jueves, 11 de febrero de 2021

AÑO DE NIEVES

Terminaba el lamentable año dos mil veinte, con las navidades a la vuelta de la esquina, que se enfrentaron con la seguridad de que las reuniones familiares provocarían un mar de nuevos contagios, y a las que este País tan costumbrista, tan aferrado a sus tradiciones, difícilmente sería capaz de renunciar, que pese al evidente riesgo que comportaban, una mayoría de ciudadanos no estaba dispuesto a dejar pasar sin su disfrute, aunque redujesen el número de comensales sentados a la mesa, a sabiendas de que ello podría resultar peligroso, confiando en que el bajo número de familiares redujesen el impacto de un riesgo que no obstante estaban dispuestos a asumir, sin un detenido y reflexionado examen de la situación que pocos decidieron llevar a cabo, eliminando toda reunión familiar durante las largas fiestas navideñas, dando prioridad absoluta a la salud sobre una tradición tan arraigada.

Tanto el gobierno central como los autonómicos, aunque recomendando limitar el número de personas que deberían reunirse, no se atrevieron a imponer medidas más restrictivas, que hubieran impedido la avalancha de contagios que sabían iban a ocasionar, permitiendo los contactos, aunque con un máximo de convivientes y allegados, pero sin restringir al máximo el toque de queda, que hubiera imposibilitado la mayoría de las reuniones familiares, ahorrándose así, el rechazo de la ciudadanía por una medida impopular que les habría restado apoyos a medio plazo cuando llegaran las oportunas elecciones.

Y así, con la sensación más o menos presente en la mente de las gentes, más o menos interiorizado por mucho que quisieran obviarlo, sabían que aquello tendría su precio, algo que no hubo que esperar demasiado tiempo, poco después de la entrada del nuevo año, cuando los casos se dispararon de forma incontrolada, con unas cifras insoportables de contagios y fallecimientos, que aunque estremecedores, quizás por esperadas y también porque ya nada nos espanta ante tanto dolor y que asumimos, esperando como siempre, tal cómo avanza el gobierno, como de costumbre, con total frialdad, la llegada al vértice máximo de la curva, mientras nos comunicaban unas sobrecogedoras cifras de casi tres mil muertos semanales, que ya apenas lograban impresionar a una población que parecía ajena tanto sufrimiento.

Y comenzó el nuevo año, con las luces navideñas a todo brillo iluminando las calles y plazas de la ciudad como todos los años, como siempre, sin una mínima concesión a la baja por parte de unos insensibles ayuntamientos que seguían sin reparar en gastos, con las gentes contemplándolas como si no pasara nada, como si las espantosas cifras diarias de decesos y los hospitales y las ucis a rebosar, no fueran algo que nos pudiera afectar, comprando compulsivamente, con las calles y centros comerciales llenos, a tope, con las mascarillas puestas, eso sí, como si este molesto aditamento pudiera por sí solo limpiar y eliminar los humores que la masa de gente que llenaba sus tiendas, pasillos y galerías, desprendían a su paso.

Pasaron por fin las fiestas, y mientras se esperaban con toda la frialdad del mundo las temidas cifras pronosticadas, que llegarían a manifestarse alrededor de dos semanas después de terminadas, las para muchos inevitables festividades navideñas, llegó la gran nevada, que los especialistas del tiempo habían avisado con una semana de antelación, y que la mayoría del País, quizás por el extraordinario énfasis que pusieron los meteorólogos en su anuncio, presagiaba una nevada de cincuenta centímetros de espesor, como no se conocía desde hacía cincuenta años, que duraría muchos días, y que vendría seguida de intensas heladas en casi todo el País, que escuchaba todo esto con sorpresa, sin mucha credibilidad, y, como siempre, sin prepararse adecuadamente, comenzando por el gobierno central, los comunitarios y los ayuntamientos, que como siempre actuaron tarde y mal, mientras los ciudadanos no daban crédito a lo que sus ojos contemplaban al abrir las ventanas de sus casas, y quedar admirados, sorprendidos y estupefactos, ante la visión de las calles que comenzaban a mostrar una capa de nieve, que ya se veía iba a cuajar poderosamente, como así sucedería, tal como habían advertido.

Durante treinta horas, una intensa y copiosa nevada cubrió todo el centro peninsular, alcanzando unos insospechados límites, que paralizaron medio País, y que no se conocían desde hace más de cuarenta años, cubriendo los campos y ciudades con un manto blanco que llegó a un espesor tal, que la nieve tardó en desaparecer por completo más de dos semanas, y que las posteriores heladas convirtieron las calles y carreteras en auténticas pistas de patinaje, que llenaron las vías de circulación de vehículos atascados, que tuvieron que abandonar en muchos casos, previo rescate de sus ocupantes, después de pasar multitud de penalidades, mientras los responsables gubernamentales y municipales, como siempre, actuaron tarde, pese a que los especialistas en el tiempo, avisaron con al menos, una semana de antelación a la citada gran nevada, con la que dio comienzo en esperado año dos mil veintiuno, que nos hiciera olvidar el lamentable año anterior.

Los inicios del nuevo año, como se vio con la nevada, no se caracterizaron por un cambio radical respecto al anterior, sino que al contrario, las cifras de la pandemia reflejaron las consecuencias de los excesos cometidos durante las pasadas fiestas, aunque el anuncio de la disponibilidad inmediata de las vacunas, aminoró en parte el desastre pandémico que se cernió de nuevo sobre una población devastada, en forma de tercera ola, con una estadística espantosa, que alcanzaba a estas alturas valores próximos a los ochenta mil muertes, pese a que los números oficiales se empeñan en rebajar esta cifra en más de veinte mil víctimas.

Comenzaron las vacunaciones, con un ritmo menor al esperado, permitiéndonos el lujo, cómo no, de vacunar de lunes a viernes, mientras que en el resto de Europa, se llevaba a cabo todos los días, con una velocidad muy superior, y utilizando espacios abiertos y de grandes dimensiones, desde pabellones deportivos a catedrales, mientras aquí, apenas utilizamos hospitales, medio colapsados por la pandemia, y centros de salud, con el mismo problema. Todo ello conduce a una situación, que unido al problema del pésimo suministro de vacunas por parte de las farmacéuticas, difícilmente lograremos conseguir los objetivos previsto de un mínimo del setenta por ciento de ciudadanos vacunados para el próximo verano.

La falta de unidad de acción contra la pandemia, que se ha convertido en una carrera a diecisiete velocidades, tantas como Comunidades tenemos, unido a los intereses políticos derivados de las elecciones catalanas, con un ministro de sanidad que en plena tercera ola ha dado el salto a ese escenario, está dando unos pésimos resultados, que nos colocan a la cola de Europa una vez más, con un pésimo espectáculo circense que lleva a cada Comunidad Autónoma a adoptar las medidas que considera oportunas.

Y todo ello, sin coordinación alguna entre ellas, mientras el gobierno mira hacia otro lado, evadiendo una responsabilidad que deposita en ellas, en un gesto que no es sino populismo puro y duro, en un afán de evitar tomar medidas que resultaran impopulares, con la correspondiente pérdida de apoyo popular, que nos lleva a lo de siempre en este País, a aquello de que inventen ellos, a ver quién le pone el cascabel al gato, así que no me miren, que yo no he sido.

Nada nuevo por lo tanto en un País indestructible, cómo quedó dicho hace más de un siglo por un relevante político alemán, y que, añadía, lleva intentándolo toda su historia, y no lo ha conseguido, aunque a este paso, todo podría suceder, ya que seguimos igual que hace siglos, con los mismos comportamientos desmesurados, anacrónicos, y carpetovetónicos, aptados a una modernidad, en la que no acabamos de entrar, pese al paso de los siglos, que apenas nos han hecho cambiar.

El último vestigio de esta circunstancia, el último capotazo hispano en este sentido, lo encontramos en la sentencia de un juez, que ha ordenado reabrir la hostelería en el País Vasco, alegando que los virólogos, que como el resto de sanitarios recomiendan lo contrario, no son más que médicos que han hecho un cursillo, algo que supone una falta total de respeto hacia ellos, cuando en Alemania, con diez veces menos incidencia de la pandemia, la hostelería permanece cerrada. Sin duda la España de charanga y pandereta, sigue, por desgracia, plena y desdichadamente vigente.