lunes, 16 de agosto de 2021

UN DISPARATADO MUNDO

Nunca las prisas fueron buenas, tanto ahora, como en el pasado más reciente y en el pretérito más remoto, desde que nuestros ancestros dejaron su hábitat de altura, y bajaron a tierra para dar comienzo a la bipedestación, y con ello, a la larga caminata que desde entonces, hace veinte millones de años, ha recorrido el ser humano hasta nuestros procelosos días, pasando por largas y enormes fases y travesías, siempre lentas, acompañadas de todo tipo de fenómenos naturales que acompañaron a los seres vivos que entonces poblaban la Tierra, entre los que comenzaban a vislumbrarse los futuros humanos, que con el paso de los miles de milenios, fueron evolucionando hasta llegar a los que nos autodenominados seres inteligentes, quizás de una presuntuosa y excesiva forma de reconocer unas capacidades, que con el paso del tiempo, cada vez queda más claro que ni poseemos, ni merecemos, ya que carecemos de la mayoría de ellas, como venimos demostrando sobre todo en los siglos pasados más inmediatos.

Los últimos milenios, desde que tenemos documentos del paso del hombre por la historia, están llenos de sucesos de toda índole que revelan la necesidad de progresar en todos los órdenes, con una continua, pera lenta marcha hacia el futuro, con épocas plenas de una continuidad que supuso un estancamiento en dicho avance, como si el hombre se hubiera dado un prolongado respiro ante un futuro que no podía prever, pero que de alguna forma adivinaba iba a ser largo y complicado, ante lo que no valía la pena correr en exceso, sino llevar a cabo las tareas diarias, sin precipitaciones que pudieran trastocar sus indudables progresos, tratando siempre de reposarlos, disfrutarlos, y sobre todo, legarlos a una  posteridad, que veían muy lejana.

Y así, al margen de las complicaciones que engendraban las continuas guerras, la violencia, y los desastres naturales de todo orden, que sobrellevaban con una paciente resignación, fruto de sus creencias, y de la falta del conocimiento que  no estaba a disposición de la inmensa mayoría de la gente, se llegó a épocas sobresalientes e irrepetibles, como el Renacimiento, cuando la mayoría de las artes florecieron como jamás lo habían hecho, precedidas del surgimiento del Románico, y sobre todo del Gótico, que llevaron la arquitectura a una altura gigantesca para la época, con bellísimos ejemplos materializados en la arquitectura, como las portentosas y majestuosas catedrales, obras llevadas a cabo por mentes brillantes, que dedicaron siglos para su construcción, sin prisas, artesanalmente concebidas, y prodigiosamente construidas por mentes inteligentes y brillantes en extremo.

Pero hemos de remontarnos quince mil años atrás, como mínimo, para maravillarnos con el arte rupestre, con las hermosas pinturas que nos legaron aquellos pobladores de las cavernas, que siempre consideramos habitaron la prehistoria, algo que cada día queda más claro y demostrado, es de todo punto inexacto, erróneo, y sobre todo, injusto, a la par que presuntuoso por nuestra parte, al pretender negarles la inteligencia, la habilidad, y el gusto por la belleza, que con esas maravillas pictóricas demuestran, y que les insertan directamente en la historia con mayúsculas, al mismo nivel que los maestros renacentistas, a los que se comparan ahora, ante la soberbia maestría de una creación pictórica, que denota una sensibilidad que siempre se les negó a aquellos artistas, hoy plenamente integrados en el mundo del arte, que ha llevado a este mundo creativo, a considerar Altamira, como la Capilla Sixtina del arte Rupestre.

Después de veinte millones de años transcurridos desde que nuestros ancestros abandonaran los árboles, y posaran sus aún inestables pies en tierra firme, tras haber pasado tan inmenso período de tiempo evolucionando lentamente, sin prisas, y con largas pausas, condicionados por un medio siempre hostil que les imponía sus tremendas fuerzas naturales, luchando contra una enorme cadena de circunstancias adversas, el ser humano llegó hasta nuestros días, y en el último segundo de este gigantesco lapso de tiempo, logró más avances, conquistas y progresos de todo tipo, que en todo el inmenso período de tiempo pasado, a base de recorrer este último segundo a una velocidad de vértigo, que nos ha conducido hasta dónde ahora nos encontramos, con un planeta devastado y agotado en extremo, brutalmente esquilmado a base de explotarlo en todos los órdenes, que hemos dejado irreconocible.

Hasta el punto de preguntarnos ahora si merecía la pena, si tiene sentido construir una civilización, que creíamos avanzada, a nuestro pesar, dónde no tienen cabida ni las obras de arte rupestres, ni las catedrales, ni el Renacimiento, ni ninguna manifestación artística que comparárselas pueda, porque las prisas por hacer todo más y más rápido, llegar más lejos, consumir en mayor cantidad, comprar y comprar, tirar y tirar sin reparar nada, sin haberlo usado apenas, y así, hasta la extenuación más absoluta, que está provocando el hastío más absoluto de un hermoso planeta Tierra, que de múltiples formas nos está avisando con su desatada ira que muestra cada vez con más frecuencia, y que le estamos creando cada día, unos seres humanos que lo maltratamos de tal forma, que, sin duda, el castigo que nos merecemos, será proporcional al daño que le estamos causando, si no nos detenemos de inmediato, y abandonamos las prisas absurdas, y rectificamos de inmediato, algo que apenas está ya a nuestro alcance.


martes, 3 de agosto de 2021

LA POBREZA OCULTA


Paseando por las callejuelas de una población próxima a la capital del Estado, con una renta per cápita que según las estadísticas presume ser una de las más altas del País, el ocasional peatón transita por una estrecha acera, casi inexistente, a base de verse reducida a los pocos centímetros estrictamente necesarios, los justos, para que pase una persona y obligue a la que circula en sentido contrario a bajarse a la calzada, por ser incompatible con el espacio necesario para ambas, con el consiguiente peligro de verse arrollada por el turismo, que a su vez tampoco dispone de una vía ancha y segura, para poder evitar estos posibles atropellos que pese a la baja velocidad supuesta, podría tener consecuencias no deseadas para el atribulado peatón, que por allí deambulaba.

Sin duda, el viajero andante, iba en busca de su destino ciudadano, allá dónde sus pasos le dirigían, bien hacia las calles adyacentes, próximas o lejanas, bien quizás, hacia la población limítrofe, muy cercana, de la que apenas le separa una gran avenida, muy transitada por la circulación de vehículos, que a modo de ruidoso muro, hace de frontera entre ambas ciudades, a su vez muy distintas entre ellas, en todos los aspectos, incluidos los que las susodichas estadísticas reflejaban, siempre en detrimento de esta última, con más sabor a pueblo, dados sus orígenes, sus costumbres y sus tradiciones, que una vez, hace tiempo ya, fue invitada a unirse a su vecina, que declinó tan sutil oferta, temerosa, sin duda, a ser absorbida y perder con ello sus esencias a todos los niveles, algo que los vecinos no estaban dispuestos a asumir.

El caminante se dirige por la mínima acera, hasta una pequeña puerta situada a pie de la misma, sin espacio alguno entre ella y la reducida superficie por la que transita, de tal modo, que si la puerta estuviera entreabierta, un pequeño traspiés podría provocar la involuntaria entrada del sorprendido viandante en la casa a la que dicha entrada da acceso, adónde se dirige, con el propósito de visitar a su única inquilina, una mujer de ochenta y tres años, que habita una vivienda que apenas supera los veinte metros cuadrados, alquilada, dónde vive desde siempre, y que se reduce a un diminuto salón que linda con la calle, un pequeño hueco a modo de cocina, otro, aún más escaso, que hace las veces de lavabo, y un dormitorio mínimo, irregular, dónde apenas cabe la cama de esta mujer, enferma, sola, que apenas se vale por sí misma, con los pies hinchados, cojeando, que abre la puerta al visitante, y que penosamente le saluda con gestos de dolor, sorprendida ante la inesperada visita.

Apenas espacio para sentarse un par de personas, una mesita, un viejo frigorífico y un pequeño televisor, es cuanto se divisa desde el exterior, a pie de calle, desde la acera, dónde el paseante se sitúa para charlar un rato con la habitante de tan mísera vivienda, que con una mínima pensión de viudedad, sobrevive a duras penas, en unas condiciones que claman al cielo, al infierno y al purgatorio, si existieran, en una ciudad que posee una alta renta de media, pero que ignora por completo a esta y muchas otras ciudadanas y ciudadanos que viven en condiciones más que precarias, en espacios inhabitables, reducidos y miserables, que nadie debería permitir.

Todo esto, en una ciudad, de las que suelen autodenominarse como poblaciones ricas, de alto nivel adquisitivo, que deberían avergonzarse de ello, si lo conocieran, que sin duda, algo sabrán, algo sabremos, y que preferimos ignorar, cuando muchos de sus habitantes sobreviven en la pobreza y en el olvido de una sociedad infame que permite estos atropellos, con las autoridades y servicios sociales en primer lugar, que fueron elegidos para, entre otros menesteres, ocuparse de estos lamentables casos, y lograr que, al menos, dispongan de una vivienda digna, y de los más elementales servicios necesarios para la subsistencia diaria, más aún, cuando se trata de personas ancianas e impedidas, como el caso que aquí se trata, real como la vida misma.

Se despide animando a la desolada anciana, y callejea ahora hacia la avenida que separa dos pueblos, dos ciudades, dos modos de vivir tan distantes, tan iguales, deteniéndose ante el mar de tráfico que hace de muro infranqueable entre ambas poblaciones, hasta que el semáforo detiene el rugir de las máquinas ruidosas y humeantes, y el peatón se decide a cruzar por ese espacio abierto entre dos mares, y posa sus pies sobre la acera que le espera para conducirle por unas aún más estrechas callejuelas hasta su próximo destino, subiendo una empinadas cuestas, que le conducen a un callejón sin salida, dónde modernos bloque de ladrillo y cemento, se mezclan con pequeñas casas bajas, de una sola planta.

Viviendas antiguas, casi centenarias, con puertas a pie de calle, en una de las cuales, vive una señora de noventa y tres años, que ante la llamada del viajero, llama a su hija para que abra la puerta, a la que saluda y pregunta por su madre: aquí estoy dice al oírle, pasa al salón, cosa que hace, saludando a la anciana, que postrada en la silla de ruedas, sonríe al verlo, sentada junto a la ventana, del pequeño espacio donde se encuentra, en una antigua casa con muchos años encima, con una habitación, una cocina, el baño y un pequeño corral en la trasera de la casa, todo muy pequeño, muy antiguo, muy rural, entre bloques modernos, dónde han quedado atrapados en medio de la ciudad, dónde está mujer, y otros ciudadanos viven desde siempre, desde que el pueblo era aún más pueblo todavía, más pequeño, menos ciudad de lo que ahora parece querer ser, dónde viven y sobreviven tantas gentes inmersas en el abandono y la pobreza, olvidados y marginados por la indiferencia y la soberbia de sus semejantes, que no desconocen estos dos ejemplos aquí expuestos, pero que prefieren cerrar los ojos ante lo que no quieren ver, como sucede con las instituciones, que de una forma imperdonable, apenas se ocupan de quienes los necesitan, primero, porque es su obligación, y siempre, por un elemental y necesario sentido de la humanidad, a los que no deben ni pueden renunciar.