jueves, 21 de julio de 2011

LA SELECCIÓN NATURAL

La historia de la humanidad se ha ido escribiendo a lo largo de los siglos como si siguiera las directrices que marca la Teoría de de la Evolución de las Especies de Darwin, que se basa en la selección natural de los individuos, cuando afirma que los seres mejores dotados, los que mejor se adaptan al medio, los que son capaces de cambiar y evolucionar, en suma, los más fuertes, los más preparados, son los que sobreviven, los que dominan al resto, los que prevalen y son capaces por lo tanto de hacer valer su predominio al ser capaces de transmitir su información genética a sus descendientes y lograr de ese modo la mejora constante y continua de su especie.
Si aplicamos esta teoría, no a los individuos aislados, sino a los grupos sociales, obtenemos resultados parecidos, salvando las lógicas distancias que los separan, ya que para manifestarse los cambios en aquellos, han de pasar periodos de tiempo inmensamente largos, mientras que para que se hagan patentes en la sociedad, bastan apenas unos cuantos siglos, decenios en ocasiones, para que estructuras de todo tipo se vengan abajo, se modifiquen o se creen, ante los atónitos ojos de los que los contemplan y tienen ocasión de vivirlos.
Esta evolución histórica, generalmente ha sido secuencial y progresiva, siempre orientada hacia adelante, hacia el futuro. No obstante, sorprenden los vaivenes habidos, con avances continuos y a veces retrocesos inexplicables que han sumido en la barbarie y la desolación a una especie humana que aunque ha llegado a estar incluso a punto de su extinción, de su aniquilamiento, ha logrado sobrevivir, confirmando así su tendencia a seguir la teoría de la Selección Natural, al confirmar que los más preparados son los que han logrado los objetivos que la Humanidad se ha propuesto al perseverar en su deseo de continuar habitando nuestro hermoso planeta Tierra.
Y parece que lo estamos logrando, y digo que sólo lo parece, porque existen dos velocidades diferentes en este proceso, que debieran contradecir y poner en entredicho ese supuesto logro, con dos evoluciones distintas y con sentidos opuestos: uno hacia el progreso, hacia adelante, con vistas a la modernidad y al bienestar general; otro hacia el retroceso, hacia atrás, con vistas a la regresión material y social y al deterioro de una calidad de vida cada vez más denigrada y miserable.
En el primer caso hablamos del primer mundo, cada vía más evolucionado, más rico, con una tecnología apabullante que a veces ya nos sobrepasa, con un mayor bienestar y nivel de vida, mientras que en el extremo opuesto nos encontramos con el tercer mundo, más pobre cada día que pasa, sin futuro, sin esperanza, obligado a huir de su espacio vital para tratar de sobrevivir en nuestro mundo donde se ven rechazados, despreciados y vilipendiados por el hecho de ser pobres de no haber sido capaces de evolucionar hacia los niveles de vida que disfrutamos y que les negamos a ellos.
Leo en los medios de comunicación la espantosa hambruna que sufren varios países de África, sobre todo Somalia y contemplo con horror las espantosas fotografías de los niños en un estado de nutrición aterrador cuya mirada nos acusa y que no nos atrevemos a sostener. Los hemos dejado solos, como a medio mundo, mientras, los opulentos, nos lamentamos en medio de nuestra superabundancia, de la crisis y las dificultades económicas, mientras escuchamos todos los días las astronómicas cifras asombrosamente multimillonarias con las que juegan cada día los gobiernos, los bancos y las multinacionales de este primer mundo.
Inaceptable y desalentador, ya que con apenas una pequeña fracción de esas desorbitadas cifras, aquel mundo podría al menos sobrevivir dignamente, pero parece ser que no hemos evolucionado lo suficiente como para poder desterrar esas miserias, aunque sí permitimos que la selección natural actúe en este caso, resolviéndonos así un problema con el cual estamos escribiendo una de las páginas más vergonzosas de la historia de la Humanidad.

viernes, 1 de julio de 2011

ESOS ESTÚPIDOS GALOS

El chauvinismo o chovinismo según nuestro diccionario, se basa en la creencia narcisista, exaltada y egocéntrica, muy próxima a la paranoia, que considera su país como el más representativo de cuantas excelencias puedan ser narradas, el más elevado a todos los niveles, el mejor, el Olimpo de los dioses, que al igual que ellos, se encuentra a un nivel por encima de lo vulgarmente humano, cuya sola mención envuelve a estos patrioteros en una aura mezcla de estúpida soberbia demencial y de éxtasis contemplativo, que les convierte, de hecho y de derecho en patéticos peleles mojigatos, que si no fuera porque algunos llevan al terreno de la violencia y la barbarie sus pretendidos convencimientos, sus alocadas ideas inducirían a la risa y a la burla más estruendosas.
Este término, por otra parte tan extendido y tan adoptado por gentes de todos los países, se acuñó en honor del patriota francés Nicolás Chauvin, condecorado en las guerras que desató ese personaje tan rimbombante, ufano y pequeño de talla, como grande en ambiciones, llamado Napoleón Bonaparte, decidió un día, chauvinista él, conquistar el mundo para Francia y para él, y así, coronóse él mismo como emperador, y con un ego que multiplicaba por mil su pequeña estatura, recorrió los campos de Europa cubriéndolos de sangre, llegando hasta Egipto, desde cuyas pirámides veinte siglos le contemplaban a él, claro está.
Cito a Napoleón, héroe nacional francés por excelencia, a cuya inefable grandeur colaboró como pocos galos lo han hecho en su historia – Beethoven en un principio, dedicó su quinta sinfonía, la heroica, a Bonaparte, aunque una vez conocidas sus pretensiones, el músico anuló su intención – pero son incontables los personajes de este cariz que podríamos citar como ejemplo de héroe benefactor de la humanidad, de cuya grandeza podemos con toda justicia dudar, ya que la historia miente miserablemente en aras de ese chauvinismo absurdo, estúpido e irracional que conduce a las naciones a encumbrar a sus personajes como ejemplo y representación de su glorioso pasado.
Hablo de un personaje francés, de la grandeur francesa, como el país que mejor representa el típico chauvinismo, del que no obstante todos alardeamos alguna vez y cuyo término origen procede incluso de esa Galia donde se encontraba la famosa aldea que los romanos no podían someter cuando de conquistar el pequeño pueblo de “esos estúpidos Galos”, se trataba.
Ellos sí eran héroes, sin ambages, sin pretensiones, que se limitaban a defenderse de los pobres romanos, a los que traían mártires gracias a la milagrosa poción mágica que los convertía en invencibles. Se divertían, lo celebraban con pantagruélicas comidas e insoportables conciertos de lira y todo ello sin pretensiones de conquistar a nadie. Acabarían sus días apaciblemente golpeando romanos y no como nuestro protagonista que fue desterrado dos veces a sendas islas, en la última de las cuales murió sin gloria alguna.
Recientemente el mejor de nuestros tenistas, Rafa Nadal, fue vergonzosa y despiadadamente abucheado por el público francés mientras disputaba por sexta vez consecutiva la final de Roland Garros, que finalmente y pese a los espectadores ganó nuestro tenista. Insoportable para los chauvinistas franceses que un extranjero, y en concreto un español, tuviese la desfachatez de ganar su torneo tenístico más importante a nivel internacional y además durante seis años seguidos. Era excesivamente insoportable para ellos, inasumible el hecho de que ellos no ganen su trofeo desde hace una eternidad.
Igualmente, nuestro mejor ciclista, Roberto Contador, fue igualmente fue abroncado, pitado y chillado hasta la extenuación en la presentación del Tour, la carrera más importante del mundo que hace siglos que ellos no ganan y que entre Contador que la ha ganado dos veces consecutivas y otros ciclistas españoles están acaparando en los últimos años.
Demasiado para ellos y su caduco chauvinismo. Un pueblo que es incapaz de reconocer las bondades de los demás, no está destinado a ninguna grandeur, porque actitudes de este tipo no engrandecen a nada ni a nadie, sino que lo empequeñecen, por muchas alzasuelas que utilicen sus próceres.
Esos estúpidos romanos están locos, decía Obélix a su amigo Astérix. Nada sabían en ese momento, ni falta que les hacía, de las glorias nacionales franceses que les sucederían y de sus múltiples traumas y complejos a que estarían sometidos por no ganar su Tour y su Roland Garros durante decenios. Ya nos encargamos nosotros de conseguirlos.