Las imágenes de dos hermanas, que con lágrimas en los ojos agradecían la inhumación de los restos de un hermano desaparecido durante la guerra civil, han vuelta a remover, una vez más, la conciencia ciudadana ante unos hechos, que siguen estando ahí, que seguirán machacando nuestros oídos y ante los que no podemos ni debemos aplicar la ley del silencio. Sus restos, estaban enterrados en una cuneta de la carretera de entrada a su pueblo, un lugar, por cuyas proximidades tantas veces habían paseado y que gracias a la pertinaz insistencia de quienes no se resignan a pasar página, han sido hallados.
Apoyándose en que el tiempo ha pasado, que la gente, a veces, tiende a olvidar, a ceder ante el cansancio y el desánimo, algunos piensan que bastaría con hacer el vacío y los oídos sordos ante quienes, reclaman, suplican y finalmente exigen saber al menos, dónde están. Pero la memoria colectiva sigue estando ahí, no es olvidadiza, y ni el paso del tiempo puede evitar que un silencio cómplice se extienda para siempre sobre unos hechos que es necesario afrontar.
Confiar en el olvido, es una maldad, una taimada injusticia y una acción imperdonable que un país como éste no se puede permitir. Nunca pasará el suficiente tiempo para que se cierren los ojos ante los hechos que tuvieron lugar durante de la guerra civil, y que supusieron la desaparición de seres humanos de ambos bandos, sin juicio, sin oportunidad alguna de defenderse, por una simple denuncia, una venganza, una delación, o en el caso de los años de hierro de la posguerra, por crímenes cometidos por el gobierno que se alzó en armas contra la legalidad establecida, y que constituyen crímenes de Estado, de Lesa Humanidad, que no prescriben nunca que no pueden quedar impunes ni por parte de la justicia ni de la sociedad.
Si lo hiciéramos, si permitiésemos la ignominia de correr un tupido velo de silencio, indiferencia y abandono hacia las víctimas y quienes las reclaman, las generaciones futuras deberían recriminarnos semejante actitud de omisión y desprecio hacia quienes no piden más que saber dónde, como, por qué, no ya encontrar, porque en muchos casos, ni siquiera hallarán los huesos que las dos hermanas tuvieron la suerte localizar, pero sí indagar, investigar y llegar a conocer, al menos, las circunstancias de su desaparición.
Aún quedan hermanos, pronto sólo quedarán nietos y después biznietos, que seguirán reclamando. Nadie puede arrogarse el derecho a cerrar las puertas, a negar a las familias el derecho que les asiste, derecho que jamás se extinguirá por mucho que se empeñen quienes se oponen a que la Ley de la Memoria Histórica siga adelante.
Oscuros intereses han de esconderse detrás de esa negativa que sólo procura olvido, dolor y resignación. La pretendida justificación de que es mejor no remover asuntos pasados es de una lógica perversa, injusta e irracional, que nos conduce a los profundos abismos donde moran los más atroces instintos que han hecho de la raza humana, pese a su inteligencia, la más vil y pérfida de todas las especies que habitan el planeta.
No cabe el olvido, ni la impunidad. No podemos desviar la mirada, ni soterrar unos acontecimientos que ya nadie puede obviar. Están ahí y una vez destapada la caja de los truenos, que tanto tiempo ha tardado en abrirse, ya nada ni nadie puede ni debe cerrarla. Alejemos de nosotros a los agoreros de siempre, a los portadores del miedo que tratan de disuadir con sus nefastos augurios a quienes pretenden que un rayo de luz ilumine una oscura y lóbrega época que constituye un capítulo de la historia de España aún por cerrar.
Sólo la verdad lo conseguirá y con ella pasaremos una página que debió leerse en su momento y que erróneamente se saltó, pensando que el tiempo se encargaría de borrar su contenido. Estamos a tiempo. Abramos la ventana. Entrará la luz serena y transparente y resplandecerá la verdad. Después podremos cerrarla con la conciencia tranquila y la seguridad de haber cerrado el capítulo más convulso de nuestra historia reciente.