lunes, 2 de febrero de 2009

DARWIN, DOSCIENTOS AÑOS DESPUÉS

Se cumplen en este mes de febrero, doscientos años del nacimiento de uno de los científicos que, junto con Einstein, más ha contribuido a transformar profundamente conceptos y procesos que creíamos firmemente inamovibles y arraigados en el acervo del saber humano acerca del espacio y el tiempo donde nos desenvolvemos, en una caso y del origen y evolución de las especies que habitan el planeta, en el otro.
Hasta la publicación de El Origen de las Especies, la única teoría existente era la Creacionista, que aún hoy sigue contando con sus adictos y que todo lo reducen a un acto de fe, a creer a ojos cerrados que toda la inmensa y variada riqueza animal, vegetal y mineral fue creada de la nada por Dios.
En un mundo cada día más complejo, más científico y tecnológico que dispone de instrumentos que día a día se hacen más precisos a la hora de explicar los procesos físicos, químicos y de todo orden que envuelven y condicionan al ser humano, se hace más insostenible una teoría que se niega a observar, analizar, contrastar, investigar y profundizar en el origen y la evolución de la vida.
Charles Darwin proporcionó datos, hechos y evidencias comprobables por todo ser pensante – tal como exige el método científico - con los que demostró que las especies evolucionan, diversificándose y dando lugar a otras, llevándose a cabo una selección natural en la que el medio en el que se desenvuelven juega un importante papel.
Basta con echar una ojeada a nuestro alrededor, en ocasiones tan próximo como lo es la visita detenida a un zoo o la observación de las aves en el campo o, yendo un poco más allá y documentándonos oportunamente, observar las especies de diferentes ecosistemas de variados lugares geográficos del planeta, para poder deducir la semejanza existente entre animales iguales pero en última instancia diferentes debido a la influencia del medio en el que viven, que ha obrado “el milagro natural” de transformarlos para adaptarlos al lugar donde se desenvuelven.
Dudo que Dios se molestase hasta el extremo de ser tan riguroso como para crear la infinidad de insectos y aves, pongo por ejemplo, que se diferencian en detalles tan nimios como la forma del pico, de las alas, o de su colorido o de las miles de transformaciones que experimentan con el objeto de llevar a cabo su defensa ante los predadores, su diferente alimentación o su adaptación al medio acuático, terrestre, o aéreo en el que viven.
La iglesia, que tan oscuro papel ha jugado siempre, haciendo prevalecer su prepotente soberbia que tanto daño ha hecho a la ciencia, se ve ahora cada vez más arrinconada por una ciencia que todo lo investiga, lo contrasta y lo demuestra, en oposición a una política de ponerse la venda en los ojos como si nos encontrásemos en los oscuros años de la Edad Media anteriores al renacimiento que tenía sumido al hombre en la ignorancia y el miedo.
Surgió entonces un hombre nuevo que reclamaba el derecho a poseer el conocimiento que hasta entonces se les había negado y con el que pudieron empezar a explicarse el origen y las causas de los fenómenos naturales para los que no había más explicación que el castigo que Dios les enviaba para expiar sus pecados.
Es por ello, que a estas alturas del siglo XXI, y a veces con el pretexto de la supuesta crisis de identidad, de la pérdida de valores y demás argumentos a los que recurren los falsos moralistas de siempre, no podemos transmitir a las jóvenes generaciones un mensaje que no sea el de investigar, contrastar y demostrar los hechos y procesos que nos atañen, a través del método científico con el fin de alcanzar, a través de la lógica y de la razón, el conocimiento de la verdad.

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