Cruzar el Ponte Vecchio sobre
el caudaloso y milenario Arno, entre una multitud multicolor, envuelta en una
sonoridad de acentos, tonalidades y giros lingüísticos de una riqueza y
variedad infinitas, dotados todos de una misma curiosidad y una admiración
difícilmente disimulables y contemplar con emoción difícilmente contenida las
increíbles y aparentemente inestables casitas colgantes sobre el río que a
ambos lados del puente parecen navegar sobre él o quizá contemplarse en las aguas
que tuvieron el honor y el privilegio de verse acompañadas en sus márgenes por
Miguel Ángel, Leonardo, Boticcelli y por tantos otros grandes maestros
Florentinos del irrepetible y creativo Renacimiento.
Desde el Palazzo Pitti y a través del viejo puente, llegamos
a la gallería degli Ufizzi, donde después de dos horas de espera en una fila
donde todas las lenguas imaginables convergen y retrocediendo cinco siglos en
el tiempo, a través de un invisible y mágico agujero temporal se inicia un recorrido
por los siglos XV y XVI que durará varias horas durante las cuales la belleza,
el esplendor y la más grandiosa e insoportable perfección creativa que el ser
humano haya creado jamás, se revelará a nuestros ojos con una fuerza y una
intensidad que desborda toda la imaginación del amante del arte que ansía
contemplar la belleza en estado puro, original y sublime, que le espera en una
inmensidad de salas que no parecen acabar nunca, como si quisieran atrapar al
viajero del tiempo que en ellas se ha internado procedente de una era que le ha
tocado vivir, carente de una creatividad y de una imaginación que en Florencia
se derrochó a raudales en aquella portentosa y prodigiosa época.
Salir de los Ufizzi y entrar en la Piazza della Signoria,
produce una indescriptible conmoción que logra detener al viajero en su lugar,
impidiéndole avanzar un paso más, mudo, boquiabierto, con los ojos inmensamente
abiertos, girando la cabeza a izquierda y derecha una y otra vez por un espacio
hermoso, mágico y de una grandeza plástica incomparable, de una sutileza
hermosamente sugerente, que embruja, hechiza y atrapa hasta límites que se
hacen difícilmente soportables por una angustia vital que ya describió Sthendal
en el síndrome que lleva su nombre y que se manifiesta ante la contemplación de
una masiva exposición artística como tiene lugar en esta maravillosa Piazza
Florentina.
El palazzio Vecchio con su esbelta y majestuosa torre
medieval del siglo XIV, preside la Piazza, con unos impresionantes salones y
salas de una belleza incomparable. La Logia dei Lanzi, preciosa galería repleta
de estatuas hermosísimas como el rapto de las sabinas de Giambologna o el
Perseo de Cellini, que le dan el aspecto de una maravillosa exposición, de una
galería de arte al aire libre que el viajero no puede dejar de contemplar una y
otra vez por muchas veces que vuelva a visitarla, como lo hará con el David de
Miguel Ángel, aunque sea una copia del original que en principio se instaló
allí y que después se trasladaría a su definitivo destino donde se encuentra ahora
y adonde el viajero dirigirá sus pasos más adelante.
Desde la Piazza della Signoria dirige sus pasos el
viajero por una amplia vía a la Piazza del Duomo, donde de improviso, sin
respiro, sin tiempo para poder asimilar las maravillas que le esperan, aparece
la radiante y espléndida Santa María dei Fiore, Il Duomo, la impresionante,
inmensa y originalísima catedral que despierta la más sorprendente admiración,
rematada por una impresionante cúpula diseñada por Brunelleschi y a su lado el
esbelto y hermosísimo Campanile, de unas proporcionas increíblemente hermosas,
comenzado por Giotto y a unos pasos, frente al Duomo, se erige el Baptisterio, de
planta octogonal, con unas puertas de bronce
primorosamente labradas que causan asombro y admiración por su hermoso diseño.
Callejeando por el casco histórico de esta hermosa ciudad
de Firenze, decide el viajero entrar en la Chiesa Ognissanti, iglesia iniciada en el siglo XIII, donde está la tumba de Boticcelli y el Cristo de Giotto,
hermosa, increíblemente tapizada toda ella, techos y paredes están repletos de
frescos de grandes maestros, como Boticcelli o Ghirlandaio, autor del inmenso y
bellísimo fresco de la Sagrada Cena, el Cenácolo de Ognissanti que
encontraremos no lejos aquí, en el antiguo convento de los humillados.
No podía faltar la visita al David de Miguel Ángel en la
Galería de la Academia de Florencia. Indescriptible, hermosa y singular como
pocas, esta escultura de más de cinco metros de altura, posee unas proporciones
perfectas que consiguen que el viajero no pueda apartar su mirada, que la
contemple con arrobo y deleite ante una magnífica obra del genio del
Renacimiento. Han sido solamente dos
días y medio, irrepetibles, intensos, plenos de una contemplación continua de
una belleza que desconcierta, extasía y exalta al sorprendido viajero que no
esperaba quizás ver tanto esplendor en tan poco tiempo.
Yo y mi esposa, los viajeros de este hermoso periplo,
hemos de dar las más emocionadas gracias a mi hija Laura, nuestra cicerone, que
se encuentra en Florencia con una Beca Leonardo restaurando libros, códices,
bulas y otros hermosos documentos de remotos siglos bajo la dirección del
Maestro Restaurador Angelo, sabio como pocos en su trabajo, al que mi hija tanto
admira: cosi, cosi, Laura, brava, bravísima, le dice Angelo, animándola en su
trabajo de aprendiz de restauradora.
Gracias a mi hija Sara, que organizó el viaje, y a Laura
que nos acompañó, gracias a Florencia, gracias al arte, y a los artistas que
crearon tanta belleza para deleite y disfrute de las generaciones futuras.
1 comentario:
Magnífico artículo,no se puede decir otra cosa. Se respira la belleza de la ciudad a través de tus palabrar.Bravo maestro!
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