Mucho se ha escrito acerca de
las inveteradas costumbres, acerca del carácter español, referidas a la innata
capacidad de honrar a los que ya no pueden disfrutar de esos honores, que se
les negaron en vida, y que ahora, cuando han desaparecido de la faz de la
Tierra, todo son elogios, alabanzas y loas, en una acto de extrema hipocresía,
cuando no de compadecer al caído en la derrota, en la desgracia o en la
desventura, mientras que al que se deleita con las mieles del triunfo y del
éxito, recaen sobre él los odios, las envidias y los más enconados deseos de
fracaso, en un acto de suprema maldad, absurda e injustificada, que nada dice
sobre el autor de dichas fechorías, salvo que su sentido de la verdad, la
justicia y la dignidad, están a la misma altura que su nula capacidad para
desarrollar una ética vital, que le impide reconocer la valía de aquel o
aquella que la posee.
Nos ha dejado Adolfo Suárez, primer presidente de la democracia,
procedente del Régimen anterior, donde empezó a destacar por su temperamento
abierto, conciliador y con detalles en su comportamiento político que hacían
presumir que se trataba de un político diferente, serio, honrado y digno,
convencido de que sólo una España democrática, podía tener un futuro y formar
parte de las naciones europeas más avanzadas. Mi padre, humilde secretario de
Ayuntamiento, a la vez que agricultor, que llevaba tres pueblecitos de la
provincia de Segovia como Duruelo - su pueblo y el mío - Sotillo y Santa Marta
del Cerro, le admiraba profundamente.
Decía de él que era un señor, un hombre con mucha categoría, término que
empleaba muy a menudo para calificar a la gente que le merecía todo su respeto
y admiración, y contaba cómo ya en aquellos tiempos, cuando era gobernador de
Segovia, visitaba los pueblos de la provincia con frecuencia y avisaba al
ayuntamiento correspondiente para notificarle que no debían suspender las
clases en las escuelas, ni llevar a cabo recibimientos multitudinarios con la
gente del pueblo, como hicieron hasta entonces los gobernadores precedentes,
sino que iba casi de incógnito en el coche oficial y se acercaba al
ayuntamiento para allí reunirse con la corporación municipal para hablar de los
asuntos que incumbían al pueblo, dialogando con el alcalde, el secretario y los
concejales, lo que suponía todo un detalle acerca de sus intenciones, que ya
auguraban un estilo diferente, un cambio con respecto a los hábitos que
entonces imperaban en los mandatarios de aquellos tiempos.
Con un estilo muy diferente, en otra época, la actual, y en otro País,
merece mi atención el actual Presidente de Uruguay, José Múgica, el Pepe, como
le llama cariñosamente la gente de un País que está siendo la admiración del
mundo y que el periódico The Economist, lo ha elegido como País del año, con
unos datos económicos envidiables y con un paro que representa la cuarta parte
de la que tenemos aquí. José Múgica, un hombretón de ochenta años, que en su
tiempo luchó en la guerrilla, que fue salvajemente torturado, dirige hoy un
País que progresa admirablemente, y lo hace desde su chabola – se ve obligado a
utilizar un despacho oficial - una humilde casa como la de tantos trabajadores
Uruguayos, donde convive con su mujer, que conoció en la guerrilla, haciendo
sus compras, sus mandados y conduciendo su viejo y humilde coche, entre la
sincera y profunda admiración de la población de este admirable País.
Hago mención por último, de otro Presidente, Salvador Allende, admirado
como los dos anteriores, desaparecido ya, asesinado por la dictadura que lo
derrocó. que tuvo el coraje y la valentía de morir luchando, en defensa de una
legalidad que los militares del dictador de turno se encargarían de derrocar, en
un acto supremo de dignidad que le honra y que le acerca a la categoría de
héroe, al negarse a rendirse a los usurpadores, que durante veinte años asolaron
Chile, llenando los campos de concentración, donde la tortura y la violencia
del tirano, arrojaron sobre la población una siniestra capa de oscuro silencio,
en medio del dolor y el sufrimiento que se abatió sobre un desdichado País,
víctima de la tiránica indefensión que impusieron por la fuerza quienes
anularon todas las libertades civiles.
He aquí expuesta de una forma somera y pretendidamente honesta y veraz,
la vida de tres grandes Presidentes de tres naciones distintas, dos
desaparecidos ya y uno vivo, aún en activo, unidos por algo más que una misma
lengua, con signos políticos muy diversos, pero con muchos rasgos comunes que
unen a estos personajes, que sin duda alguna pasarán a la historia por méritos
propios: el coraje, la dignidad, y la honradez, que han hecho patentes a lo largo de su vida.