miércoles, 22 de febrero de 2023

UN HOMBRE BUENO

El día veintidós de febrero de mil novecientos treinta y nueve, hace ochenta y cuatro años, Antonio Machado, con su anciana madre y su hermano José, después de una penosa travesía, huyendo de su cruel e injusta patria, casi desnudo, como los hijos de la mar, durmiendo de día y avanzando penosamente de noche, sufriendo todo tipo de penalidades, atravesó la frontera para llegar a Colliure, un pequeño pueblo pesquero de Francia, que lo acogió durante apenas un mes, el tiempo que se permitió respirar cerca del mar, donde fue enterrado junto con su madre, que apenas le sobrevivió unos pocos días.

Cuenta José, los indecibles sufrimientos soportados, durmiendo en un vagón estacionado en vía muerta, en hasta llegar a la localidad de Cerbère, donde se refugiaron en la cantina de la estación, dónde el espectáculo que se ofrecía a los ojos era desolador, con los españoles caídos y deshechos, sin dinero, éramos tratados por los mozos de aquel establecimiento con tan innoble y repugnante desprecio, que lo primero que preguntaban era si teníamos dinero con qué pagar.

Y en caso negativo, no daban ni un vaso de agua, hasta que Corpus Barga, un buen amigo que los acompañaba,  que después llevaría en brazos a su madre por las calles del pueblo hasta el hotelito dónde se alojaron,  se acercó a Perpignan, regresando con “posibles”, al tiempo que desde la embajada de París recibieron alguna ayuda.

Todo ello les es permitió alojarse en el pequeño hotel de la localidad, y en el que residieron hasta el final, dónde el poeta, ya muy enfermo murió pocos días antes que su anciana madre, que despertando de su estado de profunda inconsciencia, preguntó por su hijo, y dándose cuenta de inmediato de lo que había sucedido, rompió a llorar desconsoladamente.

Antonio Machado veía con triste claridad que su final se acercaba, y según su hermano, decía que cuando no hay porvenir, por estar cerrado el horizonte a toda esperanza, es ya la muerte lo que llega, lo que denota la infinita pena que asolaba al poeta, que no podía soportar la angustia del destierro y la pérdida de España, invitando a su hermano a acercarse al mar, mientras, comenta José, se miraba en el espejo tratando en vano de arreglarse sus desordenados cabellos.

Cuenta su hermano que se encontró en un bolsillo de su abrigo, un papel con unos versos, que en la primera línea reflejaban en inglés el ser y no ser de Hamlet, en la segunda, el último verso escrito por el poeta: “estos días azules, y este sol de la infancia”, y en el tercero y cuarto, unos versos sueltos de un poema suyo: “te daré mi canción, se canta lo que se pierde, con un papagayo verde, que la diga en tu canción”.

 El poeta fue llevado a hombros de seis milicianos, con el féretro cubierto con una bandera republicana, y enterrado, al igual que su madre, en el pequeño cementerio de Colliure, pese a que los poetas franceses pidieron que fuera enterrado en París con todos los honores que Machado merecía.

Allí descansa el poeta que decía de sí mismo que “más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy en el mejor sentido de la palabra, bueno”, algo de lo que carecían los tiranos, de entonces y de siempre, que le obligaron a abandonar su patria, que le condenaron a huir, de una forma cruel, como él escribió, “ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”, unos miserables que despreciaban todo lo que representaba el ilustre poeta: la cultura, la belleza y la libertad.