miércoles, 2 de junio de 2021

EL EMPERADOR EN LA MONCLOA

En la antigua Roma, hubo un tiempo, en que los emperadores llegaron a sucederse de tan vertiginosa manera, que con apenas unos meses de reinado, los Augustos Imperator eran relevados de su cargo, pasando a mejor vida, dónde según parece, aunque no dispongamos de fuentes fiables, no iban a poder disfrutar de los honores y privilegios regios como los que gozaron en su ya pasada existencia, que abandonaron por las buenas, que en nuestra rica lengua universal, equivale a asegurar que lo hicieron por las malas, es decir, a la obligada, descortés y grosera fuerza.

Conjuras varias y monumentales urdidas por sus enemigos, que eran muchos y variopintos, ya fueran gobernadores de las provincias romanas extendidas por el mundo conquistado por esta poderosa y creativa civilización, ya fueran senadores, grandes fortunas, o su misma  guardia pretoriana encargada de protegerlo, descontenta con el salario prometido y no percibido, o por el donativum acostumbrado, y no satisfecho, cuando un emperador llegaba al trono, y que acababa costándole la vida, ante la promesa del oponente que les aseguraba su cobro sin demora alguna, y ante lo que los pretorianos no dudaban a la hora de finiquitarlo y sustituirlo por quién les daba las suficientes garantías.

Y así, entre una intriga y otra, se iban sucediendo los regios Emperadores de turno, en sus áureos tronos, dónde una vez accedido a tan Augusto lugar, solían olvidarse de sus promesas, no sólo a su guardia pretoriana, sino a los ciudadanos romanos, que veían cómo les subían los impuestos, a la par que un bien tan preciado como el pan, pongamos por ejemplo, motivando revueltas por el descontento, que al emperador de turno, no le solían preocupar en exceso, y que a la larga, y con el beneplácito de los intrigantes de siempre, solían costarle el cargo, y de paso, cómo no, la vida.

En el tiempo que se mantuvo el Imperio Romano de occidente, aproximadamente quinientos años, alrededor del veinte por ciento de los ochenta y dos emperadores que gobernaron Roma, fueron asesinados, como César, Calígula, Claudio, Galba, Domiciano, Cómodo, Pértinax, Caracalla, Geta, Macrinus, que son algunos de ese enorme porcentaje al que le costó la vida tan grande honor, y del que muchos, aunque no se sea ni humana, ni social, ni políticamente aceptable, se hicieron acreedores por su actitud déspota y tiránica ante el pueblo de Roma, mientras que otros, fueron ejecutados por odios, venganzas, y afán desmedido de poder por parte de otros.

Es la historia del irresistible ascenso hacia el poder, que a través de los siglos no ha dejado de tentar a los seres humanos, desde que en las sociedades primitivas, alguien se distinguía en el grupo, pugnando por sobresalir, dirigir y controlar y, con el tiempo, manipular, para instalarse en el poder, absoluto durante milenios, hasta llegar a los tiempos modernos, dónde, sin grandes cambios de hecho, se guardan las formas, se humanizan, se adaptan a los tiempos que corren, con composturas formales que la democracia impone, y que no obstante, no impide que el poder siga atrayendo a los más ambiciosos, a los más ávidos de poseer el gobierno de los demás, siempre con promesas, a menudo incumplidas, que los ciudadanos suelen creer, cayendo así en las redes de estos modernos Imperators del siglo veintiuno.

Afortunadamente en los países democráticos como el nuestro, el ascenso al trono, y el posterior e inevitable descenso, más o menos tardío, no tiene lugar de aquella violenta y traumática manera con la que muchos emperadores accedían primero, y dejaban vacante después, a la fuerza, el trono imperial, debido al avance social experimentado a lo largo de estos siglos transcurridos, pero ello, no obstante, no es obstáculo, para que los modernos emperadores de occidente, como el que soportamos en este país, continúen campando por sus respetos, con malas formas, métodos y aires dictatoriales, que está dejando irreconocible al partido al que pertenece, sin que parezca que esto le preocupe lo más mínimo

Con Aires de moderno César, instalado en su palacio imperial, léase La Moncloa, nuestro regio presidente, mantiene los mismos afanes de grandeza, los mismos métodos, las mismas artimañas, sustanciadas en acuerdos, pactos y coaliciones, concesiones y dádivas  varias, siempre con la contraprestación de mantenerse en el poder, sin detenerse a valorar la ética y la estética de los compañeros de viaje, y con la única y exclusiva intención de mantenerse en la poltrona imperial a toda costa, sin pararse ni un momento a pensar en que subir tan alto, y a toda costa, suele comportar una dura y vertiginosa caída.

Utiliza para ello una notable falta de escrúpulos, que le han llevado a mentir, falsear y contradecirse una y otra vez, sin el menor atisbo de sonrojo en su impenetrable rostro, en un gesto que mantiene siempre impertérrito, como si de un robot se tratara, inasequible al desaliento, a la menor de las debilidades, y con una notable capacidad, realmente demoledora y eficaz, para seguir adelante a toda costa, caiga quien caiga, como buen Augusto, título que todo emperador romano ostentaba por el hecho de serlo. Alea jacta est, dijo Julio César al atravesar el Rubicón con sus legiones. Pues eso. Que conste. El que avisa, no es traidor.


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