martes, 3 de agosto de 2021

LA POBREZA OCULTA


Paseando por las callejuelas de una población próxima a la capital del Estado, con una renta per cápita que según las estadísticas presume ser una de las más altas del País, el ocasional peatón transita por una estrecha acera, casi inexistente, a base de verse reducida a los pocos centímetros estrictamente necesarios, los justos, para que pase una persona y obligue a la que circula en sentido contrario a bajarse a la calzada, por ser incompatible con el espacio necesario para ambas, con el consiguiente peligro de verse arrollada por el turismo, que a su vez tampoco dispone de una vía ancha y segura, para poder evitar estos posibles atropellos que pese a la baja velocidad supuesta, podría tener consecuencias no deseadas para el atribulado peatón, que por allí deambulaba.

Sin duda, el viajero andante, iba en busca de su destino ciudadano, allá dónde sus pasos le dirigían, bien hacia las calles adyacentes, próximas o lejanas, bien quizás, hacia la población limítrofe, muy cercana, de la que apenas le separa una gran avenida, muy transitada por la circulación de vehículos, que a modo de ruidoso muro, hace de frontera entre ambas ciudades, a su vez muy distintas entre ellas, en todos los aspectos, incluidos los que las susodichas estadísticas reflejaban, siempre en detrimento de esta última, con más sabor a pueblo, dados sus orígenes, sus costumbres y sus tradiciones, que una vez, hace tiempo ya, fue invitada a unirse a su vecina, que declinó tan sutil oferta, temerosa, sin duda, a ser absorbida y perder con ello sus esencias a todos los niveles, algo que los vecinos no estaban dispuestos a asumir.

El caminante se dirige por la mínima acera, hasta una pequeña puerta situada a pie de la misma, sin espacio alguno entre ella y la reducida superficie por la que transita, de tal modo, que si la puerta estuviera entreabierta, un pequeño traspiés podría provocar la involuntaria entrada del sorprendido viandante en la casa a la que dicha entrada da acceso, adónde se dirige, con el propósito de visitar a su única inquilina, una mujer de ochenta y tres años, que habita una vivienda que apenas supera los veinte metros cuadrados, alquilada, dónde vive desde siempre, y que se reduce a un diminuto salón que linda con la calle, un pequeño hueco a modo de cocina, otro, aún más escaso, que hace las veces de lavabo, y un dormitorio mínimo, irregular, dónde apenas cabe la cama de esta mujer, enferma, sola, que apenas se vale por sí misma, con los pies hinchados, cojeando, que abre la puerta al visitante, y que penosamente le saluda con gestos de dolor, sorprendida ante la inesperada visita.

Apenas espacio para sentarse un par de personas, una mesita, un viejo frigorífico y un pequeño televisor, es cuanto se divisa desde el exterior, a pie de calle, desde la acera, dónde el paseante se sitúa para charlar un rato con la habitante de tan mísera vivienda, que con una mínima pensión de viudedad, sobrevive a duras penas, en unas condiciones que claman al cielo, al infierno y al purgatorio, si existieran, en una ciudad que posee una alta renta de media, pero que ignora por completo a esta y muchas otras ciudadanas y ciudadanos que viven en condiciones más que precarias, en espacios inhabitables, reducidos y miserables, que nadie debería permitir.

Todo esto, en una ciudad, de las que suelen autodenominarse como poblaciones ricas, de alto nivel adquisitivo, que deberían avergonzarse de ello, si lo conocieran, que sin duda, algo sabrán, algo sabremos, y que preferimos ignorar, cuando muchos de sus habitantes sobreviven en la pobreza y en el olvido de una sociedad infame que permite estos atropellos, con las autoridades y servicios sociales en primer lugar, que fueron elegidos para, entre otros menesteres, ocuparse de estos lamentables casos, y lograr que, al menos, dispongan de una vivienda digna, y de los más elementales servicios necesarios para la subsistencia diaria, más aún, cuando se trata de personas ancianas e impedidas, como el caso que aquí se trata, real como la vida misma.

Se despide animando a la desolada anciana, y callejea ahora hacia la avenida que separa dos pueblos, dos ciudades, dos modos de vivir tan distantes, tan iguales, deteniéndose ante el mar de tráfico que hace de muro infranqueable entre ambas poblaciones, hasta que el semáforo detiene el rugir de las máquinas ruidosas y humeantes, y el peatón se decide a cruzar por ese espacio abierto entre dos mares, y posa sus pies sobre la acera que le espera para conducirle por unas aún más estrechas callejuelas hasta su próximo destino, subiendo una empinadas cuestas, que le conducen a un callejón sin salida, dónde modernos bloque de ladrillo y cemento, se mezclan con pequeñas casas bajas, de una sola planta.

Viviendas antiguas, casi centenarias, con puertas a pie de calle, en una de las cuales, vive una señora de noventa y tres años, que ante la llamada del viajero, llama a su hija para que abra la puerta, a la que saluda y pregunta por su madre: aquí estoy dice al oírle, pasa al salón, cosa que hace, saludando a la anciana, que postrada en la silla de ruedas, sonríe al verlo, sentada junto a la ventana, del pequeño espacio donde se encuentra, en una antigua casa con muchos años encima, con una habitación, una cocina, el baño y un pequeño corral en la trasera de la casa, todo muy pequeño, muy antiguo, muy rural, entre bloques modernos, dónde han quedado atrapados en medio de la ciudad, dónde está mujer, y otros ciudadanos viven desde siempre, desde que el pueblo era aún más pueblo todavía, más pequeño, menos ciudad de lo que ahora parece querer ser, dónde viven y sobreviven tantas gentes inmersas en el abandono y la pobreza, olvidados y marginados por la indiferencia y la soberbia de sus semejantes, que no desconocen estos dos ejemplos aquí expuestos, pero que prefieren cerrar los ojos ante lo que no quieren ver, como sucede con las instituciones, que de una forma imperdonable, apenas se ocupan de quienes los necesitan, primero, porque es su obligación, y siempre, por un elemental y necesario sentido de la humanidad, a los que no deben ni pueden renunciar.

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