viernes, 19 de julio de 2013

AMANUENSES

En el origen de la escritura, están sin duda los pictogramas, símbolos, dibujos, signos y formas diversas utilizados por los pueblos de la antigüedad con los que trataban de representar los objetos que les rodeaban, incluso palabras, siempre de una forma simplificada, sin transmitir ideas ni pensamientos abstractos, ni mucho menos estructuras sintácticas que estaban fuera del alcance de sus pretensiones de mostrar la realidad material mediante esos símbolos esquemáticos, que suponen seguramente el primer estadio de la escritura.
Los pictogramas transmiten una información convencionalizada, independiente de cualquier lengua, ya que fueron utilizados por muchos pueblos desde el principio de los tiempos por unos seres humanos que necesitaban comunicarse mediante signos para complementar el lenguaje hablado. Suponen de esta forma un antecedente de nuestro alfabeto y están sin duda en su origen, aunque sus huellas hayan quedado borradas por siglos de evolución.
La escritura cuneiforme, representa otro intento de expresión en lenguaje escrito, que fue adoptada por otras civilizaciones como los Sumerios y los Asirios. Se escribía en tablillas de arcilla húmeda mediante un tallo vegetal biselado en forma de cuña – de ahí su nombre – en las que plasmaban los correspondientes pictogramas. Se tiene conocimiento fehaciente de cartas escritas en escritura cuneiforme, pertenecientes al segundo milenio antes de Cristo, que se han podido traducir, en la que en una de ellas, escrita con una pluma de junco, se invitaba a su receptor a ir a Babilonia.
La escritura Jeroglífica, se desarrolló en Egipto durante más de tres mil años. Tenía un sentido  mágico y religioso, hasta el punto de que el nombre de una persona expresaban también su personalidad. Este tipo de escritura se reservó fundamentalmente para la grafía monumental. La pieza clave para la interpretación y traducción del lenguaje jeroglífico es la Piedra Rosetta, que poseía grabados de tres lenguas diferentes, griego, jeroglífico y Demócrito, que fue descifrada por Champolion a finales del siglo dieciocho.
Todos estos lenguajes escritos, pusieron la base para la consecución de los alfabetos que hoy utilizamos, mediante la oportuna y conveniente evolución sufrida y que supuso la existencia hoy en día de alfabetos como el griego, cirílico, chino, árabe, hebreo, y otros que podríamos citar. Con el descubrimiento del papel en China, y del pergamino suplantando al papiro en Europa, así como de la tinta metálica marrón rojiza para los manuscritos, y de la sustitución del rollo por el libro, comienza una nueva era que nos conduciría al primer periódico impreso en China en el año ochocientos cincuenta y tres y al descubrimiento de la imprenta de Gutenberg a finales del siglo XV y del primer libro por él impreso, La Biblia, de 42 líneas.
El escriba era el amanuense o copista de la antigüedad, procedente de las clases bajas de la sociedad. Era inteligente y educado y conocía mejor que nadie los documentos oficiales, legales y comerciales, los cuales preparaba al dictado o de otras maneras, por lo que recibía una remuneración. En la época medieval, los copistas se encargan de reproducir libros y manuscritos a mano – de ahí amanuenses – en el scriptorium de los monasterios, donde además, los encuadernaban, decoraban y conservaban.
Conservo documentos manuscritos de mi padre y del padre de mi padre, mi abuelo, ambos secretarios de Ayuntamiento en Duruelo, Segovia, donde nacieron y descansan ahora y donde también nací yo. Con una preciosa y cuidada letra, los conservo como si fueran auténticos tesoros. Hoy, con la informática casi se nos ha olvidado escribir a mano, por lo que de nada serviría ya volver a los cuadernillos de caligrafía que con tanta nostalgia recuerdo. Pero nos queda la palabra, la más maravillosa de las herramientas de las que dispone el hombre para comunicarse al margen de cómo lo lleve a cabo. Y esto, sin duda es lo que importa.

viernes, 12 de julio de 2013

ATRACO EN LA UNIVERSIDAD

          El siguiente relato, corresponde a un hecho real, auténtico, verídico y absolutamente demostrable, pues dispongo de la documentación necesaria que se me pudiera requerir para certificarlo, así como del tiempo empleado en los acontecimientos que han tenido lugar y que pasaré más adelante a exponer, pues en el lapso de tiempo empleado, antes y después, he llevado a cabo una serie de llamadas telefónicas, cuyos extractos y horarios puedo solicitar, previo pago de las oportunas tasas a la correspondiente operadora telefónica, en un plazo prudencial, siempre y cuando demuestre que he llevado a cabo la oportuna solicitud, que me he identificado correctamente, que he abonado el pago del servicio, y por supuesto, que estoy al corriente de pago, que no se me pueda calificar de moroso, y que mis antecedentes penales brillen por su ausencia. Faltaría más.
            Los hechos tienen lugar en Madrid, en concreto en la Universidad Autónoma de esta Capital, entre las once quince y las trece treinta de una calurosa mañana del día once de julio del presente año de dos mil trece, teniendo como escenario de los hechos varias facultades por las que fueron desenvolviéndose los acontecimientos a exponer, así como una oficina bancaria situada afortunadamente en el campus universitario, lo cual contribuyó a que el tiempo empleado en la trama pudiera reducirse, pues de lo contrario, los hechos a referir hubieran tenido que trasladarse a la ciudad, para retornar de nuevo a la citada universidad con el objeto de completar la trama, que para sorpresa de algunos, consternación de otros y esbozo de una ligera sonrisa para muchos, acostumbrados como estarán a semejantes acontecimientos tan ajenos a un ciudadano como yo, que no suele sufrir estos incómodos avatares.
            Los hechos tuvieron lugar como siguen, y así, sin afán de tergiversarlos, yo se los transmito. Debía enviar por correo certificado a la Universidad Complutense de Madrid, un documento debidamente compulsado emitido por la Universidad Autónoma, también de esta ciudad y muy próxima al lugar donde vivo, por lo que allí me dirijo con el original y la fotocopia correspondiente. Dicho documento, no es más que un justificante de haber pagado una tasa por la expedición de un título que aún no se ha recibido.
            Accedo a la Facultad más próxima, donde una cola de dimensiones considerables me espera, a la par que un sofocante calor que hemos de soportar, pese a la evidencia del sistema de aire acondicionado existente, por lo que los que allí presentes, más que esperar desesperamos, utilizando los documentos que llevamos a modo de improvisados abanicos. Después de media hora de espera me toca el turno. Lo siento, se ha equivocado de facultad – se trata de certificar que la fotocopia es fiel reflejo del original y no de si se expidió en una u otra facultad – debe ir a la que le corresponde. Media hora perdida.
            Así lo hago y me encuentro con una cola de muy superiores dimensiones a la anterior, y con el mismo asfixiante calor y los mismos abanicos. Cuarenta minutos después me corresponde el honor de acercarme a la ventanilla, expongo el asunto y me dicen que he de pagar las tasas correspondientes -  lo ignoraba, sinceramente, el documento no era mío y hace mucho tiempo que no iba por allí – pero que no se pagaban allí, sino en el banco, que afortunadamente tenía una oficina dentro del Campus. Cuarenta minutos perdidos.
            Logro encontrar la oficina después de preguntar varias veces. Me encuentro con una considerable fila de paganos, pero con un aire acondicionado que hace agradable la espera de veinte minutos. Cuando me corresponde, me acerco con el papelito que me han dado y en el que ahora sí, dado el hecho de que no lo he rellenado y de que así me lo advierten, encuentro una cifra que ya figuraba y que me deja desagradablemente sorprendido. Tengo que pagar once euros, exactamente diez con cuarenta y tres euros por estamparme un sello. Veinte minutos más otros veinte de ida y vuelta, cuarenta minutos más y once euros menos.
            Regreso de nuevo con un cabreo impresionante y de nuevo me hallo ante una fila mayor que la anterior al igual que la temperatura ambiente. Otros cuarenta minutos después, me acerco a la ventanilla, le entrego el justificante del pago de las puñeteras tasas, el documento original y la fotocopia. Una mirada a ambos papeles, un sello y una rúbrica, total, treinta segundos.
            Dos horas y cuarto después, salgo de la facultad con el documento compulsado. Hago cuentas, y el trabajo desarrollado por el compulsador oficial, sale a cientos veinte euros la hora, bastantes menos de los cuatro o cinco euros hora que cobran tantos “afortunados” trabajadores de tantas actividades en este desafortunado País. Un abuso sin paliativo de ningún tipo, sin justificación alguna y más si tenemos en cuenta que se trata de un documento que una universidad puede solicitar a otra y sobre todo porque hay una ley que asegura que todo documento en poder de la administración, no tiene por qué aportarla el ciudadano.
                  Con la voracidad recaudadora de la administración hemos topado, así como con la insaciable burocracia de un País, que sigue adoleciendo de una modernidad que no parece echar de menos.

lunes, 8 de julio de 2013

EL PRODIGIO DE LA BUENA MESA

  Qué duda cabe, que uno de los grandes placeres de este terrenal mundo, sigue siendo, y con perdón, el disfrute de la buena mesa, pese a todos aquellos que de formas y maneras muy diversas  - léase la cocina mínima, minimalista o surrealista - parecen oponerse a semejante y celestial disfrute, olvidándose quizás, que afortunadamente, y vuelvo a pedir perdón por ello, gozar de la vida, es o debería ser, una más de las bellas artes, que necesariamente no están al alcance de unos pocos, sino que más bien al contrario, la mayoría, en su sano juicio culinario y dotados de la muy extendida y agraciada capacidad de deleitarse, pueden acceder a esa sabrosa costumbre cada uno de los días que sus existencia les depare.
            Y no hablo, claro está, de la mesa ampulosa, cara y  sofisticada, al alcance de tan sólo unos cuantos, que no dudo, Dios me libre, de que disfrutarán sumamente de la exquisitez de unos productos de primera categoría, regados por unos fabulosos caldos, rodeados por cubertería de plata y envueltos en manteles de exquisitos tejidos, sino de la cocina sencilla, natural, ingeniosa y audazmente cotidiana que siempre elaboraron en nuestras casas, a base de fuego lento, productos frescos, y una hermosa y prodigiosa cantidad de amor de madre, en el puchero de barro, sobre la placa de la cocina económica o sobre el fuego de la lumbre baja, legumbres, patatas, alubias y ensaladas, regadas con un excelente aceite, productos mediterráneos en suma, servidos en la mesa de la cálida cocina, sobre sencillo mantel y humildes platos y con la presencia constante y amable de la hogaza de pan presidiendo la mesa.
            Recientemente leí un libro, no muy conocido, aunque su título, El Banquete, haya sido utilizado en el pasado por Platón y en el presente por otros autores, siempre con el mismo fondo argumental, ubicado alrededor de una mesa donde las viandas se disponen y exponen para ser consumidas por los comensales, en el que se narra el viaje de una comitiva nupcial desde Nápoles a Tortona, compuesta por una princesa española y un duque italiano, y cuyo destino final será el de asistir a la boda y correspondiente banquete de ambos contrayentes.
            La historia, que se ubica en el siglo XV, ilustra las costumbres renacentistas de la época y se va desarrollando a medida que la comitiva llega a las diversas poblaciones por las que ha de pasar y por los banquetes que en cada una de ellas se ha de celebrar, siempre en busca de ese acontecimiento final y sublime que consistirá en el último ágape, el convite final, apoteósico y pantagruélico que les espera, todo ello mezclado con una serie de intrigas y acontecimientos palaciegos que tienen lugar entre los componentes del cortejo, que no obstante no son sino una excusa para poner de manifiesto el nudo gordiano del relato que no es otro que el de mostrar la exquisita, apoteósica y delirante gastronomía que se describe con una minuciosidad tal, que el lector queda embriagado por los efluvios que parecen desprenderse de la lectura de un libro que describe paisajes interminables, exóticos y variados, sobre el mantel de una interminable mesa.
            Después de esto, y abundando en el gastronómico tema, no puedo evitar rememorar el banquete que disfrutaban los invitados a las bodas en los pueblos de la provincia de Segovia. Mi padre, que era el secretario de varios pueblecitos en la comarca entre Sepúlveda y Riaza, estaba siempre invitado a ellas y siempre me llevaba al convite. Se celebraba en el corral donde guardaban el carro y los aperos de labranza que se retiraban para tal fin. A lo largo del mismo se disponían unos tablones de madera sobre unas borriquetas o trípodes, formando una larga mesa corrida para la centena larga de comensales, que iban a disfrutar del ágape, que consistía en un suculento y sublime cuarto de cordero, acompañado de unas buenas jarras de vino de la Ribera, de una deliciosa ensalada y de un excelente pan amasado y horneado en uno de los hornos del pueblo, al igual que el cordero. Soberbio e insuperable festín.
            Más adelante, cuando las bodas ya no se celebraban en los pueblos, se solían festejar en Segovia capital. A una de ellas fuimos invitados mi esposa y yo. Les ruego me permitan narrársela, ya que difícilmente puede encontrársele parangón. Comenzó con unos espléndidos mariscos, seguido de unos gloriosos embutidos ibéricos y de un excepcional lomo y chorizo de la olla, a los que siguieron un maravilloso y jugoso cochinillo y un fantástico cordero asado, para terminar con un indescriptible Ponche Segoviano, que hizo las delicias de los entusiasmados y felices comensales. Todo ello en un entorno magnífico, un antiguo palacio señorial, que constituía el marco ideal para una comida memorable.
            Hace unos días, ya en el presente más actual y después de muchos años de sequía nupcial, fuimos invitados a una boda en Madrid. Recuerdo unos pequeños y tristes canapés, un insípido consomé de melón y un par de ajados filetes, seguidos de un solitario y ausente trozo de tarta. No es una queja, faltaría más, ni mucho menos –mi boda, lo confieso, tampoco fue un portento gastronómico - los novios son amigos, había buena gente y lo pasamos bien, que ya es importante, y además, ya sé que las cosas ahora son así.
            Eso sí, el novio llegó en  un fabuloso y fantástico Ferrari rojo, que fue la gran atracción de la boda. Mi esposa y yo, en la nuestra, hace ya muchos y felices años, lo hicimos en un portentoso ochocientos cincuenta de color blanco, recién lavado, por supuesto, pero que pasó totalmente desapercibido. Sin duda fue por el color. El rojo, seguramente, hubiera causado más sensación. 

jueves, 4 de julio de 2013

PERDIDOS EN LAS REDES SOCIALES

La importancia que el ser humano ha concedido siempre a su necesidad de expresarse, a comunicarse con el mundo que le rodea, ha sido siempre una necesidad básica y vital, casi irrenunciable, que no siempre ha sido satisfecha, ya que los obstáculos interpuestos al desarrollo de tan elemental derecho, han sido sistemática y continuamente utilizados por los individuos y grupos poderosos a lo largo de la historia de la humanidad en todas las sociedades y civilizaciones y siempre con el objeto de hacer callar al vasallo primero y al ciudadano después, siempre por motivos diversos, inconfesables y despóticos, que no hacían sino salvaguardar los privilegios del individuo, del grupo o del poder dominante y opresor, establecido con el objeto de mantener sus arbitrarias normas y sus intocables e inmutables principios a buen recaudo.
            De esta manera, el ciudadano limitaba su poder de comunicación a las personas que le rodeaban, sin posibilidad alguna de trascender esta restricción que impedía su ansia de compartir sus conocimientos, notificándolos al resto de seres humanos, al tiempo que le impedía la correspondiente reciprocidad de los mismos por parte de los demás, lo cual supuso una ralentización en la transmisión no sólo de los hechos científicos, sino también de los culturales, con el consiguiente retraso en el avance de una sociedad a la que no se le permitía acceder a los descubrimientos, hallazgos y hechos novedosos de diferente naturaleza que quedaban estancados sin poder compartirlos con una familia científica a la que no podían acceder.
            Si a los impedimentos citados, todos ellos de orden impositivo, por parte tanto de los poderes establecidos, como de los poderes fácticos, interesados todos ellos en silenciar todo cuanto pudiera contradecir sus intocables principios, sumamos los de la ausencia de unas redes de comunicación, inexistentes entonces, que pudieran contrarrestar en parte esta situación, el resultado no puede ser otro que el estancamiento forzoso de una cultura, una tecnología y unos hallazgos científicos, que se vieron necesaria y forzosamente relegados a un ostracismo que detuvo el progreso y el avance social de los pueblos, países y civilizaciones durante siglos.
            La llegada de los diversos medios de comunicación, tanto hablados como escritos, que fueron apareciendo ya bien entrada la modernidad, chocaron no obstante con las férreas políticas de censura, bien previa, bien total, que limitaron enormemente la transmisión del conocimiento en no pocos lugares de un mundo tan necesitado de comunicarse, lo que supuso un freno a esas ansias de libertad informativa, afortunadamente, poco a poco y con el paso del tiempo, fueron desapareciendo en aras de una expansión planetaria que lograron reducir este problema a áreas muy localizadas, que aún hoy se resienten.
            Y llegamos por fin a uno de los hallazgos más importantes, no sólo de la comunicación, sino de la historia de la humanidad, que ha logrado transformar profundamente las relaciones entre los seres humanos que continúan aún asombrados ante el empuje de un descubrimiento tecnológico que todavía no ha alcanzado su máximo esplendor y desarrollo: Internet.
            Su inmensa capacidad de poner en contacto a todos los habitantes del planeta, no es comparable con ningún medio de comunicación de los ya existentes. Su inmediatez, sus posibilidades multimedia son tan potentes y tan efectivas, que no nos sería posible concebir el mundo actual sin una herramienta que ha encontrado aplicación en todas las actividades humanas, sin la cual, este planeta se vería tan afectado en tantos órdenes, que quedaría paralizado ante la ausencia de funcionamiento de la mayoría de los sistemas que gobiernan el mundo actual, a nivel de la industria, la ciencia, la tecnología, medicina, transportes, economía, banca, administración, etc.
            Uno de los servicios más usados que nos proporciona Internet y que va dirigido fundamentalmente a las personas privadas y grupos sociales, son las redes sociales, numerosas y al alcance de cualquiera que disponga de una conexión a Internet. Su facilidad de uso, así como su versatilidad y su flexibilidad, tanto con el texto, como las imágenes y vídeos, hacen de ellas un instrumento sumamente potente en manos de cualquiera que sepa utilizarlas convenientemente, tanto en beneficio propio como en el de la sociedad.
            Sin embargo, yo que recurro a ellas con frecuencia, observo con una cierta perplejidad y desánimo, como se diluye su capacidad de mostrar al mundo, y más en los tiempos actuales, la denuncia de las injusticias que lo asolan, la corrupción y el despilfarro, la exigencia de una democracia más real y directa, la expresión de la necesidad de discriminar y debatir sobre cuanta información nos llega de diversos orígenes, sobre todo de los poderes públicos, de los poderes fácticos y de los grupos de presión que actúan a nivel mundial y que acaban afectándonos a los individuos.
            Y lo que puedo observar, cada vez con más frecuencia, es que los jóvenes, que son sus principales usuarios y por tanto benefactores, se dispersan en su comunicación permanente con mensajes mitad frívolos, mitad intrascendentes, que no conducen a nada, que no suponen ni denuncia ni debate, ellos que son los más perjudicados por la situación actual.
            Se dedican a enviarse fotos y vídeos propios o de sus hijos, de sus familiares, noticias deportivas, insustanciales, contenidos casi siempre insípidos, ingenuamente graciosos, sin contenido crítico, perdiendo un tiempo precioso que debieran aprovechar en beneficio de toda una sociedad que tiene al alcance una inmensa posibilidad de comunicarse, de transmitir sus quejas, sus inquietudes, y también, cómo no, sus emociones más íntimamente humanas, pero repartiendo los tiempos de forma inteligente y sabia, algo que no suele suceder en las Redes Sociales, donde los contenidos frívolos, son moneda corriente. 

martes, 2 de julio de 2013

LA RESPONSABILIDAD DE LOS JÓVENES

No valen las comparaciones, son odiosas, son injustas, no tienen sentido ni cabida en la sociedad, ofenden a casi todos – sobre todo a los que con ellas salen perdiendo – molestan a los contrariados a los cuales van dirigidas, a quienes han de soportar las cargas comparativas, porque sobre ellos recaen las culpas, los agravios y los consiguientes reproches y reprimendas, que han de admitir o no, pero que en cualquier caso han de soportar las consiguientes acusaciones de las que no se han de librar, porque constarán en acta una vez pronunciadas, sean o no justas, ecuánimes y equilibradas en su razonamiento.
Esto es lo que se suele afirmar, lo que el saber popular y la costumbre suelen poner de manifiesto, como una generalización más de tantas que asolan la, a veces folclórica sabiduría pública, la cual no siempre es correcta, ni acertada, ni mucho menos objetiva y cabal, pues está viciada de una falta de raciocinio necesario para la imparcialidad y la honradez necesarias, por lo que sentadas estas bases, podríamos afirmar que las comparaciones, en ocasiones ,sí son ajustadas a un derecho natural, que surge de la costumbre, de la razón y de la libertad humanas.
Y así tendemos a establecer las obligadas comparaciones, ya sea a nivel personal, general o histórico, con símiles inevitables entre una y otra persona a las que relaciones mediante los oportunos parangones profesionales y/o personales o en el caso de grupos sociales, políticos, religiosos, económicos o de otra índole, siempre con el objeto de dejar constancia de las diferencias existentes entre ellos, en términos de más, menos, mejor, peor o similares, que en el caso de las comparaciones históricas llegan a estudios más profundos y exhaustivos, que ocupan más espacio, más tiempo, y sobre todo, con muchos más aspectos a considerar, con el objeto de llegar a una conclusión que no siempre es fácil ni plenamente objetiva.
Con frecuencia comparamos los tiempos en que vivimos con el pasado – interesante sería poder hacerlo con el futuro, pero ello, por ahora, nos está vedado – rememorando las circunstancias sociopolíticas que condicionaron la vida de, por ejemplo nuestros padres, muy diferentes a las actuales, con un escenario político absolutamente diferente, en el que vivieron y sufrieron una guerra y una posguerra civil tremendamente cruel y dolorosa, soportando una miseria y unas condiciones de falta de libertad que ahora nos son afortunadamente desconocidas, extendiéndose esta última incluso a nuestra existencia, pues muchos vivimos y padecimos una dictadura, que sin embargo nuestros hijos no llegaron a conocer.
Imposible establecer comparaciones entre generaciones tan diferentes. La sociedad ha sufrido cambios muy profundos a todos los niveles. Nos limitaremos a encontrar similitudes entre nuestra generación y la de nuestros hijos – la generación de nuestros padres queda demasiado distante y distinta y presenta condicionantes profundamente diferentes a la presente - y nos encontraremos con unos cambios sociales, económicos y, sobre todo tecnológicos, que han marcado intensa y drásticamente a la presente generación de jóvenes, cambios en los que no todo ha sido positivo y beneficioso para ellos como cabría esperar.
No lo tienen fácil, es más, el futuro no se les presenta todo lo halagüeño que desearíamos para ellos, inmersos como estamos en una imparable crisis económica que los ha dejado de lado de una forma pertinaz y despiadada, con un paro y una falta de perspectiva laboral, que no tiene ni sentido ni razón alguna, cuando nos encontramos con una generación que generalmente está más preparada que nunca lo ha estado.
Pero se les debe exigir la ineludible responsabilidad que adquieren por el hecho de ser jóvenes, por tener en sus manos, pese a las dificultades, el futuro del País, por ser los depositarios de las esperanzas de quienes llegan después de ellos, a quienes preceden y que pronto, pues todo pasa demasiado rápido, se encontrarán con una herencia que la juventud de hoy deberá construir, que se antoja complicada y harto difícil de gestionar, pero que no podrán evitar, pues serán ellos los que en su momento serán objeto de las comparaciones a las que les someterán los citados herederos.
Y no los veo dispuestos a ello. No los encuentro en la lucha diaria, enfrascados, perdidos como están en sus tecnológicas y absorbentes redes sociales, donde parecen haberse enmarañado de tal forma que son incapaces de escapar a su poder de atracción que los tiene obnubilados, en una comunicación permanente y obsesiva, donde abundan los mensajes vacíos, intrascendentes y frívolos, que no parecen denotar una excesiva preocupación por una situación trágica en general, que les afecta en particular a ellos, que deberían utilizar los prodigiosos medios de los que disponen, para discriminar primero, comparar después y denunciar siempre que el agravio lo exija.
Esta exigencia está siempre ahí, a la orden del día, esperando que nuestra juventud despierte y se mueva, elevando su limpia y enérgica voz por encima de los injustos y las injusticias, de las mentiras y los mentirosos, de los silencios y de quienes quieren hacerlos callar, a ellos, que son mensajeros de ilusión, de esperanza y de un futuro irrenunciable, que les pertenece por derecho natural.
La juventud es un arma cargada de futuro, siguen cantando los poetas.

lunes, 1 de julio de 2013

LOS VIGILANTES DEL MUSEO

En los últimos días de este indeciso mes de junio, un domingo claro y soleado, a primera hora de la mañana, las calles, avenidas y parques del campus de la Universidad Complutense de Madrid, se veían anormalmente repletas de gentes de todo orden y condición, con las bocas del metro escupiendo viajeros de forma continua e interminable, ocupando las aceras a uno y otro lado y transitando por ellas ordenada y pausadamente, sin prisas, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, como si se dirigieran a un destino inequívoco y bastante común, donde nada les llamara poderosamente la atención, donde arribar a tiempo, puntualmente, no fuera necesariamente obligado y perentorio.
Llegado un momento, las interminables colas de las gentes, comenzaron a bifurcarse repetidas veces, a dirigirse hacia diferentes puntos, a izquierda y derecha, en grupos más o menos numerosos, siempre pausadamente, hasta localizar el punto de destino, la facultad o la escuela adonde habían sido citados en un día tan poco acostumbrado, tan singular, en una Universidad que como todas, descansa los domingos y donde sus amplias avenidas y abundantes espacios verdes, gozan de toda la tranquilidad y quietud que se les niega el resto de los días de la semana.
Llegados a sus puntos de destino, los edificios que albergan las facultades, de estilo años cuarenta, auténticos búnkeres de hormigón armado y recio ladrillo rojo, que parece fueron construidos para soportar un  bombardeo, poco a poco iban engullendo a la muchedumbre, que se esforzaba en consultar unas interminables listas, en busca de sus nombres, para una vez confirmados, localizar la planta donde debían encontrarse las aulas que les correspondían, todo en un día festivo de fin de semana, en un domingo inhábil para las clases de unos supuestos estudiantes que copaban las calles y las escuelas y facultades como si de un ejército invasor se tratase.
Pero no asistían como alumnos a unas clases donde tampoco se encontraban los profesores que habrían de impartirlas. Eran opositores, casi veinte mil los que se habían inscrito, aunque como siempre, los que realmente se presentaban, siempre lo eran en menor número.  La oposición estaba convocada por el Museo del Prado, que sacaba a concurso oposición un total de once plazas de vigilantes de sala, es decir, del personal encargado de controlar e informar al público visitante en cada una de las salas del Prado, pertenecientes al grupo tercero, nivel seis, o lo que es lo mismo, a la categoría más baja de las existentes en el museo, sin menoscabo alguna hacia un personal que cumple una importante función, sin los cuales las visitas a esta importante pinacoteca serían imposibles de llevar a cabo.
Se fueron llenando las plantas de cada uno de los edificios, ocupadas por personas de todas las edades, mujeres y hombres a partes iguales, que pronto entablaban conversación entre ellos, comentando las circunstancias de la oposición, el elevado número de aspirantes y la insignificante cifra de plazas. Se adivinaba por su aspecto, por los temas tratados y la forma de hacerlo, que se trataba en su mayoría de estudiantes universitarios, de titulados, tanto medios como superiores, gentes con un alto nivel formativo, muy preparados, dispuestos a enfrentar un examen, donde predominaban los omnipresente e impresentables test psicotécnicos y de personalidad, formulismo necesario para llevar a cabo una selección que condujera a la designación de los susodichos once vigilantes de sala.
Este no es sino un fiel reflejo más de la deplorable y triste situación de un País, donde titulados que se han formado a costa de grandes esfuerzos en todos los órdenes, se ven obligados a regresar de nuevo a la universidad, no a llevar a cabo el doctorado o un postgrado, sino a mendigar un trabajo muy lejos de sus habilidades técnicas para las que se formaron, compitiendo con decenas de miles de compañeros, muchos con carreras universitarias, pero muchos también sin ellas, que como el resto, buscaban desesperadamente entre esa ingente multitud un trabajo para seguir adelante, para cubrir sus necesidades, para sobrevivir.