lunes, 28 de noviembre de 2011

TIEMPO DE TONTACOS

Vivimos unos tiempos en los que la tontería, la falta de personalidad, la banalidad, y la vulgaridad más acendradas, campan por sus anchas a diestro y siniestro, en todas la escalas y niveles sociales, afectando a edades diversas, con cultura y sin ella, de uno y otro sexo, que hacen ostentación de tal forma y manera, que con una total falta de escrúpulos, sin la menor delicadeza, sin tacto alguno, reparo o prejuicio, se hacen ver y oír para desgracia y espanto de cuantos los soportamos a diario.
Incalificables las/los energúmenos que, pegados al móvil, del que son una mera y simple prolongación, sin el menor respeto hacia los demás, hablan a voz en grito a través de ese artefacto del que son inseparables, ya se encuentren en el autobús, en la sala de espera del hospital, en el cine o en plena calle, haciéndonos partícipes de su total falta de educación, sin la menor vergüenza, con un absoluto e insultante desprecio hacia cuantos les rodean, publicando a los cuatro vientos sus cuitas que a nadie más que a ellos debieran interesar, con un olímpico desprecio por su intimidad y la nuestra.
Insufribles por vulgares, incultos y barriobajeros las/los famosillas/os, celebrities ridículos de la desfachatez, la ordinariez, la chabacanería y el mal gusto de unos personajillos que gritan y vociferan mientras sin escrúpulo alguno cuentan una y otra vez, en un medio y en otro, sus interioridades familiares, sus insípidos e incalificables chismes o se insultan sin el menor pudor ante una audiencia considerable.
Ridículos, esperpénticos y extravagantes, aquellos que se muestran en público con las ropas agujereadas, rotas y deshilachadas, y no porque su poder adquisitivo no les dé para más. Más bien al contrario, pues se trata de tontacos/as, con un alto nivel económico, que se gastan elevadas cifras en esos harapos con los cuales uno no sabe si pretenden imitar a los menesterosos que desdichadamente han de llevar esos despojos porque no poseen otros - lo que supone una estupidez rayana en la ofensa hacia los desheredados de la Tierra - o simplemente es que quieren llamar la atención del personal, lo cual consiguen sin el menor género de dudas, al tiempo que suscitan, más que la risa, la indignación y el rechazo.
Indescriptibles los macarras que a bordo del oportuno utilitario, ridícula y burdamente tuneado y con las ventanillas abiertas de par en par, aprovechan la parada en los semáforos para subir el volumen de la música a todo trapo con el objeto de que los sufridos, indefensos y casi ya acostumbrados peatones, sientan machacados una vez más sus oídos por el espantoso, cruel e insoportable concierto que de estos energúmenos procede.
Qué triste y devastador espectáculo el de los fanáticos/as de la suprema y absurda delgadez, de la exhibición del esqueleto andante, flacos, enjutos, consumidos y demacrados, que lucen su falta de carnes como un trofeo, como un rotundo éxito conseguido a base de abstinencia alimenticia, como si quisieran emular – que no es así – a los millones de seres humanos desnutridos y hambrientos a la fuerza, porque nada poseen y que desgraciadamente pueblan la Tierra y para los que este hecho supone una ofensa más ante la visión de este deprimente espectáculo.
Y qué decir de la cocina minimalista, diminuta, exigua, ínfima, que luce inexistente en un plato exquisitamente decorado con unas leves y sutiles líneas de colores confeccionadas con una salsa compuesta de decenas de productos que bordean y acogen a una casi invisible pieza de una sustancia que parece sólida, pero que resulta que es, según anuncian pomposamente, una espuma de de jamón evaporado y condensado en un carísimo instrumento fabricado especialmente para elaborar ese ridículo y tontaco plato, cuyo importe podría alimentar a cientos de famélicos seres de este atribulado mundo.
Y por último, cómo denominar a los que diariamente nos maltratan amenazándonos con nuevos recortes de toda índole, nos intimidan con su discurso catastrofista, nos amonestan porque gastamos mucho o por todo lo contrario. Mientras tanto congelan las prestaciones a los pensionistas y a los que aún no ostentamos esa condición, nos amenazan con no percibirla después de cincuenta años cotizando, y ya de paso, alargan la jubilación hasta los setenta años, exprimiéndonos al máximo, mientras los mangantes de guante blanco se ponen las botas a costa de los de siempre.
Difícil calificar a éste último grupo entre los citados anteriormente, pero es imposible dejarlos al margen, ya que si aquellos pueden hacerse acreedores a tontería, falta ó acción no culpable, estos últimos no tienen disculpa alguna, pues juegan con vidas y haciendas a sabiendas del daño que causan y de la indefensión ante la que se encuentran ante sus decisiones.

jueves, 10 de noviembre de 2011

SIN PERDÓN

No se trata de hablar de una gran película cuyo título figura en la cabecera de este escrito al que le da título y ocasión, sino que es la excusa para iniciar un tema sobre el que se ha escrito y se escribirá a raudales en el futuro, pero que pese a ello, deja, ha dejado y dejará siempre grandes y a veces dolorosos flecos que quizás nunca se tocarán, que quedarán expuestos a la visión y conciencia de todos y que solamente la sinrazón humana unida a la soberbia y a la injusticia, pueden explicar su inalterable permanencia en el tiempo.
La historia está plagada de hechos y sucesos por los que se debería haber perdido perdón, así como de personajes que desaparecieron sin que sus culpas fueran públicamente confesadas, bien porque no se sentían culpables, pese a la universal constancia de su maldad, bien porque su arrogante altivez se lo impedía.
No es la nuestra una sociedad que se distinga por su capacidad para reconocer las culpas, sino que más bien se distingue por sostenella y no enmendalla, por no dar nuestro brazo a torcer, por no reconocer una culpabilidad que en ocasiones es tan evidente que causaría sonrojo y vergüenza ajena si no fuera porque es tan indignante el hecho y rastrero el personaje, que mostrar esa debilidad sería un auténtico y vacuo lujo que no nos deberíamos permitir.
Dictadores de todo signo, políticos de todas las tendencias, militares, personajes de alta y baja alcurnia, unos con uniforme al uso, otros con sotana y/o alzacuello, los demás con traje y corbata y el resto con vaqueros, personajes públicos todos, que tienen y han tenido motivos para pedir perdón en público por sus múltiples fechorías, jamás lo harán, porque es un signo de debilidad, pensarán unos, porque no tienen conciencia del mal hecho, se justificarán otros, y los demás, la mayoría, porque su arrogancia no se lo permite.
Podríamos citar innumerables y flagrantes hechos de la historia de la humanidad que han quedado huérfanos del perdón al que se hicieron acreedores sus autores, porque siempre hay un causante o causantes de los hechos, y que seguramente jamás veremos plasmado en los anales de la historia, porque en su momento no lo hicieron y porque sus descendientes, que en muchos casos los hay y los seguirá habiendo, no lo llegarán a hacer jamás.
Y así nos encontramos con crueldades sin cuento cometidas por individuos responsables de haber cometidos atroces actos contra la humanidad que no dejaron descendencia o si la dejaron no se les puede pedir responsabilidades. Pero en muchos casos, sobre todo en el caso de de sociedades, organizaciones y entidades de diversa índole que han permanecido en el tiempo y que deberían pedir perdón por su trayectoria.
Países cuyos gobiernos cometieron auténticas atrocidades en el pasado, contra otros países, y contra la libertad de sus ciudadanos, mantienen ahora y siempre la obligación de excusarse. La Iglesia católica, aquí en España, por su nefasta y parcial actitud durante la dictadura, a la que le dieron la aberrante categoría de Cruzada, tiene aún hoy en día la inexcusable obligación de pedir perdón – no digamos si tomamos en consideración la denominada Santa Inquisición, institución aborrecible y cruel por excelencia, que la iglesia se encargó de gestionar – son ejemplos, que junto a otros muchos, aún tienen pendiente de pedir las oportunas disculpas.
Aquí, en nuestro País, vivimos el fin del terrorismo después de casi cincuenta años de una violencia que ha causado cerca de novecientos muertos. No basta con detener la barbarie. Las víctimas, sus familiares y la sociedad en general exige que los causante de tanto dolor y sufrimiento pidan públicamente perdón.
Sin perdón no hay descanso ni reparación.