Paseando por
las callejuelas de una población próxima a la capital del Estado, con una renta
per cápita que según las estadísticas presume ser una de las más altas del País,
el ocasional peatón transita por una estrecha acera, casi inexistente, a base
de verse reducida a los pocos centímetros estrictamente necesarios, los justos,
para que pase una persona y obligue a la que circula en sentido contrario a
bajarse a la calzada, por ser incompatible con el espacio necesario para ambas,
con el consiguiente peligro de verse arrollada por el turismo, que a su vez
tampoco dispone de una vía ancha y segura, para poder evitar estos posibles
atropellos que pese a la baja velocidad supuesta, podría tener consecuencias no
deseadas para el atribulado peatón, que por allí deambulaba.
Sin duda, el viajero
andante, iba en busca de su destino ciudadano, allá dónde sus pasos le dirigían,
bien hacia las calles adyacentes, próximas o lejanas, bien quizás, hacia la
población limítrofe, muy cercana, de la que apenas le separa una gran avenida,
muy transitada por la circulación de vehículos, que a modo de ruidoso muro, hace
de frontera entre ambas ciudades, a su vez muy distintas entre ellas, en todos
los aspectos, incluidos los que las susodichas estadísticas reflejaban, siempre
en detrimento de esta última, con más sabor a pueblo, dados sus orígenes, sus costumbres
y sus tradiciones, que una vez, hace tiempo ya, fue invitada a unirse a su
vecina, que declinó tan sutil oferta, temerosa, sin duda, a ser absorbida y
perder con ello sus esencias a todos los niveles, algo que los vecinos no
estaban dispuestos a asumir.
El caminante se
dirige por la mínima acera, hasta una pequeña puerta situada a pie de la misma,
sin espacio alguno entre ella y la reducida superficie por la que transita, de
tal modo, que si la puerta estuviera entreabierta, un pequeño traspiés podría provocar
la involuntaria entrada del sorprendido viandante en la casa a la que dicha entrada
da acceso, adónde se dirige, con el propósito de visitar a su única inquilina,
una mujer de ochenta y tres años, que habita una vivienda que apenas supera los
veinte metros cuadrados, alquilada, dónde vive desde siempre, y que se reduce a
un diminuto salón que linda con la calle, un pequeño hueco a modo de cocina, otro,
aún más escaso, que hace las veces de lavabo, y un dormitorio mínimo,
irregular, dónde apenas cabe la cama de esta mujer, enferma, sola, que apenas
se vale por sí misma, con los pies hinchados, cojeando, que abre la puerta al
visitante, y que penosamente le saluda con gestos de dolor, sorprendida ante la
inesperada visita.
Apenas
espacio para sentarse un par de personas, una mesita, un viejo frigorífico y un
pequeño televisor, es cuanto se divisa desde el exterior, a pie de calle, desde
la acera, dónde el paseante se sitúa para charlar un rato con la habitante de
tan mísera vivienda, que con una mínima pensión de viudedad, sobrevive a duras
penas, en unas condiciones que claman al cielo, al infierno y al purgatorio, si
existieran, en una ciudad que posee una alta renta de media, pero que ignora
por completo a esta y muchas otras ciudadanas y ciudadanos que viven en
condiciones más que precarias, en espacios inhabitables, reducidos y
miserables, que nadie debería permitir.
Todo esto, en
una ciudad, de las que suelen autodenominarse como poblaciones ricas, de alto
nivel adquisitivo, que deberían avergonzarse de ello, si lo conocieran, que sin
duda, algo sabrán, algo sabremos, y que preferimos ignorar, cuando muchos de
sus habitantes sobreviven en la pobreza y en el olvido de una sociedad infame
que permite estos atropellos, con las autoridades y servicios sociales en
primer lugar, que fueron elegidos para, entre otros menesteres, ocuparse de
estos lamentables casos, y lograr que, al menos, dispongan de una vivienda
digna, y de los más elementales servicios necesarios para la subsistencia
diaria, más aún, cuando se trata de personas ancianas e impedidas, como el caso
que aquí se trata, real como la vida misma.
Se despide
animando a la desolada anciana, y callejea ahora hacia la avenida que separa
dos pueblos, dos ciudades, dos modos de vivir tan distantes, tan iguales, deteniéndose
ante el mar de tráfico que hace de muro infranqueable entre ambas poblaciones,
hasta que el semáforo detiene el rugir de las máquinas ruidosas y humeantes, y
el peatón se decide a cruzar por ese espacio abierto entre dos mares, y posa
sus pies sobre la acera que le espera para conducirle por unas aún más
estrechas callejuelas hasta su próximo destino, subiendo una empinadas cuestas,
que le conducen a un callejón sin salida, dónde modernos bloque de ladrillo y
cemento, se mezclan con pequeñas casas bajas, de una sola planta.
Viviendas
antiguas, casi centenarias, con puertas a pie de calle, en una de las cuales, vive
una señora de noventa y tres años, que ante la llamada del viajero, llama a su
hija para que abra la puerta, a la que saluda y pregunta por su madre: aquí
estoy dice al oírle, pasa al salón, cosa que hace, saludando a la anciana, que
postrada en la silla de ruedas, sonríe al verlo, sentada junto a la ventana,
del pequeño espacio donde se encuentra, en una antigua casa con muchos años
encima, con una habitación, una cocina, el baño y un pequeño corral en la
trasera de la casa, todo muy pequeño, muy antiguo, muy rural, entre bloques
modernos, dónde han quedado atrapados en medio de la ciudad, dónde está mujer,
y otros ciudadanos viven desde siempre, desde que el pueblo era aún más pueblo
todavía, más pequeño, menos ciudad de lo que ahora parece querer ser, dónde
viven y sobreviven tantas gentes inmersas en el abandono y la pobreza,
olvidados y marginados por la indiferencia y la soberbia de sus semejantes, que
no desconocen estos dos ejemplos aquí expuestos, pero que prefieren cerrar los
ojos ante lo que no quieren ver, como sucede con las instituciones, que de una
forma imperdonable, apenas se ocupan de quienes los necesitan, primero, porque
es su obligación, y siempre, por un elemental y necesario sentido de la
humanidad, a los que no deben ni pueden renunciar.
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