viernes, 14 de diciembre de 2007

QUERIDO PADRE

Apenas unos meses después, has decidido reunirte con Madre, allá donde seguro que reina la paz y habita el sosiego, donde descansáis después de toda una larga y fatigosa vida. Y lo has hecho como siempre, querido padre, como has vivido, sin molestar a nadie, sin un ruido, sin una queja, mientras dormías.
Sumido en las inescrutables tinieblas de tu mente has vivido desde que madre nos dejó, sin saber siquiera que ella ya no estaba. Me daba mucha pena que no supieras que se había ido hacía tiempo. Sufría viéndote tan triste mientras veía cómo te apagabas, tan sereno, tan digno y apacible. Cuanto daría por seguir viéndote y hablarte aunque no me entendieras, aunque no me conocieras, cogiéndote de las manos como siempre hacía y que casi hasta el final, me apretabas sin querer soltarlas, sin querer separarte de mí. Me partía el alma y al mismo tiempo me llenaba de alegría poder tenerte aún, poder sentirte vivo, poder hablarte aunque no me entendieras. Os echo mucho de menos a los dos, queridos padres.
Me consuela saber que ahora reposáis juntos en el mismo lugar, en el pueblecito donde nacisteis y adonde iré a visitaros con frecuencia. Os hablaré y os diré que me siento muy sólo, que no imaginaba cuanto os iba a echar de menos, que siento una profunda pena, una honda tristeza en la que me sumo cuando os recuerdo. Pero también os diré que saber que descanséis en paz los dos juntos, alivia mi pena.
Recuerdo, padre, y nunca lo olvidaré, como de pequeño me llevabas a todas las bodas a las que te invitaban en los pueblecitos de alrededor. Y qué bodas, padre, siempre a base de un suculento cordero asado. Siempre me reservabas la pata del asado que sabías que me encantaba. Aún hoy mantengo esa costumbre. Te invitaban a todas, al secretario, que lo eras, de tres o cuatro pueblos, a Marcelo, hijo de secretario, tu padre, mi abuelo, que como nos decías hasta casi el final cuando te citaba su nombre, y parecías recuperar tu lucidez perdida, había sido un hombre de categoría respetado por todos. Y lo decías con toda la solemnidad. Son las últimas palabras que recuerdo haberte oído.
Llevabas la secretaría del ayuntamiento de varios pueblecitos de la zona y nos contabas las tremendas penalidades que tuviste que pasar para desplazarte de uno a otro durante los terribles y crudos inviernos que por entonces se daban por aquellos lares, a pie en algunas ocasiones con la nieve hasta las rodillas o a lo sumo a lomos de algún animal que se las veía y deseaba para poder avanzar.
Después te recuerdo con aquella moto roja y más adelante con el seiscientos, todo un lujo y que fue de los primeros que poblaron las polvorientas carreteras que por entonces había. Cómo disfrutaba cada vez que me dejabas aparcarte el seiscientos en los soportales del ayuntamiento. Nunca olvidaré cuando me llevaste al primer pueblo donde ejercí de maestro. Fuiste un buen padre, siempre generoso con tus hijos.
Cómo recuerdo las primeras castañas que nos traías de Turégano, cuando ibais los hombres del pueblo a la feria de ganado a principio de diciembre. Estabais dos ó tres días y esperábamos vuestro regreso con ansiedad. Con qué ilusión te recibíamos. Qué manjar para aquellos tiempos. Las asábamos y después reunidos en la cocina nos contabas cuanto habías visto y como lo habías pasado después de tan largo viaje. Viaje que hacías a lomos de la yegua, aquel precioso animal que teníamos y que de vez en cuando paría un encantador potrillo que hacía las delicias de toda la familia.
Te recuerdo en la Secretaría del ayuntamiento con tus papeles, enfrascado con tus números que sumabas con una increíble destreza y con esa letra tuya tan peculiar, tan elegante. Solía ayudarte de vez en cuando echándote una mano con algún trabajillo que me encargabas.
Y como no recordar aquella auténtica fiesta que se organizaba con motivo de la matanza y que duraba dos días. Los mayores despiezaban el cerdo el primer día para al día siguiente hacer los chorizos, la butagueña, el calducho, las morcillas y los jamones. Por la noche, nos sentábamos todos, pequeños y mayores al amor de la lumbre en la cocina o alrededor de la mesa al calor del brasero y tú, padre y el tío Virgilio, nos contábais historias de vuestros tiempos mozos que nos hacían reir durante horas. Qué felices éramos con tan poco. Los niños disfrutábamos todo el día de acá para allá, jugando al escondite, con la zambomba y tomando dulces. Son gratos recuerdos que nunca olvidaré.
Nunca imaginé que fuera a sentir tan honda pena. Es ley de vida te dicen. Pero yo digo que es una ley injusta. Me consuela saber que estáis otra vez juntos, que descansáis después de tanto trajín como decía madre. Sabed, queridos padres, que os estamos inmensamente agradecidos por el cariño y el amor que nos habéis procurado durante toda vuestra vida. Sabed que nunca os olvidaremos.
Os tendré presente cada día del resto de mi vida.