miércoles, 26 de diciembre de 2007

EDUCACIÓN ESPARTANA

Al cumplir los siete años, los niños Espartanos abandonaban su casa y quedaban bajo la autoridad de del Estado. Aprendían entonces a leer y a escribir - según Plutarco, este aspecto se reducía al mínimo indispensable -. Pero lo esencial de su formación consistía en endurecerlos físicamente por medio de la lucha y en aprender el manejo de las armas, a marchar en formación y, por encima de todo, a obedecer ciegamente a sus superiores y buscar siempre el bien de la ciudad.
A partir de este momento los ciudadanos se preparan para la vida militar ya desde la misma infancia, sometidos a un entrenamiento que busca convertirlos en guerreros perfectos, preocupados sólo por el bien del Estado.
La expresión educación espartana, se acuñó para hacer referencia a la formación que se caracteriza por una total rudeza en los métodos y en las formas a la hora de educar y formar a niños y jóvenes. Tiene como origen la educación que se impartía en la antigua Esparta en el siglo VII adc.
Leo en Internet, que en una guardería de Japón se imparte una educación a base de soportar los mayores rigores imaginables para niños de esta edad como la ausencia de calefacción y la desnudez en la que se encuentran con el objeto, dicen sus educadores con el consentimiento de los padres, de endurecerlos física y mentalmente.
La diferencia con los espartanos de entonces, es que ellos se preparaban para la guerra, mientras que los nipones del siglo XXI lo hacen para enfrentarse al estrés, al vertiginoso ritmo de vida actual y a la competitividad salvaje propios de los tiempos que nos ha tocado vivir.
Entre ambos ejemplos han pasado miles de años y habido todo tipo de cambios y revoluciones sociales que han repercutido en la educación de los más jóvenes que han tenido que pasar por múltiples modelos, métodos y concepciones de la enseñanza siempre con el objeto de mejorar el rendimiento y la pedagogía con el fin de lograr unos jóvenes mejor preparados que puedan afrontar con solvencia el desafío de los tiempos actuales, lo cual supone un reto de considerables dimensiones.
Conseguir estos objetivos, siempre ha supuesto un esfuerzo por parte de todos y siempre contando con la colaboración del sujeto de la educación que es el alumno, sin la cual todo esfuerzo por parte de los educadores cae en saco roto siendo su esfuerzo baldío.
Para lograr estos fines, los docentes necesitan disponer de unos medios, de unas herramientas, de unas armas, valga el término, sin los cuales los objetivos que nos proponemos resultan imposibles de conseguir.
¿Qué puede hacer un profesor al que se le ha privado de su facultad de hacerse respetar y de imponer una disciplina con la que en principio todos están de acuerdo, pero que a la hora de la verdad nadie respalda ni respeta?. La presión a la que están sometidos es tremenda y su frustración cada día más elevada. En estas circunstancias, ¿qué podemos esperar de su labor?. ¿Cómo podemos tener la desfachatez de cargar las culpas sobre quienes no tienen ni los medios ni la autoridad para llevar a cabo su labor?.
La situación es realmente grave y nadie mueve ni un dedo para resolverla. El profesorado está absolutamente indefenso y expuesto cada vez más a la presión y la violencia que de muy diversas maneras se abate sobre ellos, mientras los alumnos, la inmensa mayoría, ven impotentes como la calidad de la enseñanza va degenerando debido a la falta de disciplina, que, en general, campea por sus respetos en las aulas.
Resulta descorazonador leer las últimas encuestas sobre la educación en España. Los alumnos, no solamente apenas leen – claro está, que tampoco lo hacen los mayores -, sino que no entienden lo poco que leen. En cuanto al nivel de conocimientos por materias ocupamos los últimos puestos de los países europeos. Es para sonrojarse.
No es preciso llegar a los extremos de la educación espartana ni imitar el ejemplo de los niños de la guardería japonesa con sus niños-robot del futuro. Se trata de inculcarles una mínima disciplina hoy prácticamente desaparecida y unos valores que hoy brillan por su ausencia y que se resumen en uno que los acapara a todos y del que dimanan todos lo demás: RESPETO. Y éste ha de hacerse efectivo hacia los padres, hacia los mayores, hacia los educadores. Sin respeto no hay educación y sin educación no hay esperanza ni futuro para una sociedad.
Aunque haya que dar una bofetada o algún azote en el momento oportuno, siempre en el ámbito familiar, nunca en el escolar. No creo que el legislador deba inmiscuirse en la gradación del castigo físico, porque el simple hecho de denominarlo así resulta absurdo.
A nuestra generación nos dieron quizás demasiadas bofetadas, la mayoría seguramente con razón, pero desde luego, y no es una manera de hablar, no nos traumatizaron en absoluto.
De lo que no cabe duda, es que aprendimos a respetar y lo hacíamos no como una obligación o un deber impuesto, sino como un sentimiento inherente al ser humano y que ni nuestros padres ni nuestros educadores se veían en la necesidad de recordarnoslo. Eramos así, educados y respetuosos. Algo que ni hoy ni nunca puede ni debe pasar de moda. Algo que hoy echamos de menos y que debemos recuperar.

lunes, 17 de diciembre de 2007

EL JUGUETE DE CARTÓN

Parece un cuento adaptado a estas fecha Navideñas pero la anécdota que refiero a continuación protagonizada por una tierna niña, es real y supone un fiel reflejo, subjetivo donde los haya, del sentimiento de los niños ante una actividad tan importante para ellos como es el juego. Lo relata su abuelo, una persona conocida para mí y lo hace con una mezcla de incredulidad, emoción y ternura ante la reacción de su nietecita.
Lo relato aquí, porque creo que es una preciosa y hermosa lección la que esta niña nos da con su espontánea y tierna actitud ante el juego con un sorprendente juguete que la llena de felicidad y gozo y que a nosotros debería hacernos pensar y extraer la correspondiente lección sobre la infancia, el juego y los juguetes sencillos y no por eso menos mágicos y divertidos para el mundo infantil.
Era el día del cumpleaños de la niña. La familia se encontraba alrededor de ella, expectante, esperando su reacción ante el ingente montón de juguetes de todas clases, tamaños y colores esparcidos a su alrededor.
Muñecas, casitas, peluches y otros muchos juguetes multicolores, unos estáticos y otros en movimiento danzando y bailando formaban un coro a su alrededor que mantenían a la niña con una expresíon que era una mezcla de susto, sorpresa y contenida alegría.
Sus ojitos desorbitados miraban nerviosamente de un lado a otro, girando su cabecita a izquierda y derecha, siguiendo la trayectoria de los muñecos andantes y bailarines que giraban y giraban a su alrededor.
No se decidía. Trataba de atrapar a uno de los ositos danzantes y al momento se volvía hacia una preciosa muñeca que le hablaba con insistente y repetitiva dulzura con un mensaje inaudible entre el barullo general que dominaba el circo multicolor.
Volvía su carita hacia sus padres sonriendo nerviosa, interrogándoles con la mirada qué decisión tomar. A continuación volvía la vista sobre el montón de juguetes donde descubrió algunos sin abrir, envueltos primorosamente y rematados con un encantador lacito. Se dirigió hacia uno de ellos y lo desprendió con un ligero toque de sus deditos para descubrir una linda muñequita que la miraba fijamente.
Pronto descubrió otro paquete, este mucho más grande, el mayor de todos y de vivos colores. Desató el lacito y, oh sorpresa, un encantador osito, blanco como la nieve surgió como por encanto de su encierro de cartón. Lo tomó en sus brazos, lo besó y acarició para depositarlo después en el suelo. Se quedó observando de nuevo el jolgorio general orquestado a su alrededor. Nada quedaba por abrir, nada por mirar.
No sabía por cual decidirse. Seguía a uno, tocaba a otro, acercaba sus manitas a los juguetes bailarines que se le escapaban danzando en otra dirección. Ninguno parecía convencerla. Le era imposible decidirse por uno de ellos. Miraba y miraba girando nerviosa y rápidamente su carita hacia sus familiares que con una contenida emoción la seguían con la vista, hasta que de pronto, su cara se iluminó.
Entre la multicolor montaña de papel de envolver que se había formado, apenas aparecía un caja grande con múltiples dibujos de miles de colores, abierta y colocada en una posición inestable. Exhibiendo unos nerviosos grititos, con pasos decididos y tan rápidos como inseguros, hacia ella se dirigió.
Colocó sus leves manitas sobre el paquete de cartón y lo empujó. Al comprobar que se movía, continuó impulsándolo hasta extraerlo del montón de papeles de colores que salieron despedidos hacia los lados. Qué exclamaciones de satisfacción, qué alegría desbordada, qué placer comprobar que controlaba y dirigía el movimiento del cartón alrededor del montón de juguetes ahora olvidados. Cómo lucían sus ojitos convertidos en dos puntitos luminosos abiertos al compás de su boquita que gritaba de gozo y satisfacción.
Lo movía, lo paraba lo giraba y lo volvía a empujar. Diríase que había descubierto su juguete ideal. El más preciado para ella. El juguete que le hacía feliz. El juguete de cartón.

viernes, 14 de diciembre de 2007

QUERIDO PADRE

Apenas unos meses después, has decidido reunirte con Madre, allá donde seguro que reina la paz y habita el sosiego, donde descansáis después de toda una larga y fatigosa vida. Y lo has hecho como siempre, querido padre, como has vivido, sin molestar a nadie, sin un ruido, sin una queja, mientras dormías.
Sumido en las inescrutables tinieblas de tu mente has vivido desde que madre nos dejó, sin saber siquiera que ella ya no estaba. Me daba mucha pena que no supieras que se había ido hacía tiempo. Sufría viéndote tan triste mientras veía cómo te apagabas, tan sereno, tan digno y apacible. Cuanto daría por seguir viéndote y hablarte aunque no me entendieras, aunque no me conocieras, cogiéndote de las manos como siempre hacía y que casi hasta el final, me apretabas sin querer soltarlas, sin querer separarte de mí. Me partía el alma y al mismo tiempo me llenaba de alegría poder tenerte aún, poder sentirte vivo, poder hablarte aunque no me entendieras. Os echo mucho de menos a los dos, queridos padres.
Me consuela saber que ahora reposáis juntos en el mismo lugar, en el pueblecito donde nacisteis y adonde iré a visitaros con frecuencia. Os hablaré y os diré que me siento muy sólo, que no imaginaba cuanto os iba a echar de menos, que siento una profunda pena, una honda tristeza en la que me sumo cuando os recuerdo. Pero también os diré que saber que descanséis en paz los dos juntos, alivia mi pena.
Recuerdo, padre, y nunca lo olvidaré, como de pequeño me llevabas a todas las bodas a las que te invitaban en los pueblecitos de alrededor. Y qué bodas, padre, siempre a base de un suculento cordero asado. Siempre me reservabas la pata del asado que sabías que me encantaba. Aún hoy mantengo esa costumbre. Te invitaban a todas, al secretario, que lo eras, de tres o cuatro pueblos, a Marcelo, hijo de secretario, tu padre, mi abuelo, que como nos decías hasta casi el final cuando te citaba su nombre, y parecías recuperar tu lucidez perdida, había sido un hombre de categoría respetado por todos. Y lo decías con toda la solemnidad. Son las últimas palabras que recuerdo haberte oído.
Llevabas la secretaría del ayuntamiento de varios pueblecitos de la zona y nos contabas las tremendas penalidades que tuviste que pasar para desplazarte de uno a otro durante los terribles y crudos inviernos que por entonces se daban por aquellos lares, a pie en algunas ocasiones con la nieve hasta las rodillas o a lo sumo a lomos de algún animal que se las veía y deseaba para poder avanzar.
Después te recuerdo con aquella moto roja y más adelante con el seiscientos, todo un lujo y que fue de los primeros que poblaron las polvorientas carreteras que por entonces había. Cómo disfrutaba cada vez que me dejabas aparcarte el seiscientos en los soportales del ayuntamiento. Nunca olvidaré cuando me llevaste al primer pueblo donde ejercí de maestro. Fuiste un buen padre, siempre generoso con tus hijos.
Cómo recuerdo las primeras castañas que nos traías de Turégano, cuando ibais los hombres del pueblo a la feria de ganado a principio de diciembre. Estabais dos ó tres días y esperábamos vuestro regreso con ansiedad. Con qué ilusión te recibíamos. Qué manjar para aquellos tiempos. Las asábamos y después reunidos en la cocina nos contabas cuanto habías visto y como lo habías pasado después de tan largo viaje. Viaje que hacías a lomos de la yegua, aquel precioso animal que teníamos y que de vez en cuando paría un encantador potrillo que hacía las delicias de toda la familia.
Te recuerdo en la Secretaría del ayuntamiento con tus papeles, enfrascado con tus números que sumabas con una increíble destreza y con esa letra tuya tan peculiar, tan elegante. Solía ayudarte de vez en cuando echándote una mano con algún trabajillo que me encargabas.
Y como no recordar aquella auténtica fiesta que se organizaba con motivo de la matanza y que duraba dos días. Los mayores despiezaban el cerdo el primer día para al día siguiente hacer los chorizos, la butagueña, el calducho, las morcillas y los jamones. Por la noche, nos sentábamos todos, pequeños y mayores al amor de la lumbre en la cocina o alrededor de la mesa al calor del brasero y tú, padre y el tío Virgilio, nos contábais historias de vuestros tiempos mozos que nos hacían reir durante horas. Qué felices éramos con tan poco. Los niños disfrutábamos todo el día de acá para allá, jugando al escondite, con la zambomba y tomando dulces. Son gratos recuerdos que nunca olvidaré.
Nunca imaginé que fuera a sentir tan honda pena. Es ley de vida te dicen. Pero yo digo que es una ley injusta. Me consuela saber que estáis otra vez juntos, que descansáis después de tanto trajín como decía madre. Sabed, queridos padres, que os estamos inmensamente agradecidos por el cariño y el amor que nos habéis procurado durante toda vuestra vida. Sabed que nunca os olvidaremos.
Os tendré presente cada día del resto de mi vida.