Terminaba el lamentable año dos mil veinte, con las navidades a la vuelta
de la esquina, que se enfrentaron con la seguridad de que las reuniones
familiares provocarían un mar de nuevos contagios, y a las que este País tan
costumbrista, tan aferrado a sus tradiciones, difícilmente sería capaz de
renunciar, que pese al evidente riesgo que comportaban, una mayoría de ciudadanos
no estaba dispuesto a dejar pasar sin su disfrute, aunque redujesen el número
de comensales sentados a la mesa, a sabiendas de que ello podría resultar
peligroso, confiando en que el bajo número de familiares redujesen el impacto
de un riesgo que no obstante estaban dispuestos a asumir, sin un detenido y reflexionado
examen de la situación que pocos decidieron llevar a cabo, eliminando toda
reunión familiar durante las largas fiestas navideñas, dando prioridad absoluta
a la salud sobre una tradición tan arraigada.
Tanto el gobierno central como los autonómicos, aunque recomendando
limitar el número de personas que deberían reunirse, no se atrevieron a imponer
medidas más restrictivas, que hubieran impedido la avalancha de contagios que
sabían iban a ocasionar, permitiendo los contactos, aunque con un máximo de
convivientes y allegados, pero sin restringir al máximo el toque de queda, que
hubiera imposibilitado la mayoría de las reuniones familiares, ahorrándose así,
el rechazo de la ciudadanía por una medida impopular que les habría restado
apoyos a medio plazo cuando llegaran las oportunas elecciones.
Y así, con la sensación más o menos presente en la mente de las gentes, más
o menos interiorizado por mucho que quisieran obviarlo, sabían que aquello tendría
su precio, algo que no hubo que esperar demasiado tiempo, poco después de la
entrada del nuevo año, cuando los casos se dispararon de forma incontrolada,
con unas cifras insoportables de contagios y fallecimientos, que aunque
estremecedores, quizás por esperadas y también porque ya nada nos espanta ante
tanto dolor y que asumimos, esperando como siempre, tal cómo avanza el
gobierno, como de costumbre, con total frialdad, la llegada al vértice máximo
de la curva, mientras nos comunicaban unas sobrecogedoras cifras de casi tres
mil muertos semanales, que ya apenas lograban impresionar a una población que
parecía ajena tanto sufrimiento.
Y comenzó el nuevo año, con las luces navideñas a todo brillo iluminando
las calles y plazas de la ciudad como todos los años, como siempre, sin una
mínima concesión a la baja por parte de unos insensibles ayuntamientos que seguían
sin reparar en gastos, con las gentes contemplándolas como si no pasara nada,
como si las espantosas cifras diarias de decesos y los hospitales y las ucis a
rebosar, no fueran algo que nos pudiera afectar, comprando compulsivamente, con
las calles y centros comerciales llenos, a tope, con las mascarillas puestas, eso
sí, como si este molesto aditamento pudiera por sí solo limpiar y eliminar los
humores que la masa de gente que llenaba sus tiendas, pasillos y galerías, desprendían
a su paso.
Pasaron por fin las fiestas, y mientras se esperaban con toda la frialdad
del mundo las temidas cifras pronosticadas, que llegarían a manifestarse alrededor
de dos semanas después de terminadas, las para muchos inevitables festividades
navideñas, llegó la gran nevada, que los especialistas del tiempo habían
avisado con una semana de antelación, y que la mayoría del País, quizás por el
extraordinario énfasis que pusieron los meteorólogos en su anuncio, presagiaba
una nevada de cincuenta centímetros de espesor, como no se conocía desde hacía
cincuenta años, que duraría muchos días, y que vendría seguida de intensas
heladas en casi todo el País, que escuchaba todo esto con sorpresa, sin mucha
credibilidad, y, como siempre, sin prepararse adecuadamente, comenzando por el
gobierno central, los comunitarios y los ayuntamientos, que como siempre actuaron
tarde y mal, mientras los ciudadanos no daban crédito a lo que sus ojos contemplaban
al abrir las ventanas de sus casas, y quedar admirados, sorprendidos y
estupefactos, ante la visión de las calles que comenzaban a mostrar una capa de
nieve, que ya se veía iba a cuajar poderosamente, como así sucedería, tal como
habían advertido.
Durante treinta horas, una intensa y copiosa nevada cubrió todo el centro
peninsular, alcanzando unos insospechados límites, que paralizaron medio País, y
que no se conocían desde hace más de cuarenta años, cubriendo los campos y
ciudades con un manto blanco que llegó a un espesor tal, que la nieve tardó en
desaparecer por completo más de dos semanas, y que las posteriores heladas convirtieron
las calles y carreteras en auténticas pistas de patinaje, que llenaron las vías
de circulación de vehículos atascados, que tuvieron que abandonar en muchos
casos, previo rescate de sus ocupantes, después de pasar multitud de penalidades,
mientras los responsables gubernamentales y municipales, como siempre, actuaron
tarde, pese a que los especialistas en el tiempo, avisaron con al menos, una
semana de antelación a la citada gran nevada, con la que dio comienzo en
esperado año dos mil veintiuno, que nos hiciera olvidar el lamentable año
anterior.
Los inicios del nuevo año, como se vio con la nevada, no se
caracterizaron por un cambio radical respecto al anterior, sino que al
contrario, las cifras de la pandemia reflejaron las consecuencias de los
excesos cometidos durante las pasadas fiestas, aunque el anuncio de la
disponibilidad inmediata de las vacunas, aminoró en parte el desastre pandémico
que se cernió de nuevo sobre una población devastada, en forma de tercera ola,
con una estadística espantosa, que alcanzaba a estas alturas valores próximos a
los ochenta mil muertes, pese a que los números oficiales se empeñan en rebajar
esta cifra en más de veinte mil víctimas.
Comenzaron las vacunaciones, con un ritmo menor al esperado,
permitiéndonos el lujo, cómo no, de vacunar de lunes a viernes, mientras que en
el resto de Europa, se llevaba a cabo todos los días, con una velocidad muy
superior, y utilizando espacios abiertos y de grandes dimensiones, desde pabellones
deportivos a catedrales, mientras aquí, apenas utilizamos hospitales, medio
colapsados por la pandemia, y centros de salud, con el mismo problema. Todo
ello conduce a una situación, que unido al problema del pésimo suministro de vacunas
por parte de las farmacéuticas, difícilmente lograremos conseguir los objetivos
previsto de un mínimo del setenta por ciento de ciudadanos vacunados para el
próximo verano.
La falta de unidad de acción contra la pandemia, que se ha convertido en
una carrera a diecisiete velocidades, tantas como Comunidades tenemos, unido a los
intereses políticos derivados de las elecciones catalanas, con un ministro de
sanidad que en plena tercera ola ha dado el salto a ese escenario, está dando
unos pésimos resultados, que nos colocan a la cola de Europa una vez más, con un
pésimo espectáculo circense que lleva a cada Comunidad Autónoma a adoptar las
medidas que considera oportunas.
Y todo ello, sin
coordinación alguna entre ellas, mientras el gobierno mira hacia otro lado,
evadiendo una responsabilidad que deposita en ellas, en un gesto que no es sino
populismo puro y duro, en un afán de evitar tomar medidas que resultaran
impopulares, con la correspondiente pérdida de apoyo popular, que nos lleva a
lo de siempre en este País, a aquello de que inventen ellos, a ver quién le
pone el cascabel al gato, así que no me miren, que yo no he sido.
Nada nuevo por lo tanto en un País indestructible, cómo quedó dicho hace
más de un siglo por un relevante político alemán, y que, añadía, lleva
intentándolo toda su historia, y no lo ha conseguido, aunque a este paso, todo
podría suceder, ya que seguimos igual que hace siglos, con los mismos
comportamientos desmesurados, anacrónicos, y carpetovetónicos, aptados a una
modernidad, en la que no acabamos de entrar, pese al paso de los siglos, que
apenas nos han hecho cambiar.
El último vestigio de esta circunstancia, el último capotazo hispano en
este sentido, lo encontramos en la sentencia de un juez, que ha ordenado
reabrir la hostelería en el País Vasco, alegando que los virólogos, que como el
resto de sanitarios recomiendan lo contrario, no son más que médicos que han
hecho un cursillo, algo que supone una falta total de respeto hacia ellos,
cuando en Alemania, con diez veces menos incidencia de la pandemia, la
hostelería permanece cerrada. Sin duda la España de charanga y pandereta, sigue,
por desgracia, plena y desdichadamente vigente.