.
Un paseo por la amplia cámbara,
término con el que se designa por estos lares al desván o sobrao, como por
otros lugares se conoce, es llevar a cabo un viaje por el tiempo transcurrido
en estos sesenta años. Algo que hago con frecuencia, y que me sigue
sorprendiendo, como si el tiempo se hubiera detenido, como si tantos objetos y
muebles que anduvieron por la casa, se hubieran retirado allí a descansar.
Allí se pueden encontrar
numerosos libros relacionados con la profesión que ejerció mi padre, que fue
secretario de ayuntamiento de Duruelo y de varios pueblecitos más de los
alrededores. Libros de administración local, de lecturas diversas, y algunos
ejemplares muy antiguos, que he decidido restaurar. Merecían la pena. Todos ellos
en estanterías cubiertas de polvo, en cajones y en muebles que aún se mantienen
en pie.
Ollas enormes de cobre, dónde
se cocían las morcillas de la matanza, aperos de labranza y objetos de todo
tipo, que se han conservado, más por inercia que por la utilidad que
dudosamente puedan a estas alturas deparar, a quien no obstante se deleita con
su visión.
Baúles de varios tamaños, con
objetos de todo tipo y condición, ya sea ropa, más libros, revistas, cajas de
metal y de madera. Arcas y arcones, que debidamente restaurados, harían las
delicias de los amantes a los muebles antiguos, para espacios, ambientes y
casas rurales, fundamentalmente, dónde sin duda, cobrarían nueva, radiante y
desbordante vida.
Bajo de nuevo y entro en la
acogedora cocina, el aposento de la casa del que más recuerdos atesoro, porque allí pasábamos casi
todo el día, en compañía de mis recordados padres, a los que sigo viendo allí,
sentados al amor del brasero, sobre todo en las largas noches del interminable
y helador invierno, con la cocina económica proporcionando un agradable y tibio
calor gracias a los leños de roble y encina que la alimentan.
Instintivamente dirijo la
mirada hacia arriba, hacia una de las esquinas, hoy vacía y entonces el lugar
dónde encontraba acomodo el aparato de radio, todavía hoy en perfecto estado de
uso. Sustentado en un poyete de madera, y cubierto por el pañito de encaje que
mi madre amorosamente tejió a mano.
Presidía desde su privilegiado
lugar la acogedora estancia, siempre dispuesta para hacerse oír, a casi todas
las horas, ya fuera el diario hablado de las catorce treinta, las radio novelas
de parte tarde, y tantos otros programas habituales que lograban entretener y
deleitar a la pequeña y agradecida audiencia que los seguía cada día de forma
incondicional.
Recuerdo de una forma un tanto
especial uno de ellos, que apenas duraba un par de minutos, pero que se me ha
quedado grabado, quizás por lo que de recogimiento tenía, que lograba
sobrecogernos, al tiempo que alteraba la tranquilidad diaria con su mensaje inalterable
a lo largo de tantos años. Era de contenido religioso e interrumpía la
programación siempre a la misma hora: La hora del Ángelus.